Dublinesca (34 page)

Read Dublinesca Online

Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

BOOK: Dublinesca
8.03Mb size Format: txt, pdf, ePub

Será una coincidencia o no, pero lo cierto es que, desde que ha dado a Malachy Moore por muerto, no percibe que siga estando ahí quien tanto le pareció que le acechaba, quien tanto le observaba con un interés maniaco, tal vez profesional. Nostalgia del genio. O del ausente. Nostalgia hasta del debutante. La verdad es que, como más o menos decía Henry Vaughan, todos se han ido. Todos se han borrado, y tal vez por mucho tiempo, quizá para siempre. Se acuerda de los jóvenes que se burlaban de Cavalcanti porque éste nunca había querido ir con ellos de juerga. «Te niegas a ser de nuestro grupo», le decían, «pero, cuando hayas averiguado que Dios no existe, ¿qué vas a hacer?»

Cae la lluvia, como buscando que toda la tierra quede por fin inundada, incluida esta casa al norte de Dublín, esta casa trágica con mecedora y ventanal y cuadro con escalera frente al mar de Irlanda, esta casa pensada para ir rumbo a lo peor y, si se me permite decirlo —perdón por la intromisión, pero es que necesito distanciarme algo y, además, si no lo digo reviento de risa—, tan completamente forrada de Beckett.

Qué hará ahora que ha averiguado que ni Dios ni el gran autor genial existen y que, además, ya nadie le mira y, encima, sólo hay miseria en su lacónico mundo beckettiano a ras de suelo. Mientras escucha la lluvia, vuelve a percibir y a confirmar que no sólo se ha ido desfondando algo en el cuarto, sino que alguien se ha ido ya literalmente. No queda ni la sombra, ni rastro del espectro de su autor, ni del principiante, ni de Dios, ni del duende de Nueva York, ni del genio que siempre buscó. Es sólo intuición, pero le parece evidente que, desde que se siente instalado en lo peor de lo peor, aún va rumbo a algo todavía más bajo. Ya nadie le acecha, nadie le observa, ya ni tan siquiera hay alguien agazapado o invisible tras el hondo aire azul interminable. Nadie anda ahí. Imagina que mete un reloj liso en el interior del bolsillo de su pantalón y que empieza a bajar los escalones de un remoto presbiterio. Pero pronto se pregunta por qué se estará esforzando en imaginar tanto si ya nadie, absolutamente nadie, le ve. Todos se han ido. Aun así, seguirá imaginando. Desolación, soledad, miseria a ras de suelo. Instalado en lo peor de lo peor, el mundo sólo parece ahora una ínfima boñiga de mierda en el espacio más podrido, menos puro, menos fragante. Nostalgia de las caras perfumadas, de las caras de manzana. Estando tan mal las cosas, tal vez lo mejor sería que Malachy Moore no hubiera muerto y siguiera siendo una presencia —una sombra si se quiere—, que al menos fuera en el fondo, aun siendo sólo sombra, una presencia con cierta voluntad animadora.

De Malachy Moore sabe que era andarín y que muchos le llamaban Godot. Que se le veía en Dublín por todas partes, por los lugares más insospechados. Que tenía aquella gran facultad de Drácula de convertirse en niebla. Y poco más sabe, pero no cree que sea tan difícil imaginarlo. Malachy Moore creció de manera irregular, especialmente por su estructura ósea. Todo el mundo quedaba impresionado de inmediato con sus ojos. Aunque era corto de vista, sus ojos eran agudos y expresivos, y centelleaban con la profunda luz de la inteligencia detrás del cristal de las gafas redondas. Sus manos eran frías e inertes y nunca daba un buen apretón con ellas. Cuando recorría las calles, sus piernas parecían un rígido compás. Era un autor absolutamente genial, aunque no había escrito nunca nada. Era el autor que le habría gustado descubrir. Parecía más alto de lo que en realidad era. Y si uno lograba verlo de cerca —antes de que, siguiendo su más conocida costumbre, se perdiera en la niebla—, veía enseguida que no era una persona tan alta, aunque su estatura era superior a la media. La impresión de altura se debía a su delgada contextura, a su gabardina
mackintosh
tan abrochada y a sus pantalones tan angostos. Algo en su aspecto, con la contribución decisiva de la cabeza, recordaba a alguna alta águila —vigilante, inquieta— de los valles. Un pájaro de mucho cuidado.

Aunque aferrado a la mecedora, sigue captando la gradual y casi irresistible llamada del ordenador y al poco rato, sabiendo que el buscador de
google
a veces funciona como un perfecto fichero policial, acaba cediendo a la tentación y va a sentarse frente a la pantalla, cual perfecto
hikikomori
, tratando de indagar en la entrada correspondiente a Malachy Moore si allí conocen a Malachy Moore, el joven del
mackintosh
que vio en Glasnevin y que le hizo pensar que podía estar viendo a su autor.

Se adentra en la voz
Malachy Moore
, pero allí sólo encuentra datos sobre beisbolistas y futbolistas que responden a ese nombre y que no pueden ser nunca el genio de la gabardina que creyó ver hace unas semanas. Prueba a ver si en la sección de
imágenes
aparece casualmente la figura de alguien que recuerde a Beckett de joven, pero no halla nada de este estilo y sí en cambio una fotografía de tres señores, cuyo pie de foto ni siquiera tiene una mínima relación con alguien que se llame Malachy Moore: «
Sean McBride, Minister of External Affairs Irish Republic, Bernard Deeny and Malachy McGrady at the 1950 Aeridheacht

Por seguir haciendo algo antes de que le hagan efecto los dos somníferos que se acaba de tomar de golpe, indaga a continuación en la voz
Malachy
, sin el Moore, y allí encuentra información sobre un honrado varón irlandés, Saint Malachy, personaje del que desconoce todo, pero sobre el que tiene la impresión de haber oído hablar mil veces. Se concentra en este Saint Malachy o san Malaquías de Armagh o de Irlanda, que nació en Maelmhaedhoc O’Morgair en el año de 1094 y fue un arzobispo católico al que se le recuerda desde hace diez siglos por las dos profecías que supuestamente le fueron reveladas al término de una peregrinación a Roma.

Las profecías de san Malaquías le llevan hasta Benedictus, el misterioso Papa actual. Y, al buscar las últimas noticias en
google
sobre él, descubre que Benedictus alias Ratzinger es un Papa que pasa la mayor parte del tiempo en su habitación, leyendo y escribiendo y preparando una encíclica. Viaja mucho menos que su hiperactivo antecesor. Así como del apartamento de Juan Pablo II se decía que parecía una taberna polaca, porque había ahí siempre gente entrando y saliendo, del apartamento papal de Benedictus/Ratzinger se comenta que parece una cámara blindada y también que recuerda a la habitación en la que se encerró durante cuarenta años el poeta Hölderlin. ¿Por qué a esa habitación precisamente? Trata de averiguar, sin éxito, a quién se le ha podido ocurrir relacionar a Ratzinger con el sublime Hölderlin. Y termina por evocar la habitación de Hölderlin en Tubinga, ese cuarto que le prestó el carpintero Zimmer y en el que el poeta vivió cuarenta años. Piensa en
La invención de la soledad
, de Auster, donde se comenta que la locura de Hölderlin era fingida y que el poeta se retiró del mundo en respuesta a la ridícula actitud política que trastornó a Alemania después de la revolución francesa. Según esto, los textos del Hölderlin más enajenado habrían sido escritos en un código secreto y revolucionario y, además, con la alegría íntima de los confinados.

«Confinarse en una habitación no significa que uno se haya quedado ciego, y estar loco no es lo mismo que quedarse mudo. Lo más probable es que fuera aquella habitación la que devolvió a Hölderlin a la vida, la que le restituyó la vida que le quedaba», recuerda que escribió Paul Auster.

Piensa en cómo le vería alguien que pudiera observarle desde el exterior de la casa. Alguien como Malachy Moore, por ejemplo, que ya ha muerto. Nunca nadie pudo aportar pruebas de que los difuntos no puedan vernos. Gran descarga de un trueno. De nuevo, se siente despierto del todo. Una lástima, ahora que le estaba entrando ya un sueño reparador, un sueño que transcurría entero en la escalera de Hopper.

Sus bostezos, mezclados con el miedo, son un imaginario bólido lento que a veces toma, con repentina velocidad, curvas imaginativas. En una de ellas, al volante de ese bólido extraño, acaba de descubrir que su personalidad tiene puntos en común con la de Simón del Desierto, aquel estilita que se pasaba la vida encima de una columna en una película de Buñuel. Sólo que si Simón se mantuvo en penitencia de pie sobre una columna de ocho metros, él ha estado haciendo lo mismo a lo largo de los últimos tiempos, pero en su caso, con un toque más moderno: sentado ante un ordenador y teniendo la sensación de que cuanto más está frente a la pantalla, más la computadora, de una forma muy kafkiana, se va imprimiendo en su cuerpo.

Percibe de pronto —nadie se salva de los antojos del bólido— que un mutilado y un enano con sus cabras lo rodean. Se le aparece el diablo vestido de mujer y trata de tentarlo. De pronto, el femenino demonio, como en un calco de lo que ocurría en
Simón del desierto
, se lo lleva de viaje —más que raudo— a un cabaret de Nueva York, y él se siente feliz de haber llegado tan velozmente a esa ciudad y, además, de haberse liberado de golpe de la galaxia Gutenberg y de la galaxia digital, de las dos al mismo tiempo. Es como si se hubiera aproximado al mundo que está más allá de ellas y que no puede ser otro que el del cataclismo final. Después de todo, como decía John Cheever: «No estamos nunca en nuestra época, estamos siempre más allá.»

Se oye en el cabaret la voz de Frank Sinatra a mil revoluciones por minuto y una canción con una letra, según se mire, terrible.
The best is yet to come
. Lo mejor está por llegar.

—Anda, bebe —le dice la descarada mujer, que es mujer y diabla al mismo tiempo—. Y reconoce que te ha sentado bien el salto inglés.

Todo el cabaret tiene insomnio. Afuera, diluvia. Aunque Nueva York es lo más espectacular que ha visto en su vida, preferiría estar en Dublín. Nueva York es lo más parecido que hay a un día de fiesta y Dublín en cambio tiene algo de día laborable. Se acuerda de aquellos versos de Gil de Biedma que marcaron su juventud: «Pero después de todo, no sabemos / si las cosas no son mejor así, / escasas a propósito… Quizá, / quizá tienen razón los días laborables.»

—Anda, bebe. Es el fin del mundo.

Bailarines negros prueban danzas imposibles.

Es muy grande Nueva York, pero quizá sí, quizá sea verdad que tienen razón los días laborables. Y Dublín. Quizá tiene razón Dublín.

Ha admirado siempre a los escritores que cada día emprenden un viaje hacia lo desconocido y sin embargo están todo el tiempo sentados en un cuarto. Vuelve a pensar en las habitaciones para solitarios. En la del pensador Pascal, de entrada, quizá porque era la primera de las que citaba Auster en ese capítulo de
La invención de la soledad
en el que se ocupaba de las estancias, cuadradas, rectangulares o circulares, en las que se refugian algunos. Pascal fue el que ideó aquel pensamiento memorable que dice que todas las desgracias nos llegan porque somos incapaces de quedarnos quietos en un cuarto. Precisamente, lo que ayer le pasó en el McPherson es la viva prueba de esto, la clara demostración de que es mejor una mecedora que la intemperie y la lluvia.

Auster citaba otras muchas habitaciones. La de Amherst, por ejemplo, en la que Emily Dickinson escribió toda su obra. La de Arlés de Van Gogh. La isla desierta de Robinson Crusoe. Las habitaciones con luz natural de Vermeer…

En realidad donde Auster dijo Vermeer, por ejemplo, podría también perfectamente haber dicho Hammershøi, aquel pintor danés de los retratos obsesivos de estancias desiertas. O haber citado a Xavier de Maistre, aquel hombre que viajaba
alrededor de su cuarto
. O a Virginia Woolf, con su exigencia de una habitación propia. O a los
hikikomori
que en Japón se encierran en casa de sus padres durante periodos de tiempo muy prolongados. O a Murphy, el personaje que no se movía de la mecedora de su cuarto londinense... Los somníferos parecen haber vuelto a hacerle efecto y a adormilarle y ahora siente que se está metiendo en la piel de Malachy Moore cuando sabía deslizarse a través de la niebla y no tardaba en ver toda clase de cosas en la más profunda oscuridad… Pero ¿ha muerto realmente Malachy Moore? En
google
no saben nada. Es inútil buscar más en
google
… Quiere creer que todo ha sido una broma que le han gastado Verdier y Fournier, que le cogieron ayer cariño. Puede imaginar la escena. Verdier diciendo: «Vamos a contarle al rey del whisky que su Malachy Moore ha sido asesinado en la medianoche…» Imagina cosas así, hasta que finalmente se duerme. Sueña que en
google
no saben nada.

Nunca pensó que asistiría a otro funeral en el cementerio de Glasnevin, y menos aún tan pronto. Un monaguillo, llevando un cubo de latón con algo que nadie acierta a adivinar qué puede ser, está saliendo por una puerta. El sacerdote, con un blusón blanco, ha salido tras él arreglándose la estola con una mano y llevando en equilibrio con la otra un librito contra su panza de sapo. Se detienen los dos junto al ataúd de Malachy Moore.

Si me creía perseguido por un autor, piensa Riba, ahora es bien posible que lo tenga ahí a cuatro metros, en ese catafalco. Y poco después se pregunta si sería capaz de comentarle a alguien que está pensando algo así. ¿Lo tomarían por demente? Seguramente no serviría de nada explicar que no está loco y que lo único que sucede es que a veces intuye, registra más de la cuenta, capta realidades que nadie más detecta. Pero seguramente de nada serviría explicar todo esto, y menos aún decir que ha sido abandonado por su mujer y que, debido a esto, anda tan desquiciado. Es el penúltimo martes de julio y hace tan sólo unas horas que dejó de llover. Es extraño. Tantos días —y hasta meses— lloviendo tanto. Resulta ahora hasta rara esta desaparición de las nubes, este tiempo tan calmo.

Ayer, tal como se temía, Celia lo dejó. Fue inútil que estuviera ya despierto cuando ella despertó, porque no consiguió impedir que se marchara. Recurrió a todo y fue imposible detener su marcha.

—No puedes irte, Celia.

—No voy a quedarme.

—¿Adónde irás?

—Me espera mi gente.

—Lamento haber sido tan idiota. Y bueno, ¿quién es tu gente?

—Aún apestas a alcohol. Pero no es el único problema.

—¿Cuál es el problema?

—Que no me quieres.

—Sí te quiero, Celia.

—No. Me odias. No ves las cosas horribles que haces ni cómo me miras. Y ése tampoco es el único problema. Eres un borracho repugnante. Incapaz de moverte de la mecedora. Crees que vives en una pocilga. Dejas la ropa siempre tirada por ahí y tengo que recogértela. Todo sucio. Pero ¿quién te has pensado que soy?

Other books

Barefoot With a Bodyguard by Roxanne St. Claire
Last One Home by Debbie Macomber
The Truth About De Campo by Jennifer Hayward
Rapture by Phillip W. Simpson
Reclaiming Lily by Patti Lacy
Caveat Emptor by Ruth Downie
Rosebush by Michele Jaffe
Pearl of Great Price by Myra Johnson