Authors: Alberto Olmos
–¿Qué trabajo?
–¿Qué trabajo?
Tuve que contenerme para no comentar lo irritante de ser contestado con otra pregunta.
–¿Cómo que qué trabajo? Te estoy diciendo que eres un jodido enfermo, ¿y te preocupa mi nuevo trabajo? –Retocó el abrigo sobre sus muslos, sonriente–. Es con mi padre, si tanto te interesa. Se fue la responsable de prensa. Mola.
–Más que los detergentes, sí. ¿Qué hace la ONG de tu padre?
–Gestiona proyectos en países en vías de desarrollo. –Rosa, corporativa–. Entre otras historias. Me hace ilusión trabajar en algo útil.
–Yo tenía un amigo muy metido en ese mundillo.
–¿Tú tienes amigos? –Se rió. Estaba más relajada–. No lo sabía.
–Sí, uno. Lo mataron.
–Jo, perdona.
–Nada, nada. Es una pena que no lo conocieras. Daniel, se llamaba. Tenía algunos años más que tú, y también iba a cambiar el mundo y a erradicar las bolsas de plástico de la galaxia.
–Espero no volverme nunca como tú, Santi, de verdad.
–¿Nos la acabamos?
Nos acabamos la botella de cerveza. Hablamos de la oficina, de la mía, de cómo estaba afrontando su ausencia. Le dije que Patricia me estaba ayudando mucho, que era una chica muy agradable. Que habíamos empezado a comer juntos. También hablamos de volver a vernos al cabo de un tiempo, cuando ella, según dijo, «se encontrara a sí misma».
–Eres una chica muy especial, Rosa –dije.
Se puso su abrigo y la acompañé hasta la puerta. Levanté la mano mientras Rosa bajaba el primer tramo de escaleras.
–Escribe pronto –me despedí.
Hacía mucho tiempo que no recibía una carta.
12 am, arriba. Visita de Rosa. Discusión. «Sexo sin amor.» Trabajará en la empresa (tachado) ONG de su padre. Se acaba de ir. Escribo esto ahora porque no creo que me pase nada en todo el día. 4.32 pm.
Pierdo palabras, sin embargo; las más importantes además, las palabras de la conversación.
Esto me obsesiona. Del mismo modo que me tranquiliza saber que cualquier comunicación por escrito dirigida a mí durante los últimos catorce años se encuentra a salvo en su lugar designado (la caja de cartón, el documento de texto de mi ordenador, el servidor de mi cuenta de correo), y que puedo recuperarla cuando me apetezca, oírla de nuevo y calibrar su sentido sin necesidad de reacción inmediata (ninguna palabra espera respuesta eternamente), me saca de quicio, tantas veces, no poder conservar en ninguna parte, de manera segura y fiable, todas las palabras que he provocado en los demás, todas las frases que sólo tuvieron sentido porque yo había de oírlas, toda esa literatura barata de lector único y satisfecho. Nos encanta que nos dirijan la palabra.
Por eso pasé el resto de aquella tarde de sábado recuperando el encuentro con Rosa. ¿Qué dijo? ¿Qué dijo exactamente? ¿Qué quiso decir?, también. ¿Dijo «Eres muy bueno en la cama» o «Eres guay en la cama» o «Eres estupendo en la cama» o «Fuiste estupendo en la cama»? Si usó el pasado, ¿descartaba por completo que volviéramos a follar? Si usó el presente, y quise creer que lo usó, ¿significaba que, consciente o inconscientemente, había posibilidades de acostarnos de nuevo en un futuro cercano? ¿Qué había debajo de aquella tilde esdrújula, cínico o irónico? ¿Santi o Santiago, cuántos Santis (afecto), cuántos Santiago (distancia)? ¿Cómo me saludó al verme, «Hola, qué hay, qué tal, hola Santi, hola Santiago, buenas tardes, tienes mala cara, tienes buena pinta, me alegra que me esperes en el descansillo, putas escaleras, a ver cuándo te ponen un ascensor», nada? ¿Contestó a mi imperativo «Escribe pronto»? ¿Dijo «claro» o «te escribiré» o «no lo dudes» o «mejor te llamo» o «no tan pronto» o «la semana que viene te escribo»? ¿Y dije o no dije yo, de viva voz, «hace tiempo que no recibo una carta»? ¿Y por qué dije «una carta» y no «un mail»? ¿Dije «mail»? ¿Dije algo?
Todas las conversaciones del mundo deberían estar grabadas, como los programas de la tele y los interrogatorios en las películas.
Habría una ventaja especialmente provechosa bajo esta medida: ahorrarnos más conversaciones. En concreto, todas esas que giran en torno a si uno dijo o no dijo lo que el otro nos acusa de haber dicho.
¿Cínico, irónico?
¿Carta, mail?
¿Carta?
Recordé entonces por qué dije «Escribe pronto». Quizá debido a que no veo muchas películas, las pocas que veo y que me gustan llegan a formar parte de mi aptitud lingüística. Repito líneas enteras de los diálogos de mis películas favoritas. Sin saberlo, mi interlocutor se encuentra dentro de una escena que me sé de memoria, y por eso sucede que no entiende lo que le digo, que me malinterpreta, que me nota raro, pues me quedo aguardando la réplica exacta que me haga feliz, por previsible y consabida, como si convivir con alguien fuera estar contratado para las mismas películas.
En
Annie Hall
de Woody Allen, el personaje protagonista, Alvy Singer, pasa unas horas en prisión tras estrellar su coche de alquiler contra otro vehículo. Cuando su amigo lo saca de la cárcel, Alvy Singer se despide de sus compañeros de celda de esta manera: «Hasta pronto, muchachos, escribid pronto».
¿Irónico, cínico?
Ambos, y mucho. Rosa podría pensar que deseaba tener noticias suyas cuanto antes, pero en realidad yo estaba vampirizando la ironía carcelaria de Woody Allen, lo que la situaba a ella en la posición de una persona a la que, en el fondo, yo sabía que nunca más iba a ver.
Hace tiempo que no recibo una carta.
Esa frase vino de nuevo a mi cabeza. Estaba sentado en el sofá, en el mismo almohadón que el poderoso culo de Rosa había hundido (barril, badgirl), y mirando la estantería donde tengo alojados mis setenta y ocho libros. Sobre la mesa aún holgazaneaban los vasos sucios de la cita, con el tapón de la botella de litro boca arriba, y la botella entre ellos, jerárquica. Doblé la cabeza y empecé a leer los títulos de los libros, disciplina que me impuse cuando me di cuenta de que me estaba convirtiendo en un chiflado que lee mal las palabras, «porno» en «pronto», «eyaculación» en «circulación», «USA» en «bus», chifladura no muy distinta de la de una persona que sólo viera famosos por la calle. Hace tiempo que no recibo…
No hacía tanto, de hecho. Me puse en pie. «¿Dónde la puse?», dije en voz alta. «¿Dónde coño…?»
Empecé a sacar libros de la estantería, a voleo. Novelas muy gruesas, primeramente. Las hojeaba con ansiedad exponencial. «¿Dónde coño…?» Las devolvía a su sitio y tomaba otro volumen, siempre de tamaño poco manejable. ¿En el último libro que leí? ¿Cuál fue?
Historia de los perros
. Dentro había un marcapáginas rojo con estrellitas blancas, nada más. «¿Dónde coño…?» Tenía sólo setenta y ocho libros, pero encontrar un papel entre más de siete mil ochocientas páginas no era tan fácil. Parecía que más que guardarlo había tratado de perderlo.
Me pasé mis buenos cincuenta minutos hojeando libros. Encontré tantos marcapáginas que adopté la culpa imaginaria de quien deja todos los libros a la mitad. Hallé también las entradas de aquella peli de terror que vi con Rosa. Además, alguien debió de encartar en mis libros, en algún momento en el que yo no miraba, enternecedores ítems ajenos a mi talante: ¿una hoja seca, una florecita, el tríptico de una exposición, una quiniela de fútbol?
La carta de Daniel estaba en el libro más fino de todos, un manual básico de mailmarketing que llevaba años sin consultar. La saqué de su emparedamiento, leí las dos palabras que aparecían en el sobre y me senté en el sofá.
Daba mucho miedo abrir cartas de muertos.
La coloqué en la mesa, apoyada en uno de los vasos vacíos.
La solidaridad ha fracasado, dije una vez. Todos podemos impugnar la vida de los demás con una sola frase.
A lo mejor había llegado mi turno.
12 am, arriba. Visita de Rosa. Discusión. «Sexo sin amor.» Trabajará en la empresa (tachado) ONG de su padre. Se acaba de ir. Escribo esto ahora porque no creo que me pase nada en todo el día. 4.32 pm. 8.45 pm. Algo pasó. Abrí la carta de Daniel. Dentro hay una sola palabra.
Me encontraba en la fase de apogeo sexual con Rosa cuando quedé con Daniel por última vez en mi vida.
–Tienes buena cara, Santi.
El Coloso estaba lleno de estudiantes universitarios. Era viernes y todos parecían haber copiado con éxito en algún examen. Las chicas vestían camisetas sin mangas y alzaban los brazos hacia el cielo con cada nueva ronda. Hacía hoyo con los ojos en todos los ombligos que asomaban.
–Si quieres, te presento a alguna.
Como tantas revistas y periódicos, y tanto sedicente experto en sexualidad, Daniel propagaba el tópico de que, cuando uno lleva mucho tiempo sin follar, su deseo es el perro de todos los silbatos. Resulta que es al revés. Nunca se halla uno más cerca de la espiral libidinosa que desde la costumbre del coito.
–Sí, por favor –contesté–. Ya va siendo hora de hacer un trío.
–¿Te aburres conmigo, cari?
–No es para hacerlo contigo, gilipollas.
Le hablé de Rosa. Le dije que era mi asistente y que estaba muy buena. Me recreé pormenorizando lo buena que estaba.
–Las tiene así –señalé.
Hice hincapié en la diferencia de edad. Para un hombre no hay nada mejor que acostarse con una mujer más joven que él. Esa mujer siempre es la mujer joven que uno no pudo tirarse cuando también lo era. Todas las mujeres que me rechazan se acuestan conmigo cuando cumplo años.
Finalmente, detallé algunos de nuestros más memorables actos de vandalismo sexual. En el despacho de mi director, dos veces. En los baños de un bar, muchas veces. Por detrás, catorce veces. En las escaleras de mi casa, también.
–Bukake, bondage, exhibicionismo, sadomasoquismo… Lo que quieras.
–Me alegro por ti, ya iba siendo hora.
–¿Qué quieres decir? A ver si te crees…
Me irritaba la ventaja que un hombre siete años menor que yo me sacaba, de modo evidente, en experiencia sexual. Lo que descubre uno con treinta y cinco años es que todo lo había descubierto ya con treinta. Daniel tenía veintiocho. Era mi único amigo a la zaga en edad. Con él aprendí a sentirme viejo, no porque yo hiciera cosas de viejo comparadas con las cosas que hacía Daniel, sino porque hacíamos las mismas cosas, lo que sugería que, a partir de cierta edad, no hay razones nuevas para levantarse por la mañana.
–Y todo eso lo estás apuntando, supongo, en tu… en tus cuadernos.
–Efectivamente.
–Algún día me gustaría ver esos cuadernos. Debe de ser muy chulo echar un ojo a lo que hiciste hace años, un día en concreto.
–A veces los releo, sí.
–Me gustaría saber cómo eras exactamente cuando tenías mi edad. Quiero decir, por ejemplo, ahora, que tengo veintiocho. Cómo pensabas tú con veintiocho. Con quién te relacionabas. Todo eso.
–Con gente como tú, no, claro. Yo era normal, como ahora, de esas personas que hacen girar el mundo. Vamos, que trabajan y consumen, sin gilipolleces.
Daniel sonrió. Esta conversación la habíamos tenido tantas veces que le dábamos al forward enseguida.
–Oye, cuando muera dile a mis herederos que te los den… Los cuadernos. Y todo. Espera. –Tomé una servilleta del servilletero, le miré mientras encontraba un bolígrafo en el bolsillo de mi chaqueta; debajo de El Coloso, escribí–: Santiago Serrano decreta heredero universal de sus cuadernos personales, de las cartas en la caja de cartón y de los documentos de texto con sms a Daniel Mansilla, El Coloso… –Puse la fecha y firmé–. Ahí tienes.
–Qué honor. Mira que como te mueras voy y reclamo mi herencia.
–Sin problema, Daniel. ¿Qué quieres, un pacto de sangre? Todo tuyo, en serio. Como si quieres mandarlos a un premio de novela. O de poesía. Yo tendré entonces otras preocupaciones.
Nos reíamos con toda esta estupidez. No sé Daniel, pero yo no estaba en modo alguno retrasando la sutura a nuestra anterior conversación. Habían sido seis meses sin vernos, sin más contacto que los mensajes que habían acotado la presente cita en nuestras agendas. En algún momento habría que mover el foco.
–Hostia –añadí–, y cuando llegue a casa te voy a dejar escrita en una hoja del cuaderno la clave de mi mail. Sí. Recuerda, en el cuaderno de este mes y año. Así heredarás todos mis bienes verbales.
–Dámela ahora. Escríbela en la servilleta, la doblamos y no la miraré nunca. Te lo juro.
–No, no. Espero vivir hasta los sesenta años al menos, y enfadarme contigo cuatro o cinco veces más. Quién sabe lo que harás con ella mientras llega la reconciliación; si llega…
–No me enfadé, Santiago. Bueno…, un poco. Lo que me dijiste me hizo reflexionar, eso sí. La solidaridad ha consentido demasiados desmanes, aquí cualquier hijo de puta pronuncia la palabra mágica y se queda tan pancho. Habría que partirles la boca a todos.
Esta vena violenta encajaba perfectamente en el corazón de Daniel, tan aficionado a los noviazgos fugaces, las acciones de protesta, las peleas un poco forzadas y el ejercicio deportivo. Jugaba al baloncesto los domingos, boxeaba los martes, iba a yoga, iba a la montaña, y de todo volvía desfogado y primitivo.
–Algo habría que hacer –sentenció.
–Nada habría que hacer –sentencié.
Y, claro, cogimos el periódico. En portada coleaba el último terremoto acaecido, por designio divino, en un país miserable. Adosados a las páginas que sacaban sus últimos jugos al meneíto tectónico, decenas de anuncios solicitaban dinero con urgencia. ¡Oportunidad de negocio! El capitalismo aplicado a un sector en auge: la culpabilidad.
–Me encanta –dije–. Ser bueno era lo último que nos faltaba por vender.
–Habló el publicista.
–Un respeto, tío. Yo soy un loser, aún tengo dignidad.
Pasamos páginas y contamos cuántos anuncios o anuncios encubiertos estaban usufructuando la muerte de aquellos tres mil bolivianos. Cuarenta y cuatro. Había organizaciones no gubernamentales, organizaciones humanitarias cristianas, organizaciones profesionales, entidades altruistas, entidades estatales, asociaciones de vecinos, parroquias de barrio, clubes de tenis (!), colectivos de voluntariado, sectas, colectivos sociales, personalidades de la cultura y el espectáculo, y hasta el propio director del periódico deslizando en el editorial que parte de los ingresos del siguiente domingo, en el que la cabecera vendría con unos posavasos ilustrados con cuadros de Leonardo da Vinci, serían destinados a la reconstrucción de aquel país resquebrajado.