Dublineses (10 page)

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Authors: James Joyce

Tags: #Relato

BOOK: Dublineses
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—Ahí tienes, no lo despiertes.

Sobre la mesa había una lamparita con una pantalla de porcelana blanca y la luz daba sobre una fotografía enmarcada en cuerno corrugado. Era una foto de Annie. Chico Chandler la miró, deteniéndose en los delgados labios apretados. Llevaba la blusa de verano azul pálido que le trajo de regalo un sábado. Le había costado diez chelines con once; ¡pero qué agonía de nervios le costó! Cómo sufrió ese día esperando a que se vaciara la tienda, de pie frente al mostrador tratando de aparecer calmado mientras la vendedora apilaba las blusas frente a él, pagando en la caja y olvidándose de coger el penique de vuelto, mandado a buscar por la cajera, y, finalmente, tratando de ocultar su rubor cuando salía de la tienda examinando el paquete para ver si estaba bien atado. Cuando le trajo la blusa a Annie lo besó y le dijo que era muy bonita y a la moda; pero cuando él le dijo el precio, tiró la blusa sobre la mesa y dijo que era un atraco cobrar diez chelines con diez por eso. Al principio quería devolverla, pero cuando se la probó quedó encantada, sobre todo con el corte de las mangas y le dio otro beso y le dijo que era muy bueno al acordarse de ella.

¡Hum!…

Miró en frío los ojos de la foto y en frío ellos le devolvieron la mirada. Cierto que eran lindos y la cara misma era bonita. Pero había algo mezquino en ella. ¿Por qué eran tan de señorona inconsciente? La compostura de aquellos ojos lo irritaba. Lo repelían y lo desafiaban: no había pasión en ellos, ningún arrebato. Pensó en lo que dijo Gallaher de las judías ricas. Esos ojos negros y orientales, pensó, tan llenos de pasión, de anhelos voluptuosos… ¿Por qué se había casado con esos ojos de la fotografía?

Se sorprendió haciéndose la pregunta y miró, nervioso, alrededor del cuarto. Encontró algo mezquino en el lindo mobiliario que comprara a plazos. Annie fue quien lo escogió y a ella se parecían los muebles. Las piezas eran tan pretenciosas y lindas como ella. Se le despertó un sordo resentimiento contra su vida. ¿Podría escapar de la casita? ¿Era demasiado tarde para vivir una vida aventurera como Gallaher? ¿Podría irse a Londres? Había que pagar los muebles, todavía. Si sólo pudiera escribir un libro y publicarlo, tal vez eso le abriría camino.

Un volumen de los poemas de Byron descansaba en la mesa. Lo abrió cauteloso con la mano izquierda para no despertar al niño y empezó a leer los primeros poemas del libro.

Quedo el viento y queda la pena vespertina,

ni el más leve céfiro ronda la enramada,

Cuando vuelvo a ver la tumba de mi Margarita

y esparzo las flores sobre la tierra amada.

Hizo una pausa. Sintió el ritmo de los versos rondar por el cuarto. ¡Cuánta melancolía! ¿Podría él también escribir versos así, expresar la melancolía de su alma en un poema? Había tantas cosas que quería describir; la sensación de hace unas horas en el puente de Grattan, por ejemplo. Si pudiera volver a aquel estado de ánimo…

El niño se despertó y empezó a gritar. Dejó la página para tratar de callarlo: pero no se callaba. Empezó a acunarlo en sus brazos, pero sus aullidos se hicieron más penetrantes. Lo meció más rápido mientras sus ojos trataban de leer la segunda estrofa:

En esta estrecha celda reposa la arcilla,

su arcilla que una vez…

Era inútil. No podía leer. No podía hacer nada. El grito del niño le perforaba los tímpanos. ¡Era inútil, inútil! Estaba condenado a cadena perpetua. Sus brazos temblaron de rabia y de pronto, inclinándose sobre la cara del niño, le gritó:

—¡Basta!

El niño se calló por un instante, tuvo un espasmo de miedo y volvió a gritar. Se levantó de su silla de un salto y dio vueltas presurosas por el cuarto cargando al niño en brazos. Sollozaba lastimoso, desmoreciéndose por cuatro o cinco segundos y luego reventando de nuevo. Las delgadas paredes del cuarto hacían eco al ruido. Trató de calmarlo, pero sollozaba con mayores convulsiones. Miró a la cara contraída y temblorosa del niño y empezó a alarmarse. Contó hasta siete hipidos sin parar y se llevó el niño al pecho, asustado. ¡Si se muriera!…

La puerta se abrió de un golpe y una mujer joven entró corriendo, jadeante.

—¿Qué pasó? ¿Qué pasó? —exclamó.

El niño, oyendo la voz de su madre, estalló en paroxismos de llanto.

—No es nada, Annie… nada… Se puso a llorar.

Tiró ella los paquetes al piso y le arrancó el niño.

—¿Qué le has hecho? —le gritó, echando chispas.

Chico Chandler sostuvo su mirada por un momento y el corazón se le encogió al ver odio en sus ojos. Comenzó a tartamudear.

Sin prestarle atención, ella comenzó a caminar por el cuarto, apretando el niño en sus brazos y murmurando:

—¡Mi hombrecito! ¡Mi muchachito! ¿Te asustaron, amor?… ¡Vaya, vaya, amor! ¡Vaya!… ¡Cosita! ¡Corderito divino de mamá!… ¡Vaya, vaya!

Chico Chandler sintió que sus mejillas se ruborizaban de vergüenza y se apartó de la luz. Oyó cómo los paroxismos del niño menguaban más y más; y lágrimas de culpa le vinieron a los ojos.

Duplicados

El timbre sonó rabioso y, cuando Miss Parker se acercó al tubo, una voz con un penetrante acento de Irlanda del Norte gritó furiosa:

—¡A Farrington que venga acá!

Miss Parker regresó a su máquina, diciéndole a un hombre que escribía en un escritorio:

—Mr. Alleyne, que suba a verlo.

El hombre musitó un «¡Maldita sea!» y echó atrás su silla para levantarse. Cuando lo hizo se vio que era alto y fornido. Tenía una cara colgante, de color vino tinto, con cejas y bigotes rubios: sus ojos, ligeramente botados, tenían los blancos sucios. Levantó la tapa del mostrador y, pasando por entre los clientes, salió de la oficina con paso pesado.

Subió lerdo las escaleras hasta el segundo piso, donde había una puerta con un letrero que decía «Mr. Alleyne». Aquí se detuvo, bufando de hastío, rabioso, y tocó. Una voz chilló:

—¡Pase!

El hombre entró en la oficina de Mr. Alleyne. Simultáneamente, Mr. Alleyne, un hombrecito que usaba gafas de aro de oro sobre una cara raída, levantó su cara sobre una pila de documentos. La cara era tan rosada y lampiña que parecía un gran huevo puesto sobre los papeles. Mr. Alleyne no perdió un momento:

—¿Farrington? ¿Qué significa esto? ¿Por qué tengo que quejarme de usted siempre? ¿Puedo preguntarle por qué no ha hecho usted copia del contrato entre Bodley y Kirwan? Le dije bien claro que tenía que estar listo para las cuatro.

—Pero Mr. Shelly, señor, dijo, dijo…

—«Mr. Shelly, señor, dijo…» Haga el favor de prestar atención a lo que digo yo y no a lo que «Mr. Shelly, señor, dice». Siempre tiene usted una excusa para sacarle el cuerpo al trabajo. Déjeme decirle que si el contrato no está listo esta tarde voy a poner el asunto en manos de Mr. Crosbie… ¿Me oye usted?

—Sí, señor.

—¿Me oye usted ahora?… ¡Ah, otro asuntico! Más valía que me dirigiera a la pared y no a usted. Entienda de una vez por todas que usted tiene media hora para almorzar y no hora y media. Me gustaría saber cuántos platos pide usted… ¿Me está atendiendo?

—Sí, señor.

Mr. Alleyne hundió su cabeza de nuevo en la pila de papeles. El hombre miró fijo al pulido cráneo que dirigía los negocios de Crosbie & Alleyne, calibrando su fragilidad. Un espasmo de rabia apretó su garganta por unos segundos y después pasó, dejándole una aguda sensación de sed. El hombre reconoció aquella sensación y consideró que debía coger una buena esa noche. Había pasado la mitad del mes y, si terminaba esas copias a tiempo, quizá Mr. Alleyne le daría un vale para el cajero. Se quedó mirando fijo a la cabeza sobre la pila de papeles. De pronto, Mr. Alleyne comenzó a revolver entre los papeles buscando algo. Luego, como si no hubiera estado consciente de la presencia de aquel hombre hasta entonces, disparó su cabeza hacia arriba otra vez y dijo:

—¿Qué, se va a quedar parado ahí el día entero? ¡Palabra, Farrington, que toma usted las cosas con calma!

—Estaba esperando a ver si…

—Muy bien, no tiene usted que esperar a ver si. ¡Baje a hacer su trabajo!

El hombre caminó pesadamente hacia la puerta y, al salir de la pieza, oyó cómo Mr. Alleyne le gritaba que si el contrato no estaba copiado antes de la noche Mr. Crosbie tomaría el asunto entre manos.

Regresó a su buró en la oficina de los bajos y contó las hojas que le faltaban por copiar. Cogió la pluma y la hundió en la tinta, pero siguió mirando estúpidamente las últimas palabras que había escrito: «En ningún caso deberá el susodicho Bernard Bodley buscar…» Caía el crepúsculo: en unos minutos encenderían el gas y entonces sí podría escribir bien. Sintió que debía saciar la sed de su garganta. Se levantó del escritorio y, levantando la tapa del mostrador como la vez anterior, salió de la oficina. Al salir, el oficinista jefe lo miró, interrogativo.

—Está bien, Mr. Shelly —dijo el hombre, señalando con un dedo para indicar el objetivo de su salida.

El oficinista jefe miró a la sombrerera y viéndola completa no hizo ningún comentario. Tan pronto como estuvo en el rellano el hombre sacó una gorra de pastor del bolsillo, se la puso y bajó corriendo las desvencijadas escaleras. De la puerta de la calle caminó furtivo por el interior del pasadizo hasta la esquina y de golpe se escurrió en un portal. Estaba ahora en el oscuro y cómodo establecimiento de O'Neill y, llenando el ventanillo que daba al bar con su cara congestionada, del color del vino tinto o de la carne magra, llamó:

—Atiende, Pat, y sé bueno: sírvenos un buen t.c.

El dependiente le trajo un vaso de cerveza negra. Se lo bebió de un trago y pidió una semilla de carvi. Puso su penique sobre el mostrador y, dejando que el dependiente lo buscara a tientas en la oscuridad, dejó el establecimiento tan furtivo como entró.

La oscuridad, acompañada de una niebla espesa, invadía el crepúsculo de febrero y las lámparas de Eustace Street ya estaban encendidas. El hombre se pegó a los edificios hasta que llegó a la puerta de la oficina y se preguntó si acabaría las copias a tiempo. En la escalera un pegajoso perfume dio la bienvenida a su nariz: evidentemente Miss Delacour había venido mientras él estaba en O'Neill's. Arrebujó la gorra en un bolsillo y volvió a entrar en la oficina con aire abstraído.

—Mr. Alleyne estaba preguntando por usted —dijo el oficinista jefe con severidad—. ¿Dónde estaba metido?

El hombre miró de reojo a dos clientes de pie ante el mostrador para indicar que su presencia le impedía responder. Como los dos clientes eran hombres el oficinista jefe se permitió una carcajada.

—Yo conozco el juego —le dijo—. Cinco veces al día es un poco demasiado… Bueno, más vale que se agilice y le saque una copia a la correspondencia del caso Delacour para Mr. Alleyne.

La forma en que le hablaron en presencia del público, la carrera escalera arriba y la cerveza que había tomado con tanto apuro habían confundido al hombre y al sentarse en su escritorio para hacer do requerido se dio cuenta de lo inútil que era la tarea de terminar de copiar el contrato antes de las cinco y media. La noche, oscura y húmeda, ya estaba aquí y él deseaba pasarla en dos bares, bebiendo con sus amigos, entre el fulgor del gas y tintineo de vasos. Sacó la correspondencia de Delacour y salió de la oficina. Esperaba que Mr. Alleyne no se diera cuenta de que faltaban dos cartas.

El camino hasta el despacho de Mr. Alleyne estaba colmado de aquel perfume penetrante y húmedo. Miss Delacour era una mujer de mediana edad con aspecto de judía. Venía a menudo a la oficina y se quedaba mucho rato cada vez que venía. Estaba sentada ahora junto al escritorio en su aire embalsamado, alisando con la mano el mango de su sombrilla y asintiendo con la enorme pluma negra de su sombrero. Mr. Alleyne había girado la silla para darle el frente, el pie derecho montado sobre la rodilla izquierda. El hombre dejó la correspondencia sobre el escritorio, inclinándose respetuosamente, pero ni Mr. Alleyne ni Miss Delacour prestaron atención a su saludo. Mr. Alleyne golpeó la correspondencia con un dedo y luego lo sacudió hacia él diciendo: «Está bien: puede usted marcharse».

El hombre regresó a la oficina de abajo y de nuevo se sentó en su escritorio. Miró, resuelto, a la frase incompleta: «En ningún caso deberá el susodicho Bernard Bodley buscar…» y pensó que era extraño que las tres últimas palabras empezaran con la misma letra. El oficinista jefe comenzó a apurar a Miss Parker, diciéndole que nunca tendría las cartas mecanografiadas a tiempo para el correo. El hombre atendió al taclequeteo de la máquina por unos minutos y luego se puso a trabajar para acabar la copia. Pero no tenía clara la cabeza y su imaginación se extravió en el resplandor y el bullicio del pub. Era una noche para ponche caliente. Siguió duchando con su copia, pero cuando dieron las cinco en el reloj todavía de quedaban catorce páginas por hacer. ¡Maldición! No acabaría a tiempo. Necesitaba blasfemar en voz alta, descargar el puño con violencia en alguna parte. Estaba tan furioso que escribió «Bernard Bernard» en vez de «Bernard Bodley» y tuvo que empezar una página limpia de nuevo.

Se sentía con fuerza suficiente para demoler la oficina él solo. El cuerpo le pedía hacer algo, salir a regodearse en la violencia. Las indignidades de la vida lo enfurecían… ¿Le pediría al cajero un adelanto a título personal? No, el cajero no serviría de nada, mierda: no le daría el adelanto… Sabía dónde encontrar a los amigos: Leonard y O'Halloran y Chisme Flynn. El barómetro de su naturaleza emotiva indicaba altas presiones violentas.

Estaba tan abstraído que tuvieron que llamarlo dos veces antes de responder. Mr. Alleyne y Miss Delacour estaban delante del mostrador y todos los empleados se habían vuelto, a la expectativa. El hombre se levantó de su escritorio. Mr. Alleyne comenzó a insultarlo, diciendo que faltaban dos cartas. El hombre respondió que no sabía nada de ellas, que él había hecho una copia fidedigna. Siguieron los insultos: tan agrios y violentos que el hombre apenas podía contener su puño para que no cayera sobre la cabeza del pigmeo que tenía delante.

—No sé nada de esas otras dos cartas —dijo, estúpidamente.

-«No-sé-nada». Claro que no sabe usted nada —dijo Mr. Alleyne—. Dígame —añadió, buscando con la vista la aprobación de la señora que tenía al lado—, ¿me toma usted por idiota o qué? ¿Cree usted que yo soy un completo idiota?

Los ojos del hombre iban de la cara de la mujer a la cabecita de huevo y viceversa; y, casi antes de que se diera cuenta de ello, su lengua tuvo un momento feliz:

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