—Otra ginebra —dijo Riba.
¿Era el último editor? Sería lo ideal, pero no. Todos los días veía en los periódicos las fotos de todos esos jóvenes nuevos editores independientes. Le parecían la gran mayoría seres insufribles y mal preparados. Nunca pensó que tendría sustitutos tan idiotas y le costó aceptarlo, un proceso largo y doloroso. Cuatro patanes habían soñado con sustituirle y finalmente lo habían logrado. Y él mismo había terminado por abrirles paso, les había ayudado a medrar al hablar bien de ellos. Le estaba bien empleado por haber sido tan bastardo, por haberse mostrado tan excesivamente elegante y generoso con los falsamente discretos nuevos leones de la edición.
Uno de esos nuevos editores, por ejemplo, se dedicaba a pregonar que vivimos en un periodo de transición hacia una nueva cultura y, queriendo medrar sin esfuerzo, reivindicaba a narradores de prosa en realidad obtusa, que habían encontrado una mina en el «lenguaje nuevo de la revolución digital», tan útil para encubrir su falta de imaginación y talento. Otro joven editor trataba de publicar autores extranjeros con el mismo gusto y estilo que el pobre Riba y en realidad sólo alcanzaba a imitar lo que éste ya había hecho con mucho mayor acierto. Otro quería copiar los ejemplos más vistosos del mundo de la edición española y soñaba con ser una estrella mediática y que sus autores fueran meros peones de su gloria. Y en cualquier caso ninguno de los tres parecía lo suficientemente astuto para aguantar los más de treinta años que él aguantó. Había oído que planeaban en septiembre hacerle un homenaje y que el revolucionario digital, el imitador y el aspirante a
superstar
se hallaban a la cabeza del mismo. Pero Riba sólo pensaba en huir de ellos, porque detrás de aquellos movimientos había intereses ocultos y muy poca admiración verdadera.
Se ventiló de golpe una segunda ginebra, a la que siguieron otras. Al poco rato, sentía que era Spider, o mejor dicho, una flecha en un sótano de telarañas con luz de color acero. Había tan poca gente en el local que era inútil volver a buscar entre la clientela al amigo catalán de Walter. Por otra parte, ninguno de los que estaban allí era sospechoso de haberle llamado al interfono. Y empezó a parecerle obvio que alguien había conseguido envolverle en un pequeño misterio, que quizá le fuera posible aclarar al día siguiente, o nunca. Era en todo caso inútil buscar la resolución del enigma entre las cuatro paredes de aquel local. Y había cometido un error grandísimo al salir de noche. Su mirada volvió a posarse en los dos hombres con gorras irlandesas que había visto al entrar y que estaban bastante cerca de él en la barra. Le pareció oírles hablar en francés y se acercó tímidamente a ellos. En aquellos momentos, uno de ellos decía:
—
Souvent, j’ai supposé que tout…
Se interrumpió al ver que Riba se acercaba y la frase iniciada quedó en el aire. ¿Suponía que todo qué? Aquella frase quedó convertida en otro misterio, seguramente también ya para siempre.
Cuando minutos después, Riba abordaba majestuosamente su quinta ginebra con agua, ya estaba más que inmerso en una gran charla con los dos franceses. Durante un rato habló de cócteles que había tomado en otros días en los bares de medio mundo y de piscinas color zafiro y de camareros de chaqueta blanca que distribuían ginebra fría en ciertos clubes de Key West. Hasta que en el espejo de la barra empezó a ver baterías multicolores de botellas de bebidas alcohólicas, como si estuviera en un tiovivo. Y de pronto, con el primer whisky —decidió de golpe abandonar la inercia de las ginebras—, hizo a los dos franceses una pregunta acerca de la decoración de las casas irlandesas y acabó provocando, sin saber muy bien cómo, la aparición fulminante de Samuel Beckett en la conversación.
—Conozco a alguien que tiene forrada de Beckett su casa —dijo Verdier.
—¿Forrada? —se extrañó Riba.
Aunque pidió que se le explicara aquello, no hubo modo de que Verdier quisiera hacerlo.
Poco después del tercer whisky, Riba interrumpió algo nervioso a Verdier, justo cuando éste se hallaba en el momento más álgido de sus pronósticos para las carreras del sábado. Verdier se quedó con la cara traspuesta, como si apenas acertara a comprender por qué le habían interrumpido de aquel modo. Aprovechando el desconcierto, Riba preguntó, y parecía que lo preguntara al barrio entero, si habían visto alguna vez por Dublín a un tipo que se parecía mucho al escritor Beckett cuando era joven.
Fue entonces cuando Verdier y Fournier, casi al unísono, le dijeron que conocían a alguien de ese estilo. En Dublín era relativamente famoso ese doble de Beckett, dijo Fournier. Y la conversación entró en una fase muy animada y, en un momento de la misma, Verdier hasta tuvo un bello recuerdo para Forty Foot, un lugar beckettiano que se encuentra en Sandycove, justo enfrente de la Torre Martello y que de hecho aparece en
Ulysses
. Es el paraje con escaleras esculpidas sobre las escolleras desde el que los dublineses, desde tiempo inmemorial, disfrutan zambulléndose en todas las épocas del año. Ahí fue donde el padre de Beckett enseñó a sus hijos, Sam y Frank, a nadar. Antes de que hubieran aprendido, el padre los arrojó al agua con masculina crueldad, y ambos se mantuvieron a flote y se aficionaron férreamente a la natación. De hecho, cuando regresaba a Irlanda, Becket siempre iba a Forty Foot, aunque adonde con más frecuencia iba a nadar, su lugar favorito entre todos los lugares de la tierra natal, era a un maravilloso brazo de mar que hay bajo la colina de Howth.
—Un lugar verdaderamente beckettiano. Ventoso, radical, drástico, desértico —dijo Verdier.
—Meta de gaviotas y de rudos marineros, un escenario de fin del mundo —añadió Fournier.
Cuando más animados estaban, entró Celia como un vendaval en el pub, gritándole a Riba con una rabia escandalosa y que parecía infinita. Durante un rato, Celia pareció un pozo inacabable de insultos y lamentos.
—Es el final —dijo cuando logró calmarse un poco—, has cometido el error de tu vida. El error, imbécil.
Mientras Verdier y Fournier se retiraban instintivamente hacia la parte del pub más apartada de la barra. Riba descubrió de pronto que de nuevo le era posible vivir con intensidad un momento en el centro del mundo: un momento que, a pesar de haber sido ya previsto en el sueño premonitorio, le llegaba ahora con la misma fuerza volcánica y energía que él había ya conocido en ese sueño, en esa visión apocalíptica que en su momento había funcionado a modo de advertencia de que un día en Dublín podía encontrarse en el horizonte a una felicidad extraña.
No es que fuera aquel precisamente el escenario ideal, con Celia que no paraba de gritar y con el bochorno que llevaba en sí misma la situación. Pero se intuía, dejándose guiar por las pautas del sueño que dos años antes había tenido en el hospital, que Celia no tardaría en volverse más cariñosa. Y lo que se intuía acabó llegando. Cuando se cansó de gritar, le abrazó. Y pasaron a vivir un momento en el centro del mundo. No en vano aquel abrazo conmovido estaba ya en la premonición del sueño dublinés. Se abrazaron tanto que, al salir del pub, se tambalearon y perdieron el equilibrio y, tal como anunciaba el sueño, cayeron al suelo, donde siguieron abrazados, como si compusieran un solo cuerpo. Fue un abrazo en el centro del mundo. Un abrazo horrible, pero también impresionante, emotivo, serio, triste y ridículo. Fue un abrazo esencial y como salido —nunca mejor dicho— de un sueño. Quedaron luego los dos sentados en la acera sur de aquella calle de la zona norte de Dublín. Lágrimas de situación desconsolada.
—Dios, ¿por qué has vuelto a beber? —dijo Celia.
Momento raro, como si hubiera un signo oculto y portador de algún mensaje detrás de aquel patético llanto de los dos y del hecho sorprendente de que la pregunta de Celia fuera tan idéntica a la del sueño.
Después, con una reacción en parte lógica, se quedó esperando a que Celia siguiera comportándose con la máxima fidelidad a la escena del sueño premonitorio y dijera:
—Mañana podríamos ir a Cork.
Pero eso Celia no llegó a decirlo. En contrapartida, la palabra Cork, la gran ausente, se paseó por la escena, como si estuviera completamente suspendida en el aire, como si estuviera flotando allí para poder reaparecer tal vez más adelante, en una situación aún más pavorosa. En forma de jarrón en su hogar de Barcelona, por ejemplo.
Le pareció a Riba en aquel momento comprender plenamente que la esencia más pura de aquel extraño sueño que había tenido en el hospital hacía dos años no era otra que la recuperación de la conciencia y la celebración de estar vivo.
Celia no dijo que al día siguiente podrían ir a Cork, pero no por eso dejó aquél de ser un momento extraño, único, un momento en el centro del mundo. Porque de pronto sintió que estaba ligado a su mujer más allá de todo, más allá de la vida y de la muerte. Y ese sentimiento fue tan serio en su verdad más profunda, fue tan intenso y tan íntimo, que sólo pudo relacionarlo con un posible segundo nacimiento.
Ella, no obstante, no participaba demasiado de todas estas sensaciones y sólo estaba indignada por la recaída alcohólica, tan funesta. Aun así, en la escena del abrazo mortal hubo también emoción por parte de Celia y se vio que también ella, aunque con mayores distancias que él, valoraba mucho la imprevista intensidad del momento único en el centro del mundo.
—Cuando los muertos lloran es señal de que empiezan a recuperarse y a recobrar la conciencia de estar vivos —dijo él.
—Cuando los muertos lloran es porque se han muerto de whisky —le respondió Celia, tal vez más realista.
Él tardó en reaccionar.
—Qué pena —dijo— que nos muramos y que nos hagamos viejos y que las cosas buenas se vayan alejando de nosotros tan deprisa.
—Que nos hagamos viejos y nos muramos —le corrigió ella.
Y así se fue apagando el hechizo del momento.
Pero el momento se había dado. Fue, de hecho, un instante en el centro del mundo. Mientras que en cambio no fue nada central el momento que siguió, aquel en el que ella le mandó una terrible mirada y las vidas de los dos volvieron a una situación vulgar. Ahora ella no le quitaba los ojos de encima, de nuevo con odio. Pero sobre todo con desprecio.
¿Y él qué hacía? ¿Sabía mirarla con desprecio a ella? ¿Sabía decirle que era una papanatas por haberse hecho budista? No, no sabía, ni se atrevía. Aún estaba bajo los efectos, los ecos de la gran emoción vivida. Oía el profundo rumor del mar de Irlanda y unas palabras que le decían que siempre sería mejor saberse despreciado por todos que estar en lo alto. Porque si uno se ha instalado en lo peor, en la cosa más baja y olvidada de la fortuna, siempre podrá tener aún esperanza y no vivirá con miedo. Ahora comprendía por qué había tenido que situarse a ras de suelo para lograr tener una cierta sensación de supervivencia. No importaba haber envejecido y haberse arruinado y estar en las últimas ya en todo, porque a fin de cuentas el drama le había servido para comprender por qué, dentro de la tan conocida nulidad del hombre en general y de la no menos famosa nulidad de su paso por este mundo, existen de todos modos unos cuantos momentos privilegiados que hay que saber capturar. Y aquél había sido uno de ellos. Lo había, además, ya vivido en un sueño de emoción casi inigualable, hacía dos años en un hospital. Aquél era uno de esos instantes preciosos por los que había seguramente luchado, sin saberlo, en los últimos meses.
Abrazado a Celia y muy a pesar de su incómoda situación en el suelo, se dedicó, desde allí mismo y por unos instantes, a imaginar que, al igual que otras veces, erraba solitario por las calles del mundo y se encontraba de pronto en la punta de un muelle barrido por la tempestad, y allí todo recuperaba su lugar: años de dudas, de búsquedas, de preguntas, de fracasos, cobraban de pronto sentido y la visión de lo que era mejor para él se le imponía como una gran evidencia; estaba claro que no tenía que hacer nada, salvo regresar a su mecedora, e iniciar allí una discreta existencia, rumbo a lo peor.
«El cambio que nos destroza —recordó allí mismo que decía Edgar, el hijo del conde de Gloucester en
Rey Lear
— nos llega siempre cuando estamos instalados en lo mejor. Lo peor, en cambio, nos devuelve a la risa. Bienvenido, pues, aire insustancial que ahora abrazo. El miserable a quien has lanzado con tu soplo rumbo a lo peor, no debe nada a tus soplos.»
Ya está instalado en lo peor, pero algo no marcha, porque lo peor no le ha devuelto a la risa. Ha pagado un alto precio por la noche epifánica en el último muelle y sin embargo nada es como esperaba. Porque, sin darse cuenta, ha ido a instalarse en lo peor de lo peor, un estrato inferior al previsto. Y la resaca no cede. Y el pequeño cuadro de Hopper no cambia de aspecto ni a tiros.
Con horror está empezando a ver las primeras consecuencias de haberse instalado en el error. Para empezar, está percibiendo con claridad que tanto Dios como el genio que siempre buscó han muerto. Dicho de otro modo, sin haber dado su consentimiento, se ve a sí mismo ahora instalado en una pocilga deplorable dentro de un mundo repugnante.
Todos se han ido, que decía Henry Vaughan. «Todos se han ido al reino de la luz» es lo que en realidad puede leerse en el primer verso de ese poema inglés del
XVII
. Pero desde la pocilga en la que se hace fuerte ahora, rumbo a lo peor, no es precisamente visible ese reino iluminado. Y éste es sin duda uno de los grandes inconvenientes del cuchitril en el que ha terminado por convertirse el apartamento. De modo que el verso de Henry Vaughan se queda en un rancio y miserable «Todos se han ido». Y punto.
Le vuelve la nostalgia del genio perdido o nunca encontrado. Hubo una época en la que, mientras se dedicaba a buscarlo, daba por sentado que un signo evidente de la presencia de ese genio en un escrito, o en una acción escrita en la vida, sería la capacidad de éste de elegir temas muy lejanos a sus propias circunstancias. Hasta no hace mucho, él siempre confió en la presencia de un genio que estaría ocupándose de su vida cotidiana de editor retirado, una vida que precisamente se encontraría muy alejada del mundo de ese principiante. Hasta no hace nada, tenía la impresión de que era esencial para que una novela tuviera genio que, a lo largo de ella, un espíritu superior, más intuitivo y más íntimamente consciente que los mismos personajes de lo que estaba sucediendo, estuviera colocando el conjunto de la historia bajo la mirada de unos futuros lectores, sin participar él mismo en las pasiones, y movido sólo por esa placentera excitación que resulta del enérgico favor de su propio espíritu en el acto de exponer lo que con tanta atención ha ido contemplando.