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Authors: Javier Arias Artacho

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Eitana, la esclava judía (16 page)

BOOK: Eitana, la esclava judía
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En su interior todavía titilaban las últimas palabras de su padre: nunca dejes de luchar, Eitana, sé fuerte, no te rindas, mira siempre hacia delante, hazlo por mí, por mí, por mí, por tu sangre… No debía olvidar que ella era Eitana, fuerza y valor,
eitana, eitana,
como la había nombrado su abuela al nacer. Su eco eran empujones de audacia y los alaridos de un arresto escondido se le hacían presentes.

Hasta que se estrellaban contra la realidad.

Se consumía agotada, y ese colapso lo desfiguraba todo, lo disipaba todo y apenas podía divisar más allá de aquel niño al que no sabía por qué ya amaba. Aquel fruto del estupro, engendrado entre la oscuridad, los orines y la violencia de un rufián; aquel que había sobrevivido a los golpes de su
dominus,
aquella criatura que podía costarle la vida, aquel rostro que no debía intentar reconocer, porque nunca lo vería, nunca estaría junto a ella, nunca sería nada más que un esclavo que acabaría su existencia ahogado o abandonado; aquella vida insignificante que no podía dejar de rondar su cabeza, y sentir amor, un amor y una piedad inexplicables para ella, y que la marchitaban aún más rápido.

Pero debía olvidarlo. Se lo repetía una y otra vez: debía olvidarlo.

No cesó de repetírselo la tarde de
martius
en que ya no se pudo poner en pie. Efren y Claudio Ulpio la encontraron así al entrar en la cocina cuando volvieron del Foro. El sirio solía entrar a visitar a la joven judía desde que estaba mal; el
dominus
lo hacía porque estaba pendiente de un desenlace que quería resolver cuanto antes.

—Falta muy poco, mi amo —dijo Doma con su cabeza entre las piernas de Eitana.

—¿Cuánto?

—Es imposible saberlo, amo. Pero poco.

La judía aguantaba el dolor comprimiendo su cara hasta desfigurarla, tragándose unos gritos que acababan siendo exhalados como gemidos.

—Avísame cuando esté aquí —le dijo retirándose—. Vamos, Efren.

El sirio miró con clemencia a la muchacha y luego a Doma. Esta asintió con la cabeza, corroborando que todo iba bien. Luego le dijo a la muchacha:

—Hoy no me iré. No me iré hasta que todo haya acabado.

A Eitana le hubiese gustado agradecérselo, pero solo movió la cabeza mientras la mueca de su boca mostraba toda su dentadura constreñida.

Luego el sirio siguió al juez.

Eitana estuvo rabiando varias horas, dando puñetazos contra el suelo mientras se desgarraba entre quejas inevitables. Dolcina bañaba su cara con paños humedecidos, mientras Doma la animaba a esforzarse, a empujar, a intentar que aquella simiente fuese parida a un mundo que lo despreciaba antes de nacer. La sangre espesa goteaba entre sus piernas y empapaba la manta de la muchacha. Luchaba con toda la fuerza que le quedaba, con la ayuda de Dolcina presionando su vientre y Doma manipulando su bragadura. Entonces el pequeño comenzó a asomar su coronilla negra, hasta que media hora después su cuerpecillo estuvo fuera entre alaridos de parto.

Doma repitió lo mismo que había hecho apenas unos años atrás con la niña de la
domina:
cortó el cordón umbilical con un cuchillo y sacudió al bebé con unas palmadas en las nalgas, mientras lo sostenía de las piernas como a un animalito. El pequeño tardó en berrear, pero en cuanto lo hizo su estrépito inundó la cocina.

—¿Qué es? —preguntó Eitana delirando de agotamiento, apenas sin poder sostenerse con los ojos abiertos.

Doma había envuelto al crío embadurnado de una babaza sanguinolenta en unos trapos de lino, y en aquel momento se disponía a dejarlo en el suelo.

—¿Qué es? —insistió agónica.

Pero la esclava no contestó.

—Es un niño, Eitana. Es un niño —le dijo Dolcina.

—¡Cállate, estúpida! —la reprendió la otra—. Es mejor que no sepa nada sobre él.

—Acércamelo, Doma —suplicó la muchacha—. Quiero verlo aunque sea una vez.

—No hagas eso. Será tu perdición. Lo sé muy bien.

—No me importa, no me importa. Por favor.

El niño lloraba lastimosamente en el suelo, lejos de Eitana, enrojecido, con la boca bien abierta y sus ojitos cerrados y alargados.

—Por favor, te lo suplico, solo una vez.

—Déjala, Doma. Es su hijo.

—No es nada, y tú lo sabes igual que yo. Este crío no es nada. Mucho menos que nosotras.

—Déjamelo tocar, déjame rezar junto a él, por favor.

—Reza desde allí por él, muchacha.

—No, no, tráemelo, Doma.

La esclava de cara vencida y arrugada cambió su semblante y una leve compasión sombreó su rostro. Entonces se dirigió a Dolcina y le dijo:

—Ve a llamar al amo, rápido.

—No, no. Espera, te lo suplico —dijo elevando su lánguida voz—. Quiero verlo, Doma. Solo una vez, solo una. Te lo estoy suplicando, mujer.

—No lo haré. Perdóname, Eitana.

Cuando la de Traconítide se disponía a salir de la cocina, Claudio Ulpio apareció seguido de Efren. Su cara de repulsión al ver a la muchacha contrastó con el mohín de tristeza del hombre que alguna vez había sido un conocido gladiador.

—Es un niño, amo —le dijo Doma al verlo.

—Déjamelo.

Dolcina se dirigió hacia donde estaba berreando el pequeño, se agachó y lo tomó entre sus brazos. Lentamente avanzó hacia el
dominus.

—Déjemelo ver —aulló dolorosamente Eitana—. Por lo que más quiera…

—Cállate, necia —le contestó el juez.

—¡Se lo suplico! —lloraba la muchacha—. Por favor…

—¡Que te calles! —le repitió propinándole una patada en una de sus piernas.

La de Traconítide, cuando estuvo frente a Claudio Ulpio, extendió sus brazos y le mostró al neonato gritando. El juez lo observó con vacilación, como si estuviese intentando reconocerse en él. Ladeó la cabeza mientras lo estudiaba, se llevó la mano a la barbilla, quizá dubitando, quizá todavía algo incrédulo. Después se volvió y se dirigió a Efren:

—Quiero que te deshagas de él.

El sirio abrió los ojos y su semblante tembló como si su enemigo fuese el más atroz de los luchadores de la arena.

—Quizá…

—No me importunes, Efren —lo interrumpió bruscamente—. Cumple lo que te ordeno.

—De acuerdo —contestó asintiendo con la cabeza, pero sin convencimiento.

—Dirígete al
Forum Holitorium
y abandónalo en la
columna lactaria
—le indicó al sirio en voz baja, como reprimiéndose, como ocultando su debilidad—. Que suceda como con otros niños: quien lo recoja, que se lo quede.

—Así lo haré, si es su deseo.

—Lo es. Prefiero que sea así.

Eitana gimoteaba sin más fuerzas para gritar, mientras Doma se había arrodillado para intentar lavar su herida con una jarra de barro para luego aplicarle algunos ungüentos. El desvarío de la extenuación ya no le permitía asirse a la realidad, pero en su conciencia habían quedado impresas las palabras
columna lactaria,
de la que había escuchado hablar alguna vez a las esclavas. Era el destino de los no deseados, de los deformes, donde los abandonaban por la noche a su suerte, para que con fortuna alguna mujer los amamantase o para que acabasen de extinguirse allí, solos, sin pasado ni futuro, envueltos en harapos.

—Asegúrate de que esté bien —balbuceó la muchacha.

Pero nadie pudo entenderla. Sus palabras nacían muertas, extenuadas, quizá como su primerizo, condenado a la noche.

20

Algo se quebró en su interior aquella noche y atizó su vida definitivamente. Tan joven y niña como era, con apenas dieciséis años, comprendió que no hay vida sin sentido, ni sentido sin dar la vida. No fue una iluminación, ni el relumbrón certero de los dioses, ni el susurro de los ángeles. No fue nada de eso. Más bien fue la lenta digestión de su dolor, el lento mascar de las jornadas entre desvaríos y treguas de sufrimiento. Así le habló Yahvé, tendida boca arriba sobre el suelo de la cocina y aliviada por los paños húmedos que le aplicaba Dolcina. Eitana se sentía como una de aquellas palomas que zureaban por los tejados de Roma, pero revoloteando sin rumbo, a punto de ser derribada por uno de aquellos guijarros que les lanzaban los niños cuando las tenían a su alcance.

Sabía que se consumía, y que día a día se deslizaba suavemente hacia la muerte. Y los demás miembros de la
domus
también.

El desangramiento, la infección y la apatía a una vida amputada de esperanzas la postraron gravemente enferma desde la noche del parto, mientras Claudio Ulpio parecía observarla indiferente, como si lo que agonizara jornada tras jornada fuese un perro o alguna otra mascota que no tenían. Pero las esclavas supieron que no era así. Dolcina y Doma comprobaron que la joven judía significaba mucho más que ellas para el
dominus,
mucho más por su belleza y por el reposo que proporcionaba a las postreras ansias de su edad, porque cuando Efren le dijo que había que traer un médico o salir fuera de la ciudad para enterrarla, el juez dio la orden inmediata de que Prisco corriese en busca del sanador.

Llevaba cinco días languideciendo, cinco jornadas apagándose como los candiles de los
cubicula
cuando ella no los llenaba de aceite. Al entrar en la cocina, lo primero que sugirió el médico a Claudio Ulpio fue que la tendiese en un lecho, algo que el
dominus
había obviado, acostumbrado a verla durmiendo por los rincones, y cuando la tuvo bien acomodada en el más pequeño y oscuro de los
cubicula,
abrió su alforja, extrajo sus utensilios de hierro y madera, algunas medicinas en pequeñas ánforas de barro y pidió una jarra de agua tibia. Mientras Efren y las otras dos esclavas observaban desde detrás, el sanador buscó su entrepierna y comenzó a trabajar sobre ella. Eitana apenas entreabría los ojos, apenas ni suspiraba. Solo sufría en silencio. Estuvo aproximadamente una hora con ella y, antes de irse, vació una de sus ánforas goteando sobre su boca abierta, como el agua de las fuentes chispeaba sobre los cántaros. Dio la orden a Doma de que le diesen mucho de beber y dijo que poco más podía hacer entonces.

Sin embargo, al día siguiente regresó. El rostro macilento de la muchacha era el mismo, pero esta vez Eitana parecía más lúcida y respondió lerdamente al saludo del médico. Parecía que aquella jornada podía estar más receptiva y el hombre pidió a las otras esclavas que abandonaran la habitación. Cuando se quedó a solas con aquella joven cautiva que tenía el privilegio de ser visitada por un curador, le dijo la verdad con una sonrisa plácida y benefactora:

—Te estás muriendo, muchacha. A menos que luches por vivir, morirás. Yo ya no puedo curarte.

Eitana cerró los ojos y respiró profundamente la penumbra del
cubiculum.
Luego sopló suavemente unas palabras:

—No tengo fuerzas para hacerlo. Está bien así.

El hombre la miró con ternura y sujetó su débil mano con las suyas, como se cobija a un pajarillo que ha caído de su nido para intentar que no escape.

—Siempre hay motivos por los que vivir, muchacha.

—Usted no es esclavo —rasgó su voz.

—Todos somos esclavos y libres a la vez. En el fondo depende de nosotros.

Eitana se encontraba tan exhausta que ni puso intención de querer responder a su juego de palabras que entrañaba aquella paradoja extraña. Pero aquel hombre maduro, de cabello encanecido, tez oscura y piel bien rasurada continuó.

—No conozco tu vida, pero sé que has sufrido mucho, quizá mucho menos que tus compañeras de ahí fuera, o las que mueren en las minas o en los campos. Yo he visto morir a muchos inocentes, a hombres desfallecidos, a hombres y a mujeres como tú, hartos de malvivir entre injusticia, sacrificio y desprecio. No sé todo lo que has sufrido, pero es humano estar vencido. Es humano vivir así un día tras otro, sin descanso, sin treguas, sin esperanzas. No vengo a reprocharte nada, pequeña. Casi puedo imaginar tu dolor. Y lo comprendo.

El médico hizo una pausa y Eitana agrandó sus ojos, como si el sentido de la escucha se potenciara intentando abrir más los párpados.

—¿Qué te queda, pues? ¿Qué más te pueden arrebatar en tu vida? Perdiste a tu familia, perdiste tu tierra, tu pasado, todo lo que tenías. ¿Qué más te pueden arrebatar? Dime.

—Nada, ya no me pueden quitar nada más —dijo lastimosamente.

—Pues yo, muchacha, te digo rotundamente que no —pronunció con afecto, acariciando su mano—. Te han arrebatado todo, te han dejado sin nada. Pero todavía hay algo que jamás podrán arrancarte si no quieres.

Hizo una pausa, la miró a los ojos y le dijo.

—Jamás podrán quitarte la libertad si no quieres.

—¿La libertad? —agitó negativamente su cabeza—. ¿Quiere compadecerme con engaños?

—No, escúchame. Solo intento hablarte de una libertad que nunca podrán arrebatarte, de una libertad que no perderemos si no queremos. De una dignidad que nos enaltece ante Yahvé y nos honra ante los demás, estemos como estemos, hagamos lo que hagamos.

—¿Es usted judío?

—Mis padres lo eran. Yo ya no sé qué soy. Solo sé que intento ser libre, todo lo que puedo.

Eitana se inquietó en su lecho, como si la sangre comenzase a fluir nuevamente por todo su castigado cuerpo.

—No sé de qué libertad habla —se desgarró una imperceptible voz en la oscuridad—. Usted no es esclavo, usted no es forzado por las noches, a usted no le arrebatan los hijos nada más nacer…

—No te confundas, muchacha. No te hablo de esa libertad. Te hablo de la única libertad que hay, que es la de poder elegir un camino u otro, la de poder escoger lo mejor para cada uno. Y tú me dirás: ¿qué dice este médico? Se sigue burlando de mí. Si fuese tan libre, ¿por qué no me levanto y salgo de esta
domus
hoy mismo? ¿Por qué no lo hago? Pero la libertad de la que te hablo, muchacha, es la de elegir entre lo mejor o lo peor, en la circunstancia en que uno esté, sea la que sea, incluso en condiciones tan terribles como la tuya, ¿entiendes? No se trata de poder hacer lo que yo quisiera, sino lo mejor para mí en ese momento.

El médico observó entre la opacidad los ojillos alargados de la muchacha suavizándose, llenándose de un sosiego nuevo.

—Nuestra libertad solo es perfecta cuando la orientamos hacia nuestro Creador, hacia el único que nos sostiene. Incluso no importa qué nombre le demos a ese dios, no importa que lo llamemos Júpiter, Mitra, Marte, Venus, Isis o Yahvé. No importa. Intenta elegir lo que es mejor para ti, elige bien y estarás ejerciendo plenamente tu libertad.

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