Authors: Friedrich Nietzsche
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Descontado, pues, que soy un
décadent
, soy también su antítesis. Mi prueba de ello es, entre otras, que siempre he elegido instintivamente los remedios justos contra los estados malos; en cambio, el
décadent
en sí elige siempre los medios que lo perjudican. Como
summa summarum
[conjunto] yo estaba sano; como ángulo, como especialidad, yo era
décadent
. Aquella energía para aislarme y evadirme absolutamente de las condiciones habituales, el haberme forzado a mí mismo a no dejarme cuidar, servir, medicar. Esto revela la incondicional certeza instintiva sobre lo que yo necesitaba entonces ante todo. Me puse a mí mismo en mis manos, me sané yo a mí mismo: la condición de ello —cualquier fisiólogo lo concederá— es estar sano en el fondo. Un ser típicamente enfermizo no puede sanar, aun menos sanarse él a sí mismo; para un ser típicamente sano, en cambio, el estar enfermo puede constituir incluso un enérgico estimulante para vivir, para más-vivir. Así es como de hecho se me presenta ahora aquel largo período de enfermedad: por así decirlo, descubrí de nuevo la vida, y a mí mismo incluido, saboreé todas las cosas buenas e incluso las cosas pequeñas como no es fácil que otros puedan saborearlas; convertí mi voluntad de salud, de vida, en mi filosofía. Pues préstese atención a esto: los años de mi vitalidad más baja fueron los años en que dejé de ser pesimista: el instinto de autorrestablecimiento me prohibió una filosofía de la pobreza y del desaliento. ¿Y en qué se reconoce en el fondo la buena constitución? En que un hombre bien constituido hace bien a nuestros sentidos, en que está tallado de una madera que es, a la vez, dura, suave y olorosa. A él le gusta sólo lo que le resulta saludable; su agrado, su placer, cesan cuando se ha rebasado la medida de lo saludable. Adivina remedios curativos contra los daños, saca ventaja de sus contrariedades; lo que no lo mata lo hace más fuerte. Instintivamente forma su síntesis con todo lo que ve, oye, vive: es un principio de selección, deja caer al suelo muchas cosas. Se encuentra siempre en su compañía, se relacione con libros, con hombres o con paisajes, él honra al elegir, al admitir, al confiar. Reacciona con lentitud a toda especie de estímulos, con aquella lentitud que una larga cautela y un orgullo querido le han inculcado, examina el estímulo que se acerca, está lejos de salir a su encuentro. No cree ni en la «desgracia» ni en la «culpa», liquida los asuntos pendientes consigo mismo, con los demás, sabe olvidar, es bastante fuerte para que todo tenga que ocurrir de la mejor manera para él. Y bien, yo soy todo lo contrario de un
décadent
, pues acabo de describirme.
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Considero un gran privilegio el haber tenido el padre que tuve: los campesinos a quienes él predicaba —pues los últimos años fue predicador, tras haber vivido algunos años en la corte de Altenburgo— decían que un ángel habría de tener sin duda un aspecto similar. Y con esto toco el problema de la raza. Yo soy un aristócrata polaco
pur sang
[pura sangre], al que ni una sola gota de sangre mala se le ha mezclado, y menos que ninguna, sangre alemana. Cuando busco la antítesis más profunda de mí mismo, la incalculable vulgaridad de los instintos, encuentro siempre a mi madre y a mi hermana. Creer que yo estoy emparentado con tal
canaille
[gentuza] sería una blasfemia contra mi divinidad. El trato que me dan mi madre y mi hermana, hasta este momento, me inspira un horror indecible: aquí trabaja una perfecta máquina infernal, que conoce con seguridad infalible el instante en que es posible herirme cruentamente, en mis instantes supremos, pues entonces falta toda fuerza para defenderse contra gusanos venenosos. La contigüidad fisiológica hace posible tal
disharmonia praestabilita
[desarmonía preestablecida] Confieso que la objeción más honda contra el «eterno retorno», que es mi pensamiento auténticamente abismal, son siempre mi madre y mi hermana. Mas también en cuanto polaco soy yo un atavismo inmenso. Siglos habría que retroceder para encontrar a esta raza, la más noble que ha existido en la tierra, con la misma pureza de instintos con que yo la represento. Frente a todo lo que hoy se llama
noblesse
[aristocracia] abrigo yo un soberano sentimiento de distinción; al joven
kaiser
alemán no le concedería yo el honor de ser mi cochero. Existe un solo caso en que yo reconozco a mi igual, lo confieso con profunda gratitud. La señora Cósima Wagner es, con mucho, la naturaleza más aristocrática; y, para no decir una palabra de menos, afirmo que Richard Wagner ha sido, con mucho, el hombre más afín a mí. Lo demás es silencio. Todos los conceptos dominantes acerca de grados de parentesco son un insuperable contrasentido fisiológico. El Papa hace negocio todavía hoy con ese contrasentido. Con quien menos se está emparentado es con los propios padres: estar emparentado con ellos constituiría el signo extremo de vulgaridad. Las naturalezas superiores tienen su origen en algo infinitamente anterior y para llegar a ellas ha sido necesario estar reuniendo, ahorrando, acumulando durante larguísimo tiempo. Los grandes individuos son los más antiguos: yo no lo entiendo, pero Julio César podría ser mi padre, o Alejandro, ese Dioniso de carne y hueso. En el instante en que escribo esto me trae el correo una cabeza de Dioniso.
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No he entendido jamás el arte de predisponer a los demás contra mí —también esto lo debo a mi incomparable padre— ni aun en los casos en que ello me parecía de gran valor. Ni siquiera yo he estado nunca predispuesto contra mí, aunque ello pueda parecer muy poco cristiano. Puede darse la vuelta a mi vida por un lado y por otro, en ella no se encontrarán, descontado aquel único caso, huellas de que alguien haya abrigado una voluntad malvada contra mí, pero sí, tal vez, demasiadas huellas de buena voluntad. Mis experiencias, incluso con personas con quienes todo el mundo tiene malas experiencias, hablan siempre sin excepción en favor de ellas; yo domestico a todos los osos, yo vuelvo educados incluso a los bufones. Durante los siete años en que yo enseñé griego en la clase superior del Pádagogium de Basilea no tuve ningún pretexto para imponer castigo alguno; los alumnos más holgazanes se volvían laboriosos conmigo. Siempre estoy a la altura del azar; para ser dueño de mí he de estar desprevenido. Sea cual sea el instrumento, y aunque esté tan desafinado como sólo el instrumento «hombre» puede llegar a estarlo, enfermo tendría yo que encontrarme para no conseguir arrancar de él algo digno de ser escuchado. Y cuántas veces he oído decir a los propios «instrumentos» que nunca antes se habían escuchado ellos así de ese modo. Quizás a quien más bellamente se lo oí decir fue a Heinrich von Stein, muerto imperdonablemente joven, quien en una ocasión, tras haber solicitado y obtenido cuidadosamente permiso, apareció por tres días en Sils-María declarando a todo el mundo que él no venía a causa de la Engadina. Esta excelente persona, que se había zambullido en la ciénaga de Wagner —¡y además también en la de Dühring!— con toda la impetuosa simpleza de un
Junker
[hidalgo] prusiano, quedó como transformado durante aquellos tres días por un vendaval de libertad, semejante a alguien que de repente es elevado hasta su altura y a quien le crecen alas. Yo no dejaba de decirle que esto se debía al buen aire de aquí arriba y que le pasaba a todo el mundo, pues no en vano se está a seis mil pies por encima de Bayreuth, pero no quería creérmelo. Si, a pesar de todo, se han cometido conmigo algunas infamias pequeñas y grandes, el motivo de cometerlas no fue «la voluntad» y mucho menos la voluntad malvada: tendría que quejarme más bien —acabo de insinuarlo— de la buena voluntad, la cual ha producido en mi vida trastornos nada pequeños. Mis experiencias me dan derecho a desconfiar en general de los llamados impulsos «desinteresados», de todo el «amor al prójimo», siempre dispuesto a dar consejos y a intervenir. Lo considero en sí como debilidad, como caso particular de la incapacidad para resistir a los estímulos, sólo entre los decadentes se califica de virtud a la compasión. A los compasivos yo les reprocho el que con facilidad pierden el pudor, el respeto, el sentimiento de delicadeza ante las distancias, el que la compasión apesta enseguida a plebe y se asemeja a los malos modales, hasta el punto de confundirse con ellos; el que, en ocasiones, manos compasivas pueden ejercer una influencia verdaderamente destructora en un gran destino, en un aislamiento entre heridas, en un privilegio a la culpa grave. Cuento entre las virtudes aristocráticas la superación de la compasión: con el título «La tentación de Zaratustra» he descrito poéticamente un caso en el cual un gran grito de socorro llega hasta él cuando la compasión, como un pecado último, quiere asaltarlo y hacerlo infiel a sí mismo. Permanecer aquí dueño de la situación, lograr aquí que la altura de la tarea propia permanezca limpia de los impulsos mucho más bajos y mucho más miopes que actúan en las llamadas acciones desinteresadas, ésta es la prueba, acaso la última prueba, que un Zaratustra tiene que rendir su auténtica demostración de fuerza.
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Todavía hay otro punto en el que, una vez más, yo soy meramente mi padre y, por así decirlo, su supervivencia tras una muerte demasiado prematura. Semejante a todo aquel que nunca ha vivido entre sus iguales y a quien el concepto de «ajuste de cuentas» le resulta tan inaccesible como, por ejemplo, el concepto de «igualdad de derechos» en los casos en que se comete conmigo una estupidez pequeña o muy grande yo me prohíbo toda contramedida, toda medida de protección; como es obvio, también toda defensa, toda «justificación» Mi forma de saldar cuentas consiste en enviar como respuesta a la tontería, lo más pronto posible, algo inteligente: acaso así sea posible repararla todavía. Dicho en imágenes: envío una caja de confites para desembarazarme de una historia agria. Basta con que a mí se me haga algo malo para que yo «ajuste cuentas», de eso estese seguro: pronto encuentro una ocasión para expresar mi gratitud al «malhechor» (a veces incluso por su infamia) o para pedirle algo, lo que puede resultar más cortés que el dar algo. Me parece asimismo que la palabra más grosera, la carta más grosera son mejores, son más educadas que el silencio. A quienes callan les faltan casi siempre finura y gentileza de corazón; callar es una objeción, tragarse las cosas produce necesariamente un mal carácter, estropea incluso el estómago. Todos los que se callan son dispépticos. Como se ve, yo no quisiera que se infravalorase la grosería, ella es con mucho la forma más humana de la contradicción y, en medio de la molicie moderna, una de nuestras primeras virtudes. Cuando se es lo bastante rico para permitírselo, constituye incluso una felicidad el no estar en lo justo. A un dios que bajase a la tierra no le sería lícito hacer otra cosa que injusticias, tomar sobre sí no la pena, sino la culpa, es lo que sería divino.
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El estar libre de resentimiento, el conocer con claridad el resentimiento ¡quién sabe hasta qué punto también en esto debo yo estar agradecido, en definitiva, a mi larga enfermedad! El problema no es precisamente sencillo: es necesario haberlo vivido desde la fuerza y desde la debilidad. Si algo hay que objetar en absoluto al estar enfermo, al estar débil, es que en ese estado se reblandece en el hombre el auténtico instinto de salud, es decir, el instinto de defensa y de ataque. No sabe uno desembarazarse de nada, no sabe uno liquidar ningún asunto pendiente, no sabe uno rechazar nada, todo hiere. Personas y cosas nos importunan molestamente, las vivencias llegan muy hondo, el recuerdo es una herida purulenta. El propio estar enfermo es una especie de resentimiento. Contra esto el enfermo no tiene más que un gran remedio: yo lo llamo el
fatalismo ruso
, aquel fatalismo sin rebelión que hace que un soldado ruso a quien la campaña le resulta demasiado dura acabe por tenderse en la nieve. No aceptar ya absolutamente nada, no tomar nada, no acoger nada dentro de sí, no reaccionar ya en absoluto. La gran razón de este fatalismo, que no siempre es tan sólo el coraje para la muerte, en cuanto conservador de la vida en las circunstancias más peligrosas para ésta, consiste en reducir el metabolismo, en tornarlo lento, en una especie de voluntad de letargo invernal. Unos cuantos pasos más en esta lógica y tenemos el faquir, que durante semanas duerme en una tumba. Puesto que nos consumiríamos demasiado pronto si llegásemos a reaccionar, ya no reaccionamos: ésta es la lógica. Y con ningún fuego se consume uno más velozmente que con los afectos de resentimiento. El enojo, la susceptibilidad enfermiza, la impotencia para vengarse, el placer y la sed de venganza, el mezclar venenos en cualquier sentido para personas extenuadas es ésta, sin ninguna duda, la forma más perjudicial de reaccionar: ella produce un rápido desgaste de energía nerviosa, un aumento enfermizo de secreciones nocivas, de bilis en el estómago, por ejemplo. El resentimiento constituye lo prohibido en sí para el enfermo: su mal, por desgracia también su tendencia más natural. Esto lo comprendió aquel gran fisiólogo que fue Buda. Su «religión», a la que sería mejor calificar de higiene, para no mezclarla con casos tan deplorables como es el cristianismo, hacía depender su eficacia de la victoria sobre el resentimiento: liberar el alma de él, primer paso para curarse. «No se pone fin a la enemistad con la enemistad, sino con la amistad»; esto se encuentra al comienzo de la enseñanza de Buda; así no habla la moral, así habla la fisiología. El resentimiento, nacido de la debilidad, a nadie resulta más perjudicial que al débil mismo. En otro caso, cuando se trata de una naturaleza rica, constituye un sentimiento superfluo, un sentimiento tal que dominarlo es casi la demostración de la riqueza. Quien conoce la seriedad con que mi filosofía ha emprendido la lucha contra los sentimientos de venganza y de rencor, incluida también la doctrina de la «libertad de la voluntad» —la lucha contra el cristianismo es sólo un caso particular de ello—, entenderá por qué yo saco a luz, precisamente aquí, mi comportamiento personal, mi seguridad instintiva en la práctica. En los períodos de
décadence
yo me prohibía aquellos sentimientos por perjudiciales; tan pronto como la vida volvió a ser suficientemente rica y orgullosa para ello, me los prohibí por situados debajo de mí. Aquel
fatalismo ruso
de que antes he hablado se ha puesto en mí de manifiesto en el hecho de que durante años me he aferrado tenazmente a situaciones, a lugares, a viviendas y compañías casi insoportables, una vez que, por azar, estaban dados; esto era mejor que cambiarlos, que sentir que eran cambiables, que rebelarse contra ellos. El perturbarme en ese fatalismo, el despertarme con violencia eran cosas que yo entonces tomaba mortalmente a mal: en verdad ello era también siempre mortalmente peligroso. Tomarse a sí mismo como un
fatum
[destino], no quererse «distinto», en tales circunstancias esto constituye la gran razón misma.