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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

Dublinesca (27 page)

BOOK: Dublinesca
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Ajeno a su condición de ángel caído, Nietzky reflexiona en voz alta en torno a la desigual longitud de la vida de los hombres comparada con la de los árboles y las lilas. Bostezos de Julia Piera, que acaba siguiendo con la mirada a una madre y una niña enlutadas que están junto a una tumba, la niña con la cara manchada de suciedad y lágrimas. La madre con mirada de pez, cara lívida y sin sangre. Madre e hija, una pareja horrible, como entresacada de un drama de otro siglo, como salidas de una película de época sobre la vida en la Rotunda.

Y Ricardo, ajeno completamente a esto, haciendo chistes de dudoso humor negro. Minutos después, en medio de una discusión en voz demasiado alta acerca de la belleza tétrica del lugar y del ya manoseado árbol de lilas, Bev requiere la atención de todos para que observen cómo los graznidos de los cuervos se mezclan con sus gritos de visitantes discutidores.

Hay cuervos, pero nadie ha oído sus graznidos. Un breve silencio. Una pausa. El viento. «Verás mi fantasma después de la muerte.» Ricardo encuentra grabada esa frase, entresacada de
Ulysses
, en una lápida al borde de uno de los senderos laterales, en la tumba de la familia Murray. Otra fotografía por hacer, está claro. «Qué maravillosos los Murray», dice alguien. Más retratos de grupo. Todos apretados ahora en torno a la tumba de la familia joyceana. Un obrero del cementerio maneja la cámara de Ricardo como si fuera un gran artista de la fotografía y les da órdenes para que posen con más estilo. Cuando termina la sesión, alguien se da cuenta de que llevan un buen rato ya de paseo y aún no han entrado en la capilla que está al fondo del cementerio y que es el lugar donde se celebró el breve y triste funeral por el borrachín Dignam. Ése parece el lugar idóneo para las palabras fúnebres por la era Gutenberg y en realidad por todo, por el mundo en general.

Javier pregunta cómo lograr que el réquiem sea una obra de arte. Se quedan todos pensativos. El lacónico Walter toma entonces la palabra. Se ofrece para el rezo. Será una pieza corta, dice, muy artística gracias precisamente a su brevedad y profundidad. Todo el mundo mira a Walter, todos le miran incrédulos y siguen andando por el camino que conduce a la capilla. Las palabras de un lacónico siempre pueden tener un lado artístico, piensa Riba. «Es una oración para escritores», dice Walter, con aire innecesariamente compungido. Y cuenta que fue compuesta por Samuel Johnson, el día en que firmó un contrato que le exigía escribir el primer diccionario completo del idioma inglés.

Y luego repite lo que acaba de decir, pero ahora en inglés, por mucho que no sea en absoluto necesario. Walter tiene un muy elevado sentido del humor involuntario. Sorprende, por otra parte, que antes incluso de entonar la oración fúnebre haya hablado ya tanto, e incluso haya dicho unas cuantas palabras de más. Qué derroche, piensa Riba. Se produce una nueva y larga pausa. La vista de todos se desliza hacia un banco, el último que hay a mano izquierda poco antes de entrar en la capilla. Allí acaban ahora de sentarse dos hombres con aspecto de vagabundos, dos tipos de una palidez notable. «Dos fiambres que han salido a tomar el fresco», dice Ricardo, como si su camisa floreada y polinesia le hiciera sentirse más vivo que nadie. Risas.

Un ligero viento del atardecer mueve el árbol de lilas. En realidad, Johnson rezaba por sí mismo, aclara Walter. Y lo dice con una naturalidad tal que parece que Johnson sea uno más de ellos. Nadie en el grupo había oído hablar antes de esa oración. En cualquier caso les parece a todos una buena idea utilizar un rezo de Johnson para entonar un canto fúnebre. A fin de cuentas, el doctor Johnson es la única persona del mundo que ha dedicado un ensayo realmente brillante al tema de los epitafios, y él mismo durante una época se especializó en ellos, los escribía en verso y los cedía a las mejores tumbas de Londres. Así que el doctor Johnson parece un personaje idóneo para este epitafio a la era Gutenberg, dice Walter.

Es celebrado por todos que sea la oración para escritores de Johnson la que sirva de epitafio para la era de la imprenta. Celebrado por todos, menos por Riba, que a última hora descubre que, por mucho que se esfuerce, no puede identificarse en modo alguno con los escritores, a los que en realidad les guarda un cierto rencor, porque ellos son en el fondo los involuntarios culpables de esa pena que a veces, de forma recurrente, reaparece en medio de su pesadilla de la jaula con Dios. En el fondo, Riba teme que esa oración por los escritores le persiga y le produzca remordimiento por lo que dejó de hacer por ellos, siempre taladrado su cerebro por su pena de editor, por esa hidra íntima que le corroe.

Vuelve el viento a mover el árbol de lilas.

Además, piensa Riba, se están tomando demasiado en serio esta ceremonia. No se dan cuenta de que lo apocalíptico es de ahora, pero ya estaba en la noche de los tiempos y seguirá estando cuando nos hayamos ido. Lo apocalíptico es un señor o un sentimiento muy informal, que no merece tanto respeto. Lo importante no es que se vaya a pique la brillante era de la imprenta. Lo verdaderamente grave es que me voy a pique yo.

—Por sí mismo —continúa diciendo Walter—, Johnson rezaba por sí mismo.

Y Nietzky entonces dice que hay plegarias para marineros, para reyes, para hombres ilustres, pero no sabía que pudiera existir una oración para escritores.

—¿Y para editores? —pregunta Javier.

Riba se acuerda de un sueño en el que vio a Shakespeare estudiando
Hamlet
para representar el papel del fantasma.

—Johnson rezaba por sí mismo —insiste Walter.

Entran en la pequeña capilla y Riba recuerda la obesa rata gris que en el libro de Joyce trota cerca de una tumba cercana a la de Paddy Dignam. Se acuerda de su amiga Antonia Derén, a la que le publicó hace años una antología sobre las diversas apariciones de ratas en las más ilustres novelas contemporáneas.

«Una de estas ratas acabaría pronto con cualquiera. Dejan los huesos limpios sin importar de quién se trate. Carne corriente para ellas. Un cadáver es carne echada a perder», piensa Bloom en el funeral.

Walter espera a que se haga el más profundo silencio y entonces, cuando ve que hay las condiciones adecuadas para su rezo, pronuncia con voz solemne y temblorosa la oración: «Oh, Dios, que me has apoyado hasta ahora, que me has permitido proceder en este trabajo, y en toda la tarea de mi estado presente; que cuando rinda cuentas, en el último día, del talento que se me asignó, reciba el perdón, por la gracia de Dios. Amén.»

Nadie, salvo Riba, acaba de comprender lo que sucede cuando Walter rompe a continuación en llanto desconsolado. En principio, él no es escritor y no debería, por tanto, afectarle demasiado ese problema ligado a la cuestión del talento literario y el trabajo. Pero es que, aunque lo fuera, tampoco sería tan lógico que se entregara a ese llanto. Después de todo, ningún escritor se ha dejado ganar por lágrima alguna. Pero Riba sabe que precisamente ahí está la pista para la solución del enigma. No hay escritores que lloren por ellos o por los demás escritores. Sólo alguien como Walter que lo ve todo desde fuera y que tiene una inteligencia y sensibilidad especial puede ver lo mucho que uno tendría que llorar siempre que viera a un escritor.

Riba se ríe del funeral, pero desea ponerse a la altura de las circunstancias y ser tan sincero y auténtico como Walter. Y, de entre las opciones que baraja y los papeles que lleva en el bolsillo, piensa en leer, a modo de oración fúnebre, el texto de una carta de Flaubert que refleja la irrefrenable seducción que sintió siempre éste por la figura de San Policarpo, obispo de Esmirna y mártir, a quien se atribuye la expresión «¡Dios mío! ¡En qué siglo —o en qué mundo— me habéis hecho nacer!».

Para leer mejor esa carta, primero trata de emocionarse tanto como Walter. Aquí mismo, piensa, estuvo un día el ataúd de Dignam que tantas veces imaginé cuando leía
Ulysses
. Aquí estuvo un día ese ataúd en esta capilla, y no parece que aquí hayan cambiado mucho las cosas desde la época de Joyce. Parece todo conservado idéntico en el tiempo, idéntico que en el libro. El catafalco, a la entrada del coro, está igual. Y el coro es el mismo, sin duda. Había cuatro altos cirios amarillos en las esquinas, y los del duelo se arrodillaron acá y allá, en estos reclinatorios. Bloom se quedó de pie atrás, junto a la pila y, cuando todos se habían arrodillado, dejó caer cuidadosamente el periódico que llevaba en el bolsillo y dobló la rodilla derecha sobre él. Aquí mismo. Aquí acomodó suavemente el sombrero negro en la rodilla izquierda y, sujetándolo por el ala, se inclinó piadosamente, hace ya más de un siglo. Pero todo está igual. ¿No es emocionante?

Luego da un paso al frente, va hasta el centro del altar y desde allí se dispone a entonar su canto fúnebre en forma de carta de Flaubert a su amiga Louise Colet. Pero en ese momento se acerca al grupo un vendedor ambulante, con su carrito de bollos y fruta. Algo nervioso por esa aparición, Nietzky interviene con electricidad neurótica y, sin que nadie le haya dado entrada ni permiso, se pone a leer, muy veloz y en voz alta, el fragmento de
Ulysses
en el que el cura bendice el alma de Dignam. Lee con cierto apresuramiento y torpeza y añadiendo muchas palabras de su propia cosecha y termina así: «El año entero, ese cura ha rezado lo mismo para todos y sacudido el agua para todos. Encima de Dignam ahora. Y encima de toda una época que hoy muere con él. Nunca, jamás, nada. Nunca más Gutenberg. Buen viaje hacia la nada.»

Pausa. El viento.

Y luego con voz sacerdotal y cantarina:


In paradisum
.

Todos repiten su letanía con fastidio y abruptamente, quizá porque se sienten algo más que escépticos, pues tienen la impresión de que Nietzky no ha podido ser más falso y burlón en su sentimiento de despedida de una época. «Algunos», dice Walter, «no hemos nacido para lo superficial». De nuevo, su humor involuntario. Risas sofocadas. ¿Qué habrá querido decir? Tal vez se le entiende demasiado. Nietzky ha estado horrible. Y desde luego superficial.

Riba se dispone ya a entonar por fin su oración fúnebre cuando entra, de forma inesperada una joven pareja. Dublineses, probablemente. El hombre es alto y con barba, la mujer lleva una larga melena rubia peinada hacia atrás con descuido. La mujer se santigua, hablan entre los dos en voz baja, se diría que se están preguntando qué clase de reunión es la que se celebra ahí en la capilla. Riba se acerca a escuchar qué dicen y descubre que son franceses y hablan del precio de unos muebles. Breve desconcierto. Se oye el ruido de un carretón para transportar piedras. Ahora todos miran a Riba sin duda para que cierre el acto que ya habría cerrado si no hubieran aparecido el vendedor de bollos, la pareja de franceses y Nietzky con su electricidad neurótica. Ricardo también quiere añadirse a los rezos y, ante tantas indecisiones, se adelanta a Riba: «Me parece que no son necesarias más palabras. Funeralizado Gutenberg, hemos entrado en otras épocas. Habrá que enterrarlas también. Ir quemando etapas, ir haciendo más funerales. Hasta llegar al día del Juicio Final. Y entonces celebrar un funeral por ese día también. Luego perderse en la inmensidad del universo, oír el movimiento eterno de las estrellas. Y organizar unas exequias por las estrellas. Y luego ya no sé.»

Los franceses cuchichean en voz más alta ahora. ¿Todavía hablan de muebles? Riba decide pasarle la carta de Flaubert a Julia Piera, que toma la palabra para leer, con algunas variantes de su cosecha propia, esta especie de ensayo de canto fúnebre: «Todo esto me da náuseas. En nuestros días, la literatura se parece a una gran empresa de urinarios. ¡A esto es a lo que huele la gente, más que a nada! Siempre estoy tentado de exclamar, como San Policarpo: “¡Ah, Dios mío! ¡En qué siglo me habéis hecho nacer!”, y de huir, tapándome los oídos, como hacía ese hombre santo cuando se encontraba ante una proposición indecorosa. En fin. Llegará un tiempo en que todo el mundo se habrá convertido en un hombre de negocios y un imbécil (para entonces, gracias a Dios, ya habré muerto). Peor lo pasarán nuestros sobrinos. Las generaciones futuras serán de una tremenda estupidez y grosería.»

Riba, como antiguo hombre de negocios, ha preferido que esta carta la leyera Julia. No habría podido soportar las sonrisitas de sus amigos en el momento de hablar de hombres de negocios. Se oye el crujido de un guijarro. Una rata gris y obesa, piensa Riba. Se oye también el grito lejano de una gaviota. El vendedor de bollos parece irse definitivamente. Riba espera a que acabe el trajín, y luego dando dos pasos al frente, más solemne que el gordo Mulligan al comienzo de
Ulysses
, lee su particular réquiem por la gran vieja puta de la literatura y recita «Dublinesca»:

Por callejuelas de estuco

donde la luz es de peltre

y en las tiendas la bruma obliga

a encender las luces sobre

rosarios y guías hípicas,

está pasando un funeral.

La carroza va delante,

pero detrás la acompaña

a pie una tropa de mujeres

con anchos sombreros floreados,

vestidos hasta los tobillos

y manguitos de carnero.

Hay un aire de amistad

como si rindieran honra

a una que era muy querida;

algunas se alzan las faldas

diestramente y dan saltitos

(dos palmas marcan el tiempo);

y también de gran tristeza.

Mientras siguen su camino

se oye una voz que canta

para Kitty, o Katy, como

si el nombre hubiese albergado

todo el amor, toda la belleza.

Minutos después del canto fúnebre por la honrada vieja puta de la literatura, antes de dejar Glasnevin, se quedan mirando en la última tapia del cementerio un letrero que prohíbe a los coches que van a salir de ahí que circulen a más de veinte por hora. Hay risas a propósito del letrero, tal vez risas que intentan desplazar ciertas tensiones acumuladas en los últimos minutos. La pareja de dublineses dialoga con el vendedor ambulante. Más allá, siguen sentados en su banco los dos vagabundos de aspecto cadavérico. Se oye el grito, a lo lejos, de una gaviota que parece imitar a un cuervo. ¿O es un cuervo?

«Alejarse de aquí», dice Javier muy tajante. Todo el mundo parece estar de acuerdo. Regresan a la canción de Milly Bloom, que ahora cantan todos con alegría, como si acabaran de liberarse de una gran pesadilla. Sí, basta ya de este sitio.

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