Authors: Friedrich Nietzsche
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Otra cosa es la guerra. Por naturaleza soy belicoso. Atacar forma parte de mis instintos. Poder ser enemigo presupone tal vez una naturaleza fuerte; en cualquier caso es lo que ocurre en toda naturaleza fuerte. Ésta necesita resistencias y, por lo tanto, busca la resistencia: el
pathos
agresivo forma parte de la fuerza con igual necesidad con que el sentimiento de venganza y de rencor forma parte de la debilidad. La mujer, por ejemplo, es vengativa: esto viene condicionado por su debilidad, lo mismo que viene condicionado por ella su excitable sensibilidad para la indigencia ajena. La fortaleza del agresor encuentra una especie de medida en los adversarios que él necesita; todo crecimiento se delata en la búsqueda de un adversario —o de un problema más potente— pues un filósofo que sea belicoso reta a duelo también a los problemas. La tarea no consiste en dominar resistencias en general, sino en dominar aquellas frente a las cuales hay que recurrir a toda la fuerza propia, a toda la agilidad y maestría propias en el manejo de las armas, en dominar a adversarios iguales a nosotros. Igualdad con el enemigo, primer supuesto de un duelo honesto. Cuando lo que se siente es desprecio, no se puede hacer la guerra; cuando lo que se hace es mandar, contemplar algo por debajo de sí, no hay que hacerla. Mi práctica bélica puede resumirse en cuatro principios. Primero: yo sólo ataco causas que triunfan; en ocasiones espero hasta que lo consiguen. Segundo: yo sólo ataco causas cuando no voy a encontrar aliados, cuando estoy solo, cuando me comprometo exclusivamente a mí mismo. No he dado nunca un paso en público que no me comprometiese; éste es mi criterio del obrar justo. Tercero: yo no ataco jamás a personas, me sirvo de la persona tan sólo como de una poderosa lente de aumento con la cual puede hacerse visible una situación de peligro general, pero que se escapa, que resulta poco aprehensible. Así es como ataqué a David Strauss, o, más exactamente, el éxito, en la «cultura» alemana, de un libro de debilidad senil. A esta cultura la sorprendí en flagrante delito. Así es como ataqué a Wagner, o, más exactamente, la falsedad, la bastardía de instintos de nuestra «cultura», que confunde a los refinados con los ricos, a los epígonos con los grandes. Cuarto: yo sólo ataco causas cuando está excluida cualquier disputa personal, cuando está ausente todo trasfondo de experiencias penosas. Al contrario, en mí atacar representa una prueba de benevolencia y, en ocasiones, de gratitud. Yo honro, yo distingo al vincular mi nombre al de una causa, al de una persona: a favor o en contra; para mí esto es aquí igual. Si yo hago la guerra al cristianismo, ello me está permitido porque por esta parte no he experimentado ni contrariedades ni obstáculos; los cristianos más serios han sido siempre benévolos conmigo. Yo mismo, adversario
de rigueur
[de rigor] del cristianismo, estoy lejos de guardar rencor al individuo por algo que es la fatalidad de milenios.
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¿Me es lícito atreverme a señalar todavía un último rasgo de mi naturaleza, el cual me ocasiona una dificultad nada pequeña en el trato con los hombres? Mi instinto de limpieza posee una susceptibilidad realmente inquietante, de modo que percibo fisiológicamente —huelo— la proximidad o —¿qué digo?— lo más íntimo, las «vísceras» de toda alma. Esta sensibilidad me proporciona antenas psicológicas con las cuales palpo todos los secretos y los aprisiono con la mano: ya casi al primer contacto cobro consciencia de la mucha suciedad escondida en el fondo de ciertas naturalezas, debida acaso a la mala sangre, pero recubierta de barniz por la educación. Si mis observaciones son correctas, también esas naturalezas insoportables para mi limpieza perciben, por su lado, mi previsora náusea frente a ellas; pero su olor no por esto me jora. Como me he habituado a ello desde siempre —una extremada pureza conmigo mismo constituye el presupuesto de mi existir, yo me muero en situaciones sucias—, nado y me baño y chapoteo de continuo, si cabe la expresión, en el agua, en cualquier elemento totalmente transparente y luminoso. Esto hace que el trato con seres humanos sea para mí una prueba nada pequeña de paciencia; mi humanitarismo no consiste en participar del sentimiento de cómo es el hombre, sino en soportar el que yo participe de ese sentimiento. Mi humanitarismo es una permanente victoria sobre mí mismo. Pero yo necesito soledad, quiero decir, curación, retorno a mí mismo, respirar un aire libre, ligero y juguetón. Todo mi
Zaratustra
es un ditirambo a la soledad o, si se me ha entendido, a la pureza... Por suerte, no a la estupidez pura. Quien tenga ojos para percibir colores, calificará de diamantino al
Zaratustra
. La náusea que el hombre, que el «populacho» me producen ha sido siempre mi máximo peligro. ¿Queréis escuchar las palabras con que Zaratustra habla de la redención de la náusea?
¿Qué me ocurrió, sin embargo? ¿Cómo me redimí de la náusea? ¿Quién rejuveneció mis ojos? ¿Cómo volé hasta la altura en la que ninguna chusma se sienta ya junto al pozo? ¿Mi propia náusea me proporcionó alas y me dio fuerzas que presienten las fuentes? ¡En verdad, hasta lo más alto tuve yo que volar para reencontrar el manantial del placer!
¡Oh, lo encontré, hermanos míos! ¡Aquí en lo más alto brota para mí el manantial del placer! ¡Y hay una vida de la cual no bebe la chusma con los demás!
¡Casi demasiado violenta resulta tu corriente para mí, fuente del placer! ¡Y a menudo has vaciado de nuevo la copa queriendo llenarla!
Y todavía tengo que aprender a acercarme a ti con mayor modestia: con demasiada violencia corre aún mi corazón a tu encuentro.
Mi corazón, sobre el que arde mi verano, el breve, ardiente, melancólico, sobre bienaventurado: ¡cómo apetece mi corazón estival tu frescura!
¡Disipada se halla la titubeante tribulación de mi primavera! ¡Pasada está la maldad de mis copos de nieve de junio! ¡En verano me he transformado enteramente y en mediodía de verano!
Un verano en lo más alto, con fuentes frías y silencio bienaventurado: ¡oh, venid, amigos míos, para que el silencio resulte todavía más bienaventurado!
Pues ésta es
nuestra
altura y nuestra patria: en un lugar demasiado alto y abrupto habitamos nosotros aquí para todos los impuros y para su sed.
¡Lanzad vuestros ojos puros en el manantial de mi placer, amigos míos! ¡Cómo habría él de enturbiarse por ello! ¡En respuesta os reirá con su pureza!
En el Árbol Futuro construimos nosotros nuestro nido; ¡águilas deben traernos en sus picos alimento a nosotros los solitarios!
¡En verdad, no un alimento del que también a los impuros les esté permitido comer! ¡Fuego creerían devorar, y se abrasarían los hocicos!
¡En verdad, aquí no tenemos preparadas moradas para impuros! ¡Una caverna de hielo significaría para sus cuerpos nuestra felicidad, y para sus espíritus!
Y cual vientos fuertes queremos vivir por encima de ellos, vecinos de las águilas, vecinos de la nieve, vecinos del sol: así es como viven los vientos fuertes.
E igual que un viento quiero yo soplar todavía alguna vez entre ellos, y con mi espíritu cortar la respiración a su espíritu: así lo quiere mi futuro.
En verdad, un viento fuerte es
Zaratustra
para todas las hondonadas; y este consejo da a sus enemigos y a todo lo que esputa y escupe: «¡Guardaos de escupir contra el viento!»
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¿Por qué sé algunas cosas más? ¿Porqué soy en absoluto tan inteligente? No he reflexionado jamás sobre problemas que no lo sean; no me he malgastado. Por ejemplo, no conozco por experiencia propia dificultades genuinamente religiosas. Se me ha escapado del todo hasta qué punto debía yo ser «pecador». Asimismo me falta un criterio fiable sobre lo que es remordimiento de conciencia: por lo que de él se oye decir, no me parece que sea nada estimable. Yo no querría dejar en la estacada a una acción tras haberla hecho, en la cuestión de su valor preferiría dejar totalmente al margen el mal éxito de esa acción, sus consecuencias. Cuando las cosas salen mal, se pierde con demasiada facilidad la visión correcta de lo que se hizo: un remordimiento de conciencia me parece una especie de «mal de ojo» Respetar tanto más en nosotros algo que ha fallado porque ha fallado. Esto, antes bien, forma parte de mi moral. «Dios», «inmortalidad del alma», «redención», «más allá», todos estos son conceptos a los que no he dedicado ninguna atención, tampoco ningún tiempo, ni siquiera cuando era niño. ¿Acaso no he sido nunca bastante pueril para hacerlo? El ateísmo yo no lo conozco en absoluto como un resultado, aun menos como un acontecimiento: en mí se da por supuesto, instintivamente. Soy demasiado curioso, demasiado problemático, demasiado altanero para que me agrade una respuesta burda. Dios es una respuesta burda, una indelicadeza contra nosotros los pensadores; incluso en el fondo no es nada más que una burda prohibición que se nos hace: ¡no debéis pensar! Muy de otro modo me interesa una cuestión de la cual, más que de ninguna rareza de teólogos, depende la «salvación de la humanidad»: el problema de la alimentación. Prácticamente puede formulárselo así: «¿Cómo tienes que alimentarte precisamente tú para alcanzar tu máximo de fuerza, de
virtù
[vigor] al estilo del Renacimiento, de virtud exenta de moralina?» Mis experiencias en este punto son las peores posible; estoy asombrado de haber percibido tan tarde esta cuestión, de haber aprendido «razón» tan tarde de estas experiencias. Únicamente la completa nulidad de nuestra cultura alemana —su «idealismo»— me explica en cierto modo por qué, justo en este punto, he sido yo tan retrasado que lindaba con la santidad. Esta «cultura», que desde el principio enseña a perder de vista las realidades para andar a la caza de metas completamente problemáticas, denominadas metas «ideales», por ejemplo la «cultura clásica»: ¡como si de antemano no estuviera condenado el unir «clásico» y «alemán» en un único concepto! Es más, esto produce risa —¡imaginemos un ciudadano de Leipzig con «cultura clásica»! De hecho, hasta que llegué a los años de mi plena madurez yo he comido siempre y únicamente mal expresado en términos morales, he comido «impersonalmente», «desinteresadamente», «altruísticamente», a la salud de los cocineros y otros compañeros en Cristo. Por ejemplo, yo negué muy seriamente mi «voluntad de vida» a causa de la cocina de Leipzig, simultánea a mi primer estudio de Schopenhauer (1865) Con la finalidad de alimentarse de modo insuficiente, estropearse además el estómago; este problema me parecía maravillosamente resuelto por la citada cocina (se dice que el año 1866 ha producido un cambio en este terreno.) Pero la cocina alemana en general, ¡cuántas cosas no tiene sobre su conciencia! ¡La sopa antes de la comida! (todavía en los libros de cocina venecianos del siglo XVI se la denomina
alla tedesca
[al modo alemán;]) las carnes demasiado cocidas, las verduras grasas y harinosas; ¡la degeneración de los dulces, que llegan a ser como pisapapeles! Si a esto se añade además la imperiosa necesidad, verdaderamente bestial, de los viejos alemanes, y no sólo de los viejos, de beber después de comer, se comprenderá también de dónde procede el espíritu alemán de intestinos revueltos. El espíritu alemán es una indigestión, no da fin a nada. Pero también la dieta inglesa, que, en comparación con la alemana, e incluso con la francesa, representa una especie de «vuelta a la naturaleza», es decir al canibalismo, repugna profundamente a mi instinto propio; me parece que le proporciona pies pesados al espíritu, pies de mujeres inglesas. La mejor cocina es la del Piamonte. Las bebidas alcohólicas me resultan perjudiciales; un solo vaso de vino o de cerveza al día basta para hacer de mi vida un «valle de lágrimas» En Munich es donde viven mis antípodas. Aceptado que yo he comprendido esto un poco tarde, vivirlo lo he vivido en verdad desde la infancia. Cuando yo era un muchacho, creía que tanto el beber vino como el fumar tabaco eran al principio sólo una
vanitas
[vanidad] de gente joven, y más tarde un mal hábito. Acaso el vino de Naumburgo tenga también la culpa de este agrio juicio. Para creer que el vino alegra tendría yo que ser cristiano, es decir, creer lo que cabalmente para mí es un absurdo. Cosa extraña, mientras que pequeñas dosis de alcohol, muy diluidas, me ocasionan esa extremada destemplanza, yo me convierto casi en un marinero cuando se trata de dosis fuertes. Ya de muchacho tenía yo en esto mi valentía. Escribir en una sola vigilia nocturna una larga disertación latina y además copiarla en limpio, poniendo en la pluma la ambición de imitar en rigor y concisión a mi modelo Salustio, y derramar sobre mi latín un poco de grog del mayor calibre, esto era algo que, ya cuando yo era alumno de la venerable Escuela de Pforta, no estaba reñido en absoluto con mi fisiología, y acaso tampoco con la de Salustio, aunque sí, desde luego, con la venerable Escuela de Pforta. Más tarde, hacia la mitad de mi vida, me decidí ciertamente, cada vez con mayor rigor, en contra de cualquier bebida «espirituosa»: yo, adversario, por experiencia, del régimen vegetariano, exactamente igual que Richard Wagner, que fue el que me convirtió, no sabría aconsejar nunca con bastante seriedad la completa abstención de bebidas alcohólicas a todas las naturalezas de espiritualidad superior. El agua basta. Yo prefiero lugares en que por todas partes se tenga ocasión de beber de fuentes que corran (Niza, Turín, Sils); un pequeño vaso marcha detrás de mí como un perro.
In vino veritas
[en el vino está la verdad]: parece que también en esto me hallo una vez más en desacuerdo con todo el mundo acerca del concepto de «verdad»; en mí el espíritu flota sobre el agua. Todavía unas cuantas indicaciones sacadas de mi moral. Una comida fuerte es más fácil de digerir que una demasiado pequeña. Que el estómago entre todo él en actividad es el primer presupuesto de una buena digestión. Es preciso conocer la capacidad del propio estómago. Por igual razón hay que desaconsejar aquellas aburridas comidas que yo denomino banquetes sacrificiales interrumpidos, es decir, las hechas en la
table d'hóte
[mesa común de las pensiones] No tomar nada entre comida y comida, no beber café: el café ofusca. El té es beneficioso tan sólo por la mañana. Poco, pero muy cargado; el té es muy perjudicial y estropea el día entero cuando es demasiado flojo, aunque sea en un solo grado. Cada uno tiene en estos asuntos su propia medida, situada de ordinario entre límites muy estrechos y delicados. En un clima muy excitante el té es desaconsejable como primera bebida del día: debe comenzarse una hora antes con una taza de chocolate espeso y desgrasado. Estar sentado el menor tiempo posible; no dar crédito a ningún pensamiento que no haya nacido al aire libre y pudiendo nosotros movernos con libertad, a ningún pensamiento en el cual no celebren una fiesta también los músculos. Todos los prejuicios proceden de los intestinos. La carne sedentaria —ya lo he dicho en otra ocasión— es el auténtico pecado contra el espíritu santo.