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Authors: Javier Arias Artacho

Tags: #Darama

Eitana, la esclava judía (20 page)

BOOK: Eitana, la esclava judía
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Jamás Eitana llegaría a leer las epopeyas nacionales compuestas tres siglos antes, pero el librero sí había estudiado la
Guerra p
ú
nica
de Naevius y los
Annales
de Ennius, así como el
Origenes,
escrito por Catón, cuando la lengua todavía era demasiado rígida y estricta. De ellas le había hablado largamente a Eitana, que lentamente fue dibujando en su cabeza la génesis de Roma, la ciudad que la había adoptado y escondido a la vez.

Y qué podría decir de aquella elocuencia que comenzó a forjarse hacía más de dos siglos atrás. Qué podía decir si apenas había copiado las
Catilinarias
del gran Cicerón, creador de todo un arsenal de conceptos que actualizaron el griego en la lengua del librero para darle una nueva vida con obras como el
Orator o De oratore.
Servius la había instruido en lo elemental de la materia, que buscaba que el orador comprendiese a sus oyentes, previese sus reacciones olvidándose de sí mismo e, identificándose con ellos, los condujese a pensar como él mismo. Además, le había advertido que la perfección formal de Demóstenes, la sutilidad de su razonamiento y el poder de su indignación, jamás habían podido ser superadas por Cicerón. Entonces, Eitana cavilaba sobre cuán importantes eran las palabras, y muchísimo más cuando servían para mover a los hombres.

Y también, durante aquellos años, había aprendido sobre la poesía y había leído a Lucrecio, capaz de cultivar y conmover el alma humana, o a Cátulo, extenso y generoso en ornamentos, como en el mito de Ariadna, la hija de Minos raptada por Teseo, que fue abandonada dormida en la ribera de Naxos y recién despierta en el momento en que el barco que debía llevarla a Ática desaparece en el horizonte. El sueño del alma de Ariadna volará, ebria de Dionisos, hacia la inmortalidad astral, como el espíritu de Eitana intentando recuperar aquellas imágenes. O las
Buc
ó
licas
del gran Virgilio, entre los prados húmedos de la Galia cisalpina, bordeados de sauces irrigados de canales artificiales, o las
Ge
ó
rgicas,
bellas y profundamente humanas, invitando a los romanos a un retorno a la vida rural y a los viejos valores honrados. De lo mismo que trataban las
Odas
de Horacio, apelando al mismo sosiego y a la misma paz. Y aunque no había leído la
Eneida,
la obra de Virgilio que buscaba el inicio de la patria fundada por un héroe justo y piadoso, el librero le había contado la historia de Eneas y le había explicado que el poeta imitaba al gran Homero, con su
Ilíada
o su
Odisea,
o a
Los Argonautas,
del alejandrino Apolonio de Rodas.

Además, Eitana jamás imaginó que habría de llorar con las elegías de Tibulo y Propencio, tormentosas y gozosas de amor, y que conocería la existencia de las
Metamorfosis
de Ovidio, una verdadera síntesis de los dioses griegos en un universo en constante transformación, así como todas las obras de amor del poeta, junto con las tragedias griegas de Esquilino, Sófocles o Eurípides.

Sabía todo esto y cada día comprendía algo más, cada vez más convencida de que la Torá no era la única forma de interpretar el mundo, sino, simplemente, la forma en que Yahvé se había manifestado a su pueblo.

—Acabarás quemándote los ojos —le dijo un día Tulio.

La muchacha levantó los ojos de su escritorio y le sonrió.

—Estoy intentando nacer.

—¿Nacer?

—Saber cosas, muchas cosas. Conocimientos y emociones que jamás hubiese imaginado.

—Sé de muchos que han perdido los ojos así.

—Sé de muchísimos que pierden su vida de cualquier otra manera —agregó ella—. Ojalá que las esclavas que yo conocí pudiesen elegir entre sus vidas o cegarse de aprender.

El amanuense la observaba absorto, con una devoción muda que ella conocía, pero que no podía corresponder. Tulio tenía apenas unos pocos años más que ella, Eitana creía que unos veinticinco, y Servius y Verina le habían dado la libertad hacía muy poco. Desde entonces, vivía en un andrajoso
cenaculum
en la cima de la
insula
con un pequeño sueldo de unos cuantos sestercios que ocupaba en el arrendamiento y poco más. No tenía mujer, quizá albergando un sueño que la muchacha judía intentaba difuminar.

—Quizá, quizá… Quizá te apetezca subir con Lucio a jugar a los dados, como antes…

La muchacha volvió a levantar la cabeza y nuevamente hizo un gesto de negación.

—Es mejor que no, Tulio. Pero el niño puede subir como siempre. —¿Por qué? —casi suplicó. —Le pido que me respetes, por favor.

—No volverá a suceder. Sube con el niño, como siempre. Te prometo que todo volverá a ser como antes.

Eitana todavía recordaba lo que había sucedido la última vez que había ascendido a la sexta planta por los desgastados escalones de adobe. El mundo en la azotea era miserable, con un rellano sucio de jarras rotas, harapos, mondas de fruta y moscas. Pero una vez que se atravesaba la puerta del
cenaculum
de Tulio, todo estaba ordenado con humildad y aseo. Era una habitación con un camastro de paja en el suelo, un viejo armario, un brasero y un candil. Los sonidos de la
insula
llegaban entre jadeos, gritos y golpes, como si los muros fuesen bastidores, como si todos estuviesen con todos, en un mundo alejado de la literatura o de cualquier manuscrito que los obligase a pensar. La ventana, protegida por un postigo de madera, estaba abierta para que la calima estival no acabase por hacerlo del todo insoportable, pero en invierno el frío atería la piel bajo aquel techo que marcaba la pendiente del tejado, y entonces solo el brasero y las mantas protegían a Tulio del silbido helado que se colaba por las hendiduras.

Aquella noche de inicios de verano, Eitana había subido con el pequeño Lucio, como de costumbre, pero esta vez la muchacha se había quedado con su compañero amanuense bebiendo una jarra de vino, con el aliento de la noche suspirando por la ventana rectangular, tras la que dormía una estremecedora Roma oscurecida y gigante, titilando miles de lumbreras, antorchas y faroles, entre montañas de edificios opacados por la sombra del cielo. Habían reído y jugado con el niño, como cualquier otra familia que se hacinaba en la
insula
,
pero luego Lucio se había inclinado en los brazos de Eitana, y la muchacha lo había recostado sobre el jergón acariciando su frente sudorosa, siempre intentando espantar el destino que le hubiese deparado el abandono que nunca había ejecutado Efren.

Entonces el efluvio de la bebida se condensó en su cabeza y la joven comprendió por qué el vino había nacido prohibido para las mujeres. Pero ya era demasiado tarde. Eitana percibió el deseo del muchacho latiendo en sus ojos, bajo la luz de la lámpara de aceite. Aquella ansia que siempre había sentido palpitar cerca de ella, aquel desespero que Tulio emanaba desde que la había visto por primera vez, y sintió pena por él, que vivía sorbiendo su presencia en cada una de sus miradas, siempre de reojo, huidizo, intentando acariciar su cuerpo fértil, ese que solo había disfrutado un hombre al que ella había llegado a odiar y otro al que ni había conocido. Y sin apenas darse cuenta, envuelta en el vapor del vino, Eitana acabó respondiendo a sus besos, dejando que su lengua rozase la suya, mientras dentro de ella brotaba no el amor, sino la compasión, porque la judía, mareada por la gratitud, sabía que su vida no temblaba en sus brazos, ni florecían aquellas elegías tan conmovedoras que leía envuelta en imágenes hermosas. Solo era un inmenso aprecio y un infinito cariño. Solo era un amor sencillo, una respuesta natural a todo el manantial que él les ofrecía a ella y a su hijo.

Y cuando Tulio sintió que su boca alcanzaba aquel oasis que durante tanto tiempo había buscado, su anhelo se desató v sus manos buscaron el tacto de su piel bajo una sencilla túnica de lino, y Eitana se dejó acariciar pensando que aquello estaba bien, que era momento de olvidar e iniciar un nuevo camino. Así, Tulio quiso más y la arrastró hasta una pequeña celdilla cubierta por una cortina, mientras ella se dejaba hacer, mientras ella se dejaba desarropar en la oscuridad, tendida sobre el suelo. En los ojos de su amante destellaba la pasión y en ella la misericordia, y cuando él rozó con sus labios los secretos de su cuerpo, y luego se recreó en la suavidad de su cuello rígido, la joven intentó olvidar y entregarse generosa. Entonces el muchacho la amó desbocado, con un gozo que Eitana no pudo compartir.

Sin embargo, después todo fue remordimiento y vacío, un desasosiego y una insatisfacción diferente a la que había sentido con el juez, pero suficientemente perceptibles como para saber que el vino había embriagado su razón y sus sentimientos. Podía entregarse todas las veces que Tulio necesitase, podía sellar su vida a aquel hombre que pasaba tantas horas junto a ella, incluso podía intentar creer que conseguiría amarlo como se merecía, pero un chispeo en su interior la espantaba y le dejaba aquel mohín amargo que sentía con Claudio Ulpio. Aquello no era ese deleite del que había escrito Ovidio, ni el que ella ansiaba encontrar todavía siendo una niña, cuando miraba a los muchachos en la playa del Genesaret. Aquellos insulsos sentimientos que no vibraban en su interior apenas eran un cariño sobre el que Tulio no se podría imponer, porque ya no era una esclava. No lo era, ni lo quería volver a ser.

Entonces comprendió que no debía volver a suceder, e intentó explicárselo como pudo, pero él le habló de una vida juntos y de un amor tan vasto que podía anegar toda Roma. Pero ella no cedió. No lo hizo, aunque él continuó cercándola en la trastienda, buscándola entre las estanterías y por todos los recovecos de la librería. Tulio creyó que a fuerza de insistir, Eitana volvería a entregarse como una dádiva, sin el ímpetu del vino, pero con la convicción del apego y la cercanía. Pero no fue así. Entonces todo fue mucho más difícil e incómodo. La muchacha acabó convirtiéndose en un ser silencioso y esquivo, y dejó de subir a la pobre azotea donde el muchacho alquilaba con sacrificio, y abandonó aquel rincón del mundo donde había sido tan feliz.

—Inténtalo, Eitana —insistió el muchacho por última vez—. Sube con Lucio.

—No sé cómo decírtelo, Tulio. ¡No insistas! No subiré. El niño puede hacerlo cuantas veces quiera, pero yo no lo haré.

—No puedo vivir así —casi le suplicó el joven—. Quiero que todo vuelva a ser como antes.

—Nada podrá ya ser como antes…, y es culpa mía.

—¡No digas eso! Estás confundida, Eitana. ¡Piénsalo!

La muchacha lo miró con los ojos desolados, casi humedecidos, meditó unos instantes, midió sus palabras y luego le dijo:

—No puedo amarte, Tulio, ni entregarme como debía hacer en la
domus.

—Yo te querré por los dos, yo haré que me quieras más que a nada en este mundo.

—¡No es tan fácil! Créeme, no es tan fácil.

—Pero aquella noche…, aquella noche tú…

—Aquella noche me engañó el vino, y cometí un error… Quizá hermoso para ti, pero un error. Puedo entregarme cuantas veces quieras, puedo fingir como debía hacer para sobrevivir en la
domus,
pero no lo haré. Sé lo que quiero y lo que no quiero. Así crecí como esclava, ¿entiendes?, entregándome pasiva, aceptando mi destino. No puedo hacer lo mismo contigo, no puedo. Debes entenderlo.

—No lo entenderé, no lo entenderé… —dijo alterado.

—Debes encontrar una esposa, debes hacer tu vida, Tulio.

—No lo haré sin ti —negó con la cabeza desesperándose—. No puedo.

—Podrás. Solo tienes que aceptar lo que te digo.

—¡Estás equivocada! —insistió él—. Tú también me necesitas.

—Pero no como a un esposo, Tulio —le respondió ella lacónica—. Lo siento.

—¡Eitana!

Y al pronunciar su nombre, el joven intentó abrazarla. Pero ella se zafó decidida.

—¡Basta! Te lo ruego. Acepta lo que digo de una vez.

—¡Has leído demasiado, Eitana! —exclamó dolido—. Crees que lo sabes todo, pero no sabes nada. Si pasaras menos horas enredada entre libros y tablillas serías más feliz, y sabrías que la vida pasa con demasiada rapidez, y que la soledad castiga y enloquece. ¡Te estás echando a perder!

El joven amanuense, que una vez había sido un niño esclavo en unas letrinas públicas, la miró encrespado, con todo su amor chispeando odio. Era como si el sol se hubiese helado o la luna los hubiese abrasado con una inmensa luz blanca. Y Eitana no pudo dejar de pensar en la fuerza de la pasión, y cómo podía acercar o alejar a los hombres, como una vez había sucedido con Efren y con su hermano gemelo.

Entonces la muchacha ya sabía casi todo de aquel sirio al que había comenzado a conocer, justo cuando había desaparecido completamente de su vida.

25

Eitana acabó de resolver el acertijo de su existencia cuando supo la historia del sirio. Entonces el enigma se fue desenredando como una madeja de lana, y el texto de su vida acabó de encajar con tintas púrpura, como cuando ella tejía las palabras sobre un pergamino bajo la luz de un candil.

Servius le había contado que la vida de Efren había comenzado a trazarse donde el sol nacía, donde las tierras eran áridas y ásperas, pero llenas de una luz amarillo melocotón, de un cielo azul abrasador y noches de un negro mágico. En su vida perduraban el hálito de una tierra lejana, más allá del mar, muy cerca de donde Eitana había aprendido a respirar. Su padre era un comerciante de Tadmir que había visto a su joven esposa parir unos gemelos que la desangraron en dos jornadas. El hombre, picado por el rencor y el dolor, entregó a los dos niños para que fuesen criados por dos de sus hermanas, lejos el uno del otro, cada uno alrededor de un distinto fogón. Fueron ellas las que los nombraron por primera vez, y una lo llamó Cam y lo crió en Damasco; la otra lo llamó Efren, y lo crió en la ciudad de Tadmir.

Despechado por lo que le habían provocado a su esposa, su padre se dedicó completamente a su trabajo: viajar, ajeno a su sierpe. El comercio de especias lo llevó por todo el imperio cargado de mostaza, mejorana, cilantro, tomillo, anís, azafrán y mucho más. Así, desgastó su vida en caminos y naves mercantes durante diez años, hasta que sintió el grito de la sangre y la necesidad de sosiego, e intentó restituir una paternidad que había ejercido esporádicamente. Entonces fue en busca de sus hijos, Efren y Cam, y los arrastró desarraigados hasta Roma, donde habría de organizar un próspero negocio en el barrio de Velabrum. Allí, los dos muchachos comenzaron a conocerse por primera vez y a tejer una amistad que se les había negado durante años, jugando juntos, callejeando la ciudad y, más tarde, asomándose tempranamente a los lupanares de los muelles del Tíber donde su padre los había llevado por primera vez.

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