Dublineses (9 page)

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Authors: James Joyce

Tags: #Relato

BOOK: Dublineses
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Persiguió sus sueños con tal ardor que pasó la calle de largo y tuvo que regresar. Antes de llegar a Corless's su agitación anterior empezó a apoderarse de él y se detuvo en la puerta, indeciso. Finalmente, abrió la puerta y entró.

La luz y el ruido del bar lo clavaron a la entrada por un momento. Miró a su alrededor, pero se le iba la vista confundido con tantos vasos de vino rojo y verde deslumbrándolo. El bar parecía estar lleno de gente y sintió que la gente lo observaba con curiosidad. Miró rápido a izquierda y derecha (frunciendo las cejas ligeramente para hacer ver que la gestión era seria), pero cuando se le aclaró la vista vio que nadie se había vuelto a mirarlo: y allí, por supuesto, estaba Ignatius Gallaher de espaldas al mostrador y con las piernas bien separadas.

—¡Hola, Tommy, héroe antiguo, por fin llegas! ¿Qué quieres? ¿Qué vas a tomar? Estoy bebiendo whisky: es mucho mejor que al otro lado del charco. ¿Soda? ¿Lithia? ¿Nada de agua mineral? Yo soy lo mismo. Le echa a perder el gusto… Vamos,
garçon
, sé bueno y tráenos dos líneas de whisky de malta… Bien, ¿y cómo te fue desde que te vi la última vez? ¡Dios mío, qué viejos nos estamos poniendo! ¿Notas que envejezco o qué? Canoso y casi calvo acá arriba, ¿no?

Ignatius Gallaher se quitó el sombrero y exhibió una cabeza casi pelada al rape. Tenía una cara pesada, pálida y bien afeitada. Sus ojos, que eran casi color azul pizarra, aliviaban su palidez enfermiza y brillaban aún por sobre el naranja vivo de su corbata. Entre estas dos facciones en lucha, sus labios se veían largos, sin color y sin forma. Inclinó la cabeza y se palpó con dos dedos compasivos el pelo ralo de su cocorotina. Chico Chandler negó con la cabeza. Ignatius Gallaher se volvió a poner el sombrero.

—El periodismo —dijo— acaba. Hay que andar rápido y sigiloso detrás de la noticia y eso si la encuentras: y luego que lo que escribes resulte novedoso. Al carajo con las pruebas y el cajista, digo yo, por unos días. Estoy más que encantado, te lo digo, de volver al terruño. Te hacen mucho bien las vacaciones. Me siento muchísimo mejor desde que desembarqué en este Dublín sucio y querido… Por fin te veo, Tommy. ¿Agua? Dime cuándo.

Chico Chandler dejó que le aguara bastante su whisky.

—No sabes lo que es bueno, mi viejo —dijo Ignatius Gallaher—. Apuro el mío puro.

—Bebo poco como regla —dijo Chico Chandler, modestamente—. Una media línea o cosa así cuando me topo con uno del grupo de antes: eso es todo.

—Ah, bueno —dijo Ignatius Gallaher, alegre—, a nuestra salud y por el tiempo viejo y las viejas amistades.

Chocaron los vasos y brindaron.

—Hoy me encontré con parte de la vieja pandilla —dijo Ignatius Gallaher—. Parece que O'Hara anda mal, ¿Qué es lo que le pasa?

—Nada —dijo Chico Chandler—. Se fue a pique.

—Pero Hogan está bien colocado, ¿no es cierto?

—Sí, está en la Comisión Agraria.

—Me lo encontré una noche en Londres y se le veía boyante… ¡Pobre O'Hara! La bebida, supongo.

—Entre otras cosas —dijo Chico Chandler, sucinto.

Ignatius Gallaher se rió.

—Tommy —le dijo—, veo que no has cambiado un ápice. Eres el mismo tipo serio que me metías un editorial el domingo por la mañana si me dolía la cabeza y tenía lengua de lija. Debías correr un poco de mundo. Tú no has ido de viaje a ninguna parte, ¿no?

—Estuve en la isla de Man —dijo Chico Chandler.

Ignatius Gallaher se rió.

—¡La isla de Man! —dijo—. Ve a Londres o a París. Mejor a París. Te hará mucho bien.

—¿Conoces tú París?

—¡Me parece que sí! La he recorrido un poco.

—¿Y es, realmente, tan bella como dicen? —preguntó Chico Chandler.

Tomó un sorbito de su trago mientras Ignatius Gallaher terminaba el suyo de un viaje.

—¿Bella? —dijo Ignatius Gallaher, haciendo una pausa para sopesar la palabra y paladear la bebida—. No es tan bella, si supieras. Claro que es bella… Pero es la vida de París lo que cuenta. Ah, no hay ciudad que sea como París, tan alegre, tan movida, tan excitante…

Chico Chandler terminó su whisky y, después de un poco de trabajo, consiguió llamar la atención de un camarero. Ordenó lo mismo otra vez.

—Estuve en el Molino Rojo —continuó Ignatius Gallaher cuando el camarero se llevó los vasos— y he estado en todos los cafés bohemios. ¡Son candela! Nada aconsejable para un puritano como tú, Tommy.

Chico Chandler no respondió hasta que el camarero regresó con los dos vasos: entonces chocó el vaso de su amigo levemente y reciprocó el brindis anterior. Empezaba a sentirse algo chasqueado. El tono de Gallaher y su manera de expresarse no le gustaban. Había algo vulgar en su amigo que no había notado antes. Pero tal vez fuera resultado de vivir en Londres en el ajetreo y la competencia periodística. El viejo encanto personal se sentía todavía por debajo de sus nuevos modales aparatosos. Y, después de todo, Gallaher había vivido y visto mundo. Chico Chandler miró a su amigo con envidia.

—Todo es alegría en París —dijo Ignatius Gallaher—. Los franceses creen que hay que gozar la vida. ¿No crees tú que tienen razón? Si quieres gozar la vida como es, debes ir a París. Y déjame decirte que los irlandeses les caemos de lo mejor a los franceses. Cuando se enteraban que era de Irlanda, muchacho, me querían comer.

Chico Chandler bebió cinco o seis sorbos de su vaso.

—Pero, dime —le dijo—, ¿es verdad que París es tan… inmoral como dicen?

Ignatius Gallaher hizo un gesto católico con la mano derecha.

—Todos los lugares son inmorales —dijo—. Claro que hay cosas escabrosas en París. Si te vas a uno de esos bailes de estudiantes, por ejemplo. Muy animados, si tú quieres, cuando las
cocottes
se sueltan la melena. Tú sabes lo que son, supongo.

—He oído hablar de ellas— dijo Chico Chandler.

Ignatius Gallaher bebió de su whisky y meneó la cabeza.

—Tú dirás lo que tú quieras, pero no hay mujer como la parisina. En cuanto a estilo, a soltura.

—Luego es una ciudad inmoral —dijo Chico Chandler, con insistencia tímida—. Quiero decir, comparada con Londres o con Dublín.

—¡Londres! —dijo Ignatius Gallaher—. Eso es media mitad de una cosa y tres cuartos de la otra. Pregúntale a Hogan, amigo mío, que le enseñé algo de Londres cuando estuvo allá. Ya te abrirá él los ojos… Tommy, viejo, que no es ponche, es whisky: de un solo viaje.

—De veras, no…

—Ah, vamos, que uno más no te va a matar. ¿Qué va a ser? ¿De lo mismo, supongo?

—Bueno… vaya…

—François, repite aquí… ¿Un puro, Tommy?

Ignatius Gallaher sacó su tabaquera. Los dos amigos encendieron sus cigarros y fumaron en silencio hasta que llegaron los tragos.

—Te voy a dar mi opinión —dijo Ignatius Gallaher, al salir después de un rato de entre las nubes de humo en que se refugiara—: el mundo es raro. ¡Hablar de inmoralidades! He oído de casos… pero, ¿qué digo? Conozco casos de… inmoralidad…

Ignatius Gallaher tiró pensativo de su cigarro y luego, con el calmado tono del historiador, procedió a dibujarle a su amigo el cuadro de la degeneración imperante en el extranjero. Pasó revista a los vicios de muchas capitales europeas y parecía inclinado a darle el premio a Berlín. No podía dar fe de muchas cosas (ya que se las contaron amigos), pero de otras sí tenía experiencia personal. No perdonó ni clases ni alcurnia. Reveló muchos secretos de las órdenes religiosas del continente y describió muchas de las prácticas que estaban de moda en la alta sociedad, terminando por contarle, con detalle, la historia de una duquesa inglesa, cuento que sabía que era verdad. Chico Chandler se quedó pasmado.

—Ah, bien —dijo Ignatius Gallaher—, aquí estamos en el viejo Dublín, donde nadie sabe nada de nada.

—¡Te debe parecer muy aburrido —dijo Chico Chandler—, después de todos esos lugares que conoces!

—Bueno, tú sabes —dijo Ignatius Gallaher—, es un alivio venir acá. Y, después de todo, es el terruño, como se dice, ¿no es así? No puedes evitar tenerle cariño. Es muy humano… Pero dime algo de ti. Hogan me dijo que habías… degustado las delicias del himeneo. Hace dos años, ¿no?

Chico Chandler se ruborizó y sonrió.

—Sí —le dijo—. En mayo pasado hizo dos años.

—Confío en que no sea demasiado tarde para ofrecerte mis mejores deseos —dijo Ignatius Gallaher—. No sabía tu dirección o lo hubiera hecho entonces.

Extendió una mano, que Chico Chandler estrechó.

—Bueno, Tommy —le dijo—, te deseo, a ti y a los tuyos, lo mejor en esta vida, viejito: quintales de quintos y que vivas hasta el día que te mate. Estos son los deseos de un viejo y sincero amigo, como tú sabes.

—Yo lo sé —dijo Chico Chandler.

—¿Alguna cría? —dijo Ignatius Gallaher. Chico Chandler se ruborizó otra vez.

—No tenemos más que una —dijo.

—¿Varón o hembra?

—Un varoncito.

Ignatius Gallaher le dio una sonora palmada a su amigo en la espalda.

—Bravo, Tommy —le dijo—. Nunca lo puse en duda.

Chico Chandler sonrió, miró confusamente a su vaso y se mordió el labio inferior con tres dientes de leche.

—Espero que pases una noche con nosotros —dijo—, antes de que te vayas. A mi esposa le encantaría conocerte. Podríamos hacer un poco de música y…

—Muchísimas gracias, mi viejo —dijo Ignatius Gallaher—. Lamento que no nos hayamos visto antes. Pero tengo que irme mañana por la noche.

—¿Tal vez esta noche…?

—Lo siento muchísimo, viejo. Tú ves, ando con otro tipo, bastante listo él, y ya convinimos en ir a echar una partida de cartas. Si no fuera por eso…

—Ah, en ese caso…

—Pero, ¿quién sabe? —dijo Ignatius Gallaher, considerado—. Tal vez el año que viene me dé un saltico, ahora que ya rompí el hielo. Vamos a posponer la ocasión.

—Muy bien —dijo Chico Chandler—, la próxima vez que vengas tenemos que pasar la noche juntos. ¿Convenido?

—Convenido, sí —dijo Ignatius Gallaher—. El año que viene si vengo,
parole d'honneur
.

—Y para dejar zanjado el asunto —dijo Chico Chandler—, vamos a tomar otra.

Ignatius Gallaher sacó un relojón de oro y lo miró.

—¿Va a ser ésa la última? —le dijo—. Porque, tú sabes, tengo una c.t.

—Oh, sí, por supuesto —dijo Chico Chandler.

—Entonces, muy bien —dijo Ignatius Gallaher—, vamos a echarnos otra como
deoc an doruis
, que quiere decir un buen whisky en el idioma vernáculo, me parece.

Chico Chandler pidió los tragos. El rubor que le subió a la cara hacía unos momentos, se le había instalado. Cualquier cosa lo hacía ruborizarse; y ahora se sentía caliente, excitado. Los tres vasitos se le habían ido a la cabeza y el puro fuerte de Gallaher le confundió las ideas, ya que era delicado y abstemio. La excitación de ver a Gallaher después de ocho años, de verse con Gallaher en Corless's, rodeados por esa iluminación y ese ruido, de escuchar los cuentos de Gallaher y de compartir por un momento su vida itinerante y exitosa, alteró el equilibrio de su naturaleza sensible. Sintió en lo vivo el contraste entre su vida y la de su amigo, y le pareció injusto. Gallaher estaba por debajo suyo en cuanto a cuna y cultura. Sabía que podía hacer cualquier cosa mejor que lo hacía o lo haría nunca su amigo, algo superior al mero periodismo pedestre, con tal de que le dieran una oportunidad. ¿Qué se interponía en su camino? ¡Su maldita timidez! Quería reivindicarse de alguna forma, hacer valer su virilidad. Podía ver lo que había detrás de la negativa de Gallaher a aceptar su invitación. Gallaher le estaba perdonando la vida con su camaradería, como se la estaba perdonando a Irlanda con su visita.

El camarero les trajo la bebida. Chico Chandler empujó un vaso hacia su amigo y tomó el otro, decidido.

—¿Quién sabe? —dijo al levantar el vaso—. Tal vez cuando vengas el año que viene tenga yo el placer de desear una larga vida feliz al señor y a la señora Gallaher.

Ignatius Gallaher, a punto de beber su trago, le hizo un guiño expresivo por encima del vaso. Cuando bebió, chasqueó sus labios rotundamente, dejó el vaso y dijo:

—Nada que temer por ese lado, muchacho. Voy a correr mundo y a vivir la vida un poco antes de meter la cabeza en el saco…, si es que lo hago.

—Lo harás un día —dijo Chico Chandler con calma.

Ignatius Gallaher enfocó su corbata anaranjada y sus ojos azul pizarra sobre su amigo.

—¿Tú crees? —le dijo.

—Meterás la cabeza en el saco —repitió Chico Chandler, empecinado—, como todo el mundo, si es que encuentras mujer.

Había marcado el tono un poco y se dio cuenta de que acababa de traicionarse; pero, aunque el color le subió a la cara, no desvió los ojos de la insistente mirada de su amigo. Ignatius Gallaher lo observó por un momento y luego dijo:

—Si ocurre alguna vez puedes apostarte lo que no tienes a que no va a ser con claros de luna y miradas arrobadas. Pienso casarme por dinero. Tendrá que tener ella su buena cuenta en el banco o de eso nada.

Chico Chandler sacudió la cabeza.

—Pero, vamos, tú —dijo Ignatius Gallaher con vehemencia—, ¿quieres que te diga una cosa? No tengo más que decir que sí y mañana mismo puedo conseguir las dos cosas. ¿No me quieres creer? Pues lo sé de buena tinta. Hay cientos, ¿qué digo cientos?, miles de alemanas ricas y de judías podridas de dinero, que lo que más querrían… Espera un poco, mi amigo, y verás si no juego mis cartas como es debido. Cuando yo me propongo algo, lo consigo. Espera un poco.

Se echó el vaso a la boca, terminó el trago y se rió a carcajadas. Luego, miró meditativo al frente, y dijo, más calmado:

—Pero no tengo prisa. Pueden esperar ellas. No tengo ninguna gana de amarrarme a nadie, tú sabes.

Hizo como si tragara y puso mala cara.

—Al final sabe siempre a rancio, en mi opinión —dijo.

Chico Chandler estaba sentado en el cuarto del pasillo con un niño en brazos. Para ahorrar no tenían criados, pero la hermana menor de Annie, Mónica, venía una hora, más o menos, por la mañana y otra hora por la noche para ayudarlos. Pero hacía rato que Mónica se había ido. Eran las nueve menos cuarto. Chico Chandler regresó tarde para el té y, lo que es más, olvidó traerle a Annie el paquete de azúcar de Bewley's. Claro que ella se incomodó y le contestó mal. Dijo que podía pasarse sin el té, pero cuando llegó la hora del cierre de la tienda de la esquina, decidió ir ella misma por un cuarto de libra de té y dos libras de azúcar. Le puso el niño dormido en los brazos con pericia y le dijo:

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