Read Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal Online
Authors: Hannah Arendt
Reck-Malleczewen, a quien he mencionado anteriormente, cuenta que una dirigente nazi acudió a Baviera para pronunciar ante los campesinos unas cuantas charlas encaminadas a elevarles la moral, en el verano de 1944. Al parecer, dicha señora no dedicó mucho tiempo a referirse a las «armas milagrosas» y a la victoria, sino que se enfrentó francamente con la perspectiva de la derrota, derrota que no debía inquietar a ningún buen alemán porque «el
Führer
, en su gran bondad, tiene preparada para todo el pueblo alemán una muerte sin dolor, mediante gases, en caso de que la guerra no termine con nuestra victoria». Y el escritor añade: «No, no son imaginaciones mías, esta amable señora no es un espejismo, la vi con mis propios ojos. Era una mujer de piel amarillenta, de poco más de cuarenta años, con mirada de loca... ¿Y qué ocurrió? ¿Los campesinos bávaros tuvieron por lo menos el buen sentido de arrojarla de cabeza al lago más próximo, para que se le enfriaran un poco sus entusiastas deseos de morir? No, nada de eso. Regresaron a sus casas, meneando la cabeza».
La historia siguiente es todavía más pertinente al tema de que nos ocupamos, por cuanto su protagonista no era un «dirigente», y posiblemente ni siquiera pertenecía al partido. Ocurrió en Königsberg, en la Prusia oriental, es decir, en una zona alemana muy distinta a la anterior, en enero de 1945, pocos días antes de que los rusos destruyeran la ciudad, ocuparan sus ruinas y se anexionaran la provincia. Esta anécdota la cuenta el conde Hans von Lehnsdorff, en su
Ostpreussisches Tagebuch
(1961). Por ser médico, el conde se quedó en la ciudad a fin de cuidar a los soldados heridos que no podían ser evacuados. Fue llamado a uno de los grandes centros de alojamiento de refugiados procedentes del campo, es decir, procedentes de las zonas que ya habían sido ocupadas por el Ejército Rojo. Allí se le acercó una mujer que le mostró unas varices que había tenido durante años, pero que ahora quería someter a tratamiento, ya que disponía de tiempo para ello. «Procuré explicarle que, para ella, era mucho más importante salir cuanto antes de Königsberg, y dejar el tratamiento de las varices para más adelante. Le pregunté: “¿Dónde quiere ir?”. No supo qué responder, pero sí sabía que todos serían transportados al Reich. Y ante mi sorpresa añadió:
“Los rusos nunca nos cogerán. El
Führer
no lo permitirá. Antes nos gaseará a todos”. Miré con disimulo alrededor, y advertí que las palabras de la mujer a nadie le habían parecido extraordinarias.» Uno tiene la sensación de que esta historia, como todas las historias reales, no es completa. Hubiera debido haber allí una voz, preferentemente femenina, que tras lanzar un profundo suspiro añadiera: «Y pensar que hemos malgastado tanto y tanto gas, bueno y caro, suministrándolo a los judíos...».
Hasta el momento, mi estudio de la conciencia de Eichmann se ha basado en pruebas que el propio Eichmann había olvidado. Según sus manifestaciones a este respecto, el momento decisivo no se produjo cuatro semanas después, sino cuatro meses más tarde, en enero de 1942, durante la conferencia de
Staatssekretär
e (subsecretarios del gobierno), como los nazis solían llamarla, o la Conferencia de Wannsee, tal como ahora la llamamos debido a que Heydrich la convocó en una casa situada en este suburbio de Berlín. Tal como indica el nombre oficial de la conferencia, esta reunión fue necesaria debido a que la Solución Final, si quería aplicarse a la totalidad de Europa, exigía algo más que la tácita aceptación de la burocracia del Reich, exigía la activa cooperación de todos los ministerios y de todos los funcionarios públicos de carrera. Nueve años después del acceso de Hitler al poder, todos los ministros eran antiguos miembros del partido, ya que aquellos que en las primeras etapas del régimen se habían limitado a «adaptarse» a él, harto obedientemente, habían sido sustituidos. Sin embargo, la mayoría de ellos no merecían la total confianza del partido, puesto que eran pocos los que debían enteramente su carrera política a los nazis, como, por ejemplo, Himmler o Heydrich. Y entre estos pocos, la mayoría eran nulidades, como Joachim von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores y ex vendedor de champaña. Sin embargo, el problema era mucho más peliagudo en cuanto se refería a los funcionarios públicos de alto rango, que prestaban sus servicios directamente subordinados a los ministros, ya que estos hombres, que son quienes forman la espina dorsal de toda buena administración pública, difícilmente podían ser sustituidos por otros, e Hitler los había tolerado, como Adenauer tuvo que tolerarlos, salvo aquellos que estaban excesivamente comprometidos. De ahí que los subsecretarios, los asesores jurídicos y otros especialistas al servicio de los ministerios rara vez fueran miembros del partido, y es muy comprensible que Heydrich tuviera sus dudas acerca de si podría conseguir la activa colaboración de tales funcionarios en la tarea del asesinato masivo. Dicho sea en frase de Eichmann, Heydrich «esperaba tener que vencer grandes dificultades». Pues bien, Heydrich estaba equivocado de medio a medio.
La finalidad de la conferencia era coordinar todos los esfuerzos en orden a la consecución de la Solución Final. Primeramente, los reunidos hablaron de «complicadas cuestiones jurídicas», tales como el tratamiento que debía darse a quienes tan solo fueran medio judíos o cuarterones de judío ―¿se les debía matar o bastaba con esterilizarlos?―. A continuación se inició una franca discusión sobre los «diversos tipos de posibles soluciones del problema», lo cual significaba los diversos modos de matar, y también en este aspecto hubo una «feliz concurrencia de criterios de todos los participantes». La Solución Final fue recibida con «extraordinario entusiasmo» por todos los presentes, y en especial por el doctor Wilhelm Stuckart, subsecretario del Ministerio del Interior, quien tenía fama de mostrarse reticente y dubitativo ante todas las medidas «radicales» del partido, y, según las declaraciones del doctor Hans Globke, en Nuremberg, era un firme defensor de la ley. Sin embargo, cierto es que también surgieron algunas dificultades. El subsecretario Josef Bühler, quien ocupaba el segundo puesto en el Gobierno General de Polonia, quedó un tanto alicaído ante la posibilidad de que los judíos fueran transportados desde el oeste al este, debido a que esto significaba la presencia de más judíos en Polonia, y, en consecuencia, propuso que estas expediciones se retrasaran hasta el momento en que «el Gobierno General de Polonia ponga en ejecución la Solución Final, y no existan problemas de transporte». Los caballeros del Ministerio de Asuntos Exteriores comparecieron con un complicado memorando, elaborado por ellos mismos, en el que expresaban «los deseos e ideas del Ministerio de Asuntos Exteriores, con respecto a la total solución del problema judío en Europa», memorando al que nadie prestó la menor atención. Lo principal, tal como con toda justeza dijo Eichmann, era que los miembros de las diversas ramas de la alta burocracia pública no solo expresaron opiniones, sino que formularon propuestas concretas. La reunión no duró más de una hora o una hora y media. Tras ella se sirvieron bebidas, y luego todos almorzaron juntos. Fue una «agradable reunión social» destinada a mejorar las relaciones personales entre los circunstantes. Para Eichmann, esta reunión tuvo gran importancia, ya que jamás había tratado en reuniones sociales a personajes «de mayor altura» que la suya. Allí, Eichmann fue, con mucho, el individuo de más baja posición oficial y social. Se encargó de enviar la convocatoria a cuantos debían acudir a la conferencia, preparó algunas estadísticas (llenas de increíbles errores) que Heydrich utilizaría en su discurso inicial, en el que dijo que debía liquidarse a unos once millones de judíos, tarea ciertamente magna, y, después, Eichmann redactó el acta de la reunión. En suma, cumplió las funciones de secretario de la conferencia. Por esto se le permitió que, tras la marcha de los altos funcionarios, se sentara junto con sus jefes Müller y Heydrich, ante una chimenea encendida, y «esta fue la primera vez que vi a Heydrich beber y fumar». No «chismorreamos, pero sí gozamos de un descanso merecido tras largas horas de trabajo»; todos ellos estaban muy satisfechos y de buen humor, especialmente Heydrich.
Hubo también otra razón en virtud de la cual el día de la conferencia quedó indeleblemente grabado en la memoria de Eichmann. Pese a que Eichmann había hecho cuanto estuvo en su mano para contribuir a llevar a buen puerto la Solución Final, también era cierto que aún abrigaba algunas dudas acerca de «esta sangrienta solución, mediante la violencia», y, tras la conferencia, estas dudas quedaron disipadas. «En el curso de la reunión, hablaron los hombres más prominentes, los papas del
Tercer Reich
.» Pudo ver con sus propios ojos y oír con sus propios oídos que no solo Hitler, no solo Heydrich o la «esfinge» de Müller, no solo las SS y el partido, sino la élite de la vieja y amada burocracia se desvivía, y sus miembros luchaban entre sí, por el honor de destacar en aquel «sangriento» asunto. «En aquel momento, sentí algo parecido a lo que debió de sentir Poncio Pilatos, ya que me sentí libre de toda culpa.» ¿Quién
era él para juzgar
? ¿Quién era él para poder tener sus propias opiniones en aquel asunto? Bien, Eichmann no fue el primero, ni será el último, en caer víctima de la propia modestia.
Los acontecimientos siguientes a la conferencia, según recordaba Eichmann, se sucedieron sin dificultades, y todo se convirtió prontamente en tarea rutinaria. Rápidamente, Eichmann se convirtió en un experto en cuestiones de «evacuación forzosa», tal como antes había sido un experto en «emigración forzosa». Uno tras otro, todos los países impusieron a los judíos la obligación de empadronarse, de llevar un distintivo amarillo para su más fácil identificación... Luego, fueron reunidos y deportados. Y las distintas expediciones iban a uno u otro campo de exterminio del Este, según la capacidad relativa de cada cual en un momento determinado. Cuando un tren atestado de judíos llegaba a un centro de exterminio, se seleccionaba entre ellos a los más fuertes para dedicarlos al trabajo, a menudo al servicio de la maquinaria de exterminio, y los restantes eran inmediatamente asesinados. Había algún que otro problema, pero todos eran de menor importancia. El Ministerio de Asuntos Exteriores estaba en contacto con las autoridades de los países extranjeros ocupados por los nazis o aliados de Alemania, a fin de ejercer presión en ellas para que deportaran a sus judíos, o, como bien podía ocurrir, para evitar que los enviaran al Este sin orden ni concierto, sin tener en cuenta la capacidad de absorción de los centros de exterminio. (Esto era lo que Eichmann recordaba, aunque en realidad la operación no fue tan sencilla.) Los asesores jurídicos redactaron borradores de la legislación necesaria para dejar a las víctimas en estado de apátridas, lo cual tenía gran importancia desde dos puntos de vista. Por una parte, eso impedía que hubiera algún país que solicitara información sobre las víctimas, y, por otra, permitía al Estado en que la víctima residía confiscar sus bienes. El Ministerio de Hacienda y el Reichsbank hicieron los preparativos precisos para recibir el enorme botín que les mandarían desde todos los rincones de Europa, botín formado por todo género de objetos de valor, incluso relojes y dientes de oro. El Reichsbank efectuaba una selección y mandaba los metales preciosos a la fábrica de la moneda de Prusia. El Ministerio de Transportes proporcionaba los vagones de ferrocarril, por lo general vagones de carga, incluso en los períodos de mayor escasez de material rodante, y procuraba que el horario de los convoyes de deportados no obstaculizara los demás servicios ferroviarios. Eichmann o sus subordinados informaban a los consejos de decanos judíos del número de judíos que necesitaban para cargar cada convoy, y dichos consejos formaban las listas de deportados. Los judíos se inscribían en los registros, rellenaban infinidad de formularios, contestaban páginas y páginas de cuestionarios referentes a los bienes que poseían para permitir que se los embargaran más fácilmente, luego acudían a los puntos de reunión, y eran embarcados en los trenes. Los pocos que intentaban ocultarse o escapar fueron cazados por una fuerza especial de la policía judía. En tanto en cuanto Eichmann podía comprobar, nadie protestaba, nadie se negaba a cooperar.
Immerzu fahren hier die Leute zu ihrem eigenen Begräbnis
(Día tras día, los hombres parten camino de su tumba), como dijo un observador judío en Berlín el año 1943.
La mera obediencia jamás hubiera sido suficiente para salvar las enormes dificultades propias de una operación que pronto se extendería a toda la Europa ocupada por los nazis, así como a los países europeos aliados de estos, ni tampoco para tranquilizar la conciencia de los ejecutores que, al fin y al cabo, habían sido educados en la observancia del mandamiento «No matarás», y que sabían aquel versículo de la Biblia, «has asesinado y has heredado», que los juzgadores del tribunal del distrito de Jerusalén, con tanto acierto, incorporaron a la sentencia. Aquello que Eichmann denominaba «el torbellino de la muerte» había descendido sobre Alemania, tras las inmensas pérdidas de Stalingrado. Los bombardeos intensivos de las ciudades alemanas ―la habitual excusa en que Eichmann se amparaba para justificar la muerte de ciudadanos civiles, y que es todavía la excusa habitual con que en Alemania se pretende justificar las matanzas― fueron la causa de que unas imágenes distintas de las atroces visiones que se evocaron en el juicio de Jerusalén, pero no por ello menos horribles, constituyeran un espectáculo cotidiano, y esto contribuyó a tranquilizar, o, mejor dicho, a dormir las conciencias, si es que quedaban rastros de ellas cuando los bombardeos se produjeron, aunque, según las pruebas de que disponemos, no era este el caso. La maquinaria de exterminio había sido planeada y perfeccionada en todos sus detalles mucho antes de que los horrores de la guerra se cebaran en la carne de Alemania, y la intrincada burocracia de dicha maquinaria funcionaba con la misma infalible precisión en los años de fácil victoria que en aquellos otros de previsible derrota. Al principio, cuando aún cabía tener conciencia, rara vez ocurrieron defecciones en las filas de la élite gubernamental o de los altos oficiales de las SS. Las defecciones comenzaron a producirse únicamente cuando se hizo patente que Alemania perdería la guerra. Además, estas deserciones nunca fueron lo suficientemente graves para afectar al funcionamiento de la maquinaria de exterminio, ya que consistían en actos aislados, antes nacidos de la corrupción que de la piedad, actos que no estaban inspirados por la rectitud de conciencia, sino por el deseo de lograr dinero o amistades con que protegerse en los negros días que se avecinaban. Cuando, en el otoño de 1944, Himmler dio la orden de detener la labor de exterminio y desmantelar las instalaciones a él dedicadas, lo hizo animado por la absurda aunque sincera convicción de que los poderes aliados sabrían apreciar tan delicado gesto. Himmler dijo a Eichmann, quien le escuchó con cierta incredulidad, que merced a tal orden podría negociar un
Hubertusburger-Frieden
, alusión al tratado de paz con que concluyó la guerra de los Siete Años, de Federico II de Prusia, en 1763, y permitió a Prusia conservar Silesia, pese a haber perdido la guerra.