Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (24 page)

BOOK: Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal
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Actualmente, en Alemania, esta idea de los judíos «prominentes» todavía no ha sido olvidada. Y así vemos que mientras los judíos excombatientes y los demás grupos de judíos privilegiados ni siquiera se mencionan, todavía se lamenta el sino de judíos «famosos», con total olvido de los restantes. No son pocos, especialmente en las minorías cultas, quienes todavía lamentan públicamente que Alemania expulsara a Einstein, sin darse cuenta de que constituyó un crimen mucho más grave dar muerte al insignificante vecino de la casa de enfrente, a un Hans Cohn cualquiera, pese a no ser un genio.

8
LOS DEBERES DE UN CIUDADANO CUMPLIDOR DE LA LEY

Sí vemos cómo Eichmann tuvo abundantes oportunidades de sentirse como un nuevo Poncio Pilatos y, a medida que pasaban los meses y pasaban los años, Eichmann superó la A necesidad de sentir, en general. Las cosas eran tal como eran, así era la nueva ley común, basada en las órdenes del
Führer
; cualquier cosa que Eichmann hiciera la hacía, al menos así lo creía, en su condición de ciudadano fiel cumplidor de la ley. Tal como dijo una y otra vez a la policía y al tribunal, él cumplía con su deber; no solo obedecía
órdenes
, sino que también obedecía la
ley
. Eichmann presentía vagamente que la distinción entre órdenes y ley podía ser muy importante, pero ni la defensa ni los juzgadores le interrogaron al respecto. Los manidos conceptos de «órdenes superiores» y «actos de Estado» iban y venían constantemente en el aire de la sala de audiencia. Estos fueron los conceptos alrededor de los que giraron los debates sobre estas materias en el juicio de Nuremberg, por la sola razón de que producían la falsa impresión de que lo totalmente carente de precedentes podía juzgarse según unos precedentes y unas normas que los mismos hechos juzgados habían hecho desaparecer. Eichmann, con sus menguadas dotes intelectuales, era ciertamente el último hombre en la sala de justicia de quien cabía esperar que negara la validez de estos conceptos y acuñara conceptos nuevos. Además, como fuere que solamente realizó actos que él consideraba como exigencias de su deber de ciudadano cumplidor de las leyes, y, por otra parte, actuó siempre en cumplimiento de órdenes ―tuvo en todo momento buen cuidado de quedar «cubierto»―, Eichmann llegó a un tremendo estado de confusión mental, y comenzó a exaltar las virtudes y a denigrar los vicios, alternativamente, de la obediencia ciega, de la «obediencia de los cadáveres»,
Kadavergehorsam
, tal como él mismo la denominaba.

Durante el interrogatorio policial, cuando Eichmann declaró repentinamente, y con gran énfasis, que siempre había vivido en consonancia con los preceptos morales de Kant, en especial con la definición kantiana del deber, dio un primer indicio de que tenía la vaga noción de que en aquel asunto había algo más que la simple cuestión del soldado que cumple órdenes claramente criminales, tanto en su naturaleza como por la intención con que son dadas. Esta afirmación resultaba simplemente indignante, y también incomprensible, ya que la filosofía moral de Kant está tan estrechamente unida a la facultad humana de juzgar que elimina en absoluto la obediencia ciega. El policía que interrogó a Eichmann no le pidió explicaciones, pero el juez Raveh, impulsado por la curiosidad o bien por la indignación ante el hecho de que Eichmann se atreviera a invocar a Kant para justificar sus crímenes, decidió interrogar al acusado sobre este punto. Ante la general sorpresa, Eichmann dio una definición aproximadamente correcta del imperativo categórico: «Con mis palabras acerca de Kant quise decir que el principio de mi voluntad debe ser tal que pueda devenir el principio de las leyes generales» (lo cual no es de aplicar al robo y al asesinato, por ejemplo, debido a que el ladrón y el asesino no pueden desear vivir bajo un sistema jurídico que otorgue a los demás el derecho de robarles y asesinarles a ellos). A otras preguntas, Eichmann contestó añadiendo que había leído la
Crítica de la razón práctica
. Después, explicó que desde el momento en que recibió el encargo de llevar a la práctica la Solución Final, había dejado de vivir en consonancia con los principios kantianos, que se había dado cuenta de ello, y que se había consolado pensando que había dejado de ser «dueño de sus propios actos» y que él no podía «cambiar nada». Lo que Eichmann no explicó a sus jueces fue que, en aquel «período de crímenes legalizados por el Estado», como él mismo lo denominaba, no se había limitado a prescindir de la fórmula kantiana por haber dejado de ser aplicable, sino que la había modificado de manera que dijera: compórtate como si el principio de tus actos fuese el mismo que el de los actos del legislador o el de la ley común. O, según la fórmula del «imperativo categórico del
Tercer Reich
», debida a Hans Franck, que quizá Eichmann conociera: «Compórtate de tal manera, que si el
Führer
te viera aprobara tus actos» (
Die Technik des Staates
, 1942, pp. 15 -16). Kant, desde luego, jamás intentó decir nada parecido. Al contrario, para él, todo hombre se convertía en un legislador desde el instante en que comenzaba a actuar; el hombre, al servirse de su «razón práctica», encontró los principios que podían y debían ser los principios de la ley. Pero también es cierto que la inconsciente deformación que de la frase hizo Eichmann es lo que este llamaba la versión de Kant «para uso casero del hombre sin importancia». En este uso casero, todo lo que queda del espíritu de Kant es la exigencia de que el hombre haga algo más que obedecer la ley, que vaya más allá del simple deber de obediencia, que identifique su propia voluntad con el principio que hay detrás de la ley, con la fuente de la que surge la ley. En la filosofía de Kant, esta fuente era la razón práctica; en el empleo casero que Eichmann le daba, este principio era la voluntad del
Führer
. Gran parte de la horrible y trabajosa perfección en la ejecución de la Solución Final ―una perfección que por lo general el observador considera como típicamente alemana, o bien como obra característica del perfecto burócrata― se debe a la extraña noción, muy difundida en Alemania, de que cumplir las leyes no significa únicamente obedecerlas, sino actuar como si uno fuera el autor de las leyes que obedece. De ahí la convicción de que es preciso ir más allá del mero cumplimiento del deber.

Sea cual sea la importancia que haya tenido Kant en la formación de la mentalidad del «hombre sin importancia» alemán, no cabe la menor duda de que, en un aspecto, Eichmann siguió verdaderamente los preceptos kantianos: una ley era una ley, y no cabían excepciones. En Jerusalén, Eichmann reconoció haber hecho dos excepciones. Durante aquel período en que cada alemán, de los ochenta millones que formaban la población, tenía su «judío decente», Eichmann prestó ayuda a un primo suyo medio judío y a un matrimonio judío de Viena, en cuyo favor había intercedido su tío. Incluso en Jerusalén, estas desviaciones le hacían sentirse un tanto descontento de sí mismo, y cuando en el curso de las repreguntas le interrogaron al respecto, Eichmann adoptó una actitud de franco arrepentimiento y dijo que había «confesado sus pecados» a sus superiores. Esta impersonal actitud en el cumplimiento de sus asesinos deberes condenó a Eichmann ante sus jueces, mucho más que cualquier otra cosa, lo cual es muy comprensible, pero según él esto era precisamente lo que le justificaba, tal como anteriormente había sido lo que acalló el último eco de la voz de su conciencia. No, no hacía excepciones. Y esto demostraba que siempre había actuado contra sus «inclinaciones», fuesen sentimentales, fuesen interesadas. En todo caso, él siempre cumplió con su deber.

El cumplimiento del «deber» al fin le condujo a una situación claramente conflictiva con las órdenes de sus superiores. Durante el último año de la guerra, más de dos años después de la Conferencia de Wannsee, Eichmann padeció su última crisis de conciencia. A medida que la derrota se aproximaba, Eichmann tuvo que enfrentarse con hombres de su propia organización que pedían insistentemente más y más excepciones, e incluso la interrupción de la Solución Final. Este fue el momento en que abandonó las precauciones y, una vez más, se permitió tener iniciativas; por ejemplo, organizó las marchas a pie de los judíos desde Budapest hasta la frontera austríaca, después de que los bombardeos de los aliados hubieran desbaratado el sistema de transportes. Corría el otoño de 1944, y Eichmann sabía que Himmler había ordenado el desmantelamiento de las instalaciones de exterminio de Auschwitz y que la matanza de judíos iba a terminar. En esta época, Eichmann tuvo una de sus poquísimas entrevistas personales con Himmler, en el curso de la cual se dijo que este gritó a aquel: «Si hasta el presente momento se ha dedicado usted a liquidar judíos, de ahora en adelante y hasta nueva orden se dedicará usted a cuidar judíos, a ser su niñera. Debo recordarle que fui yo, y no el
Gruppenführer
Müller, ni tampoco usted, quien en 1933 fundó la RSHA. ¡Y aquí soy yo el único que da órdenes!». El único testigo que podía corroborar lo anterior era el muy dudoso Kurt Becher. Eichmann negó que Himmler le hubiera gritado, pero no negó la realidad de la entrevista. Probablemente Himmler no pronunció exactamente las palabras que se le atribuyen, puesto que seguramente sabía que la RSHA fue fundada en 1939, y no en 1933, y no por él sino por Heydrich, con su aprobación. Sin embargo, probablemente ocurrió algo parecido a lo relatado. Himmler, en aquel entonces, daba órdenes a diestro y siniestro en el sentido de que los judíos debían ser bien tratados ―eran su más «segura inversión»― y la entrevista debió de constituir una triste experiencia para Eichmann.

La última crisis de conciencia de Eichmann comenzó en ocasión de sus misiones en Hungría, durante el mes de marzo de 1944, cuando el Ejército Rojo avanzaba por los Cárpatos hacia la frontera húngara. Hungría entró en la guerra a favor de Hitler, en 1941, con la sola finalidad de anexionarse territorios de sus vecinos, Eslovaquia, Rumania y Yugoslavia. El gobierno húngaro había sido manifiestamente antisemita antes de su entrada en la guerra, y después de este último acontecimiento se dedicó a deportar a todos los judíos apátridas de los territorios recién adquiridos. (En casi todos los países, las actividades antijudías se iniciaron teniendo por objeto a los apátridas.) Esto se encontraba totalmente fuera del marco de la Solución Final, y, en realidad, no encajaba en los complicados planes, entonces en preparación, según los cuales Europa sería «rastrillada de oeste a este», con lo cual Hungría se encontraría en un lugar bastante bajo en la lista de prioridades. La policía húngara había enviado a los judíos apátridas a las más cercanas zonas de Rusia, por lo que las autoridades alemanas de ocupación de estos territorios protestaron. Los húngaros se hicieron cargo de nuevo de unos cuantos miles de hombres que gozaban de fortaleza física, y ordenaron que el ejército, asesorado por unidades de policía alemana, fusilara a los restantes. El almirante Horthy, dictador fascista del país, no quiso llevar las cosas más lejos; sin embargo ―y debido probablemente a la moderadora influencia de Mussolini y el fascismo italiano―, en los años siguientes, Hungría, al igual que Italia, se convirtió en un refugio para los judíos, al que incluso podían llegar, alguna que otra vez, refugiados de Polonia y Eslovaquia. Debido a la anexión de nuevos territorios y a la constante entrada de refugiados, en Hungría el número de judíos aumentó desde los quinientos mil allí existentes antes de que empezara la guerra hasta los ochocientos mil que había en el momento en que Eichmann llegó al país.

Tal como ahora sabemos, la seguridad de que gozaron estos trescientos mil judíos recién llegados a Hungría se debía a la renuncia de los alemanes a iniciar actividades separadas de las restantes a fin de ocuparse de un número relativamente reducido de judíos, antes que a los deseos de ofrecer asilo por parte de Hungría. En 1942, a consecuencia de las presiones ejercidas por el Ministerio de Asuntos Exteriores de Alemania (que nunca dejaba de poner de relieve que la prueba más clara de la fidelidad de los aliados de Alemania consistía en su contribución a la «solución del problema judío», antes que su colaboración en orden a ganar la guerra), Hungría ofreció entregar a los alemanes todos sus refugiados judíos. El Ministerio de Asuntos Exteriores hubiera aceptado gustosamente esta oferta, como prueba de buena voluntad de los húngaros, pero Eichmann se opuso, ya que, por razones técnicas, prefería retrasar «tal medida hasta el momento en que Hungría pueda entregarnos también los judíos húngaros». A su juicio, sería demasiado caro «poner en marcha la maquinaria de la evacuación» con respecto únicamente a una clase de judíos, y «sin realizar ningún avance en lo referente a solucionar el problema judío de Hungría». Ahora, en 1944, Hungría podía ya realizar lo solicitado por Eichmann, debido a que el 19 de marzo dos divisiones del ejército alemán habían ocupado su territorio. Con estas unidades llegó el plenipotenciario del Reich,
Standartenführer
de las SS, doctor Edmund Veesenmayer, así como el representante de Himmler en el Ministerio de Asuntos Exteriores y
Obergruppenführer
de las SS, Otto Winkelmann, miembro del alto mando de las SS y jefe del cuerpo de policía, por lo que se hallaba bajo el mando directo de Himmler. El tercer oficial de las SS que llegó a Hungría fue Eichmann, experto en evacuación y deportación de judíos, quien se hallaba bajo el mando de Müller y Kaltenbrunner, ambos de la RSHA. El propio Hitler cuidó de que la llegada de estos tres hombres fuera correctamente interpretada; en una famosa entrevista, celebrada antes de la ocupación de Hungría, dijo al almirante Horthy que «Hungría aún no había iniciado los pasos necesarios para solucionar el problema judío», y le acusó de «no haber permitido que los judíos fueran sacrificados» (Hilberg).

La misión de Eichmann era evidente. Trasladó su oficina entera a Budapest (lo cual, para su carrera, significaba un descenso), a fin de cuidar que se dieran «los pasos necesarios». Eichmann no preveía lo que iba a suceder. Su principal temor era que los húngaros ofrecieran resistencia a la ejecución de sus planes, resistencia que él no hubiera podido vencer por cuanto carecía de personal, así como de la precisa información sobre las condiciones imperantes en el país. Sus temores resultaron infundados. La policía húngara se prestó con entusiasmo a hacer cuanto fuera necesario, y el nuevo secretario encargado de asuntos políticos (judíos), en el Ministerio del Interior húngaro, Lászlo Endre, era un hombre «impuesto en el problema judío», que llegó a trabar íntima amistad con Eichmann, en cuya compañía pasaba gran parte del tiempo que sus ocupaciones le dejaban libre. Todo se desarrolló «como en un sueño», como Eichmann decía siempre que rememoraba este episodio, y no se le presentaron dificultades de género alguno. Así era, a no ser que llamemos dificultades a ciertas discrepancias de menor importancia entre sus órdenes y los deseos de sus nuevos amigos. Por ejemplo, debido seguramente a que el Ejército Rojo avanzaba desde el este, Eichmann ordenó que el país fuera «rastrillado de este a oeste», lo cual significaba que los judíos de Budapest no serían evacuados sino semanas o quizá meses después de iniciarse la operación. Esto causó gran pesar a los húngaros, que deseaban que la capital fuese la primera ciudad en quedar
judenrein
. (El «sueño» de Eichmann fue una increíble pesadilla para los judíos; en ningún lugar se deportó y asesinó a tanta gente en tan poco tiempo. En menos de dos meses, 147 trenes sacaron del país a 434.351 personas, transportadas en vagones sellados, a razón de cien individuos por vagón; y las cámaras de gas de Auschwitz apenas pudieron dar abasto).

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