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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

El águila de plata (43 page)

BOOK: El águila de plata
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Sabía que no era la última vez que se encontrarían. En la próxima ocasión tendría que matar al despiadado cazador de esclavos, si no quería que fuese él quien la matase a ella.

Al final se cumplió el temor de Fabiola de no poder proseguir el viaje. El centurión que salió a su encuentro cerca del campamento no quedó menos impresionado que el
optio
por su belleza, pero demostró mucho más aplomo. Con cortesía pero también con firmeza, rechazó la petición de Fabiola de continuar el viaje.

—No hay muchos viajeros por aquí, señora —dijo dándose golpecitos en la nariz—. Estoy seguro de que el legado estará encantado de hablar con vos. Averiguar qué sucede. Ofreceros algún consejo, quizá.

—No creo que tenga tiempo para mí —protestó Fabiola.

—¡Todo lo contrario! —fue la respuesta—. El legado es un hombre de buen gusto encantado de que os ofrezca su hospitalidad.

—Muy gentil por su parte —dijo Fabiola. Inclinó la cabeza para ocultar el miedo—. ¿Y cómo se llama?

—Marco Petreyo, mi señora —contestó el centurión, orgulloso—. Uno de los mejores generales de Pompeyo.

El
optio
volvió a hacerse cargo de la situación.

La caminata hasta el campamento provisional no fue demasiado larga. Fabiola, que nunca había visto cómo se construían estos campamentos, observaba con interés el trabajo de los soldados. Ya habían terminado de construir tres profundas
fossae
, con abrojos en el fondo. En esos momentos los legionarios acababan los terraplenes que tenían la altura de dos hombres altos. Compactaban la tierra con golpes planos de pala para conseguir una superficie lisa sobre la que poder caminar. Con los troncos de los árboles recién talados hacían estacas que clavaban en las esquinas y formaban zonas protegidas para los centinelas. Al igual que en el caso de los campamentos permanentes, en el centro de cada lado se abría una entrada. Cuando la legión estaba en marcha, no podían usar puertas de madera; en su lugar, en la entrada se levantaba una pared delante de la otra y se formaba un estrecho pasillo. Fabiola contó veinte pasos al pasar por él. No lejos de allí se amontonaban ramas cortadas que se utilizarían para rellenar el hueco al caer la noche.

En el interior del campamento, se erigían tiendas de cuero en líneas largas y bien marcadas. El ruido era mínimo para los cientos de hombres que trabajaban codo con codo. Los oficiales vigilaban con las varas de vid preparadas para fustigar a todo aquel que aflojase el ritmo de trabajo. Secundus le iba explicando a Fabiola lo que veían al pasar. Un sencillo estandarte marcaba el lugar donde se montaban las tiendas de los centuriones. Cada
contubernium
colocaba su tienda al lado de otra, en el mismo lugar en que habría estado su dormitorio en los barracones permanentes.

Fabiola se maravilló de la organización que mostraban y no se sintió tan inquieta. Se dio cuenta de que Secundus disfrutaba viendo las escenas en las que él había participado tantas veces durante su carrera militar.

Un amplio sendero llevaba directamente de la entrada al centro, donde ya se habían levantado pabellones de lona incluso mayores que las tiendas. Aquí se encontraba el puesto de mando de la legión, y a su lado se erigían las lujosas dependencias de Marco Petreyo, su legado. Por ser el oficial de mayor graduación, su tienda había sido erigida inmediatamente después de levantar el cuartel general. Al lado de la entrada, en el suelo, habían clavado un
vexillum
rojo. Al menos veinte legionarios escogidos a dedo hacían guardia en el exterior de la tienda mientras los mensajeros iban y venían transmitiendo las órdenes de Petreyo a sus centuriones jefe. Cerca, un par de caballos ensillados y amarrados comían contentos de sus morrales. Los mensajeros que los habían montado estaban de brazos cruzados, hablando.

El
optio
llevó a sus soldados directamente a la tienda principal. Se detuvo cerca del centurión al mando de los guardas, saludó y se puso firme.

El oficial sonrió al ver a Fabiola. Resultaba mucho más agradable que un comerciante gordo y calvo que viniera pidiendo ayuda. Engulló un trozo de pan y se acercó.

Mantuvieron una breve conversación en la que el
optio
la informó de lo sucedido.

—Mi señora —saludó el centurión de guardia con una cortés reverencia—, probablemente deseéis acicalaros antes de entrevistaros con el legado.

—Gracias —respondió Fabiola agradecida. Era fundamental causar una buena impresión.

—¡Pasad! —E indicó que le siguiese—. Vuestros esclavos pueden buscar un lugar para dormir junto a los muleros y los que siguen al campamento.

Secundus se mordió la lengua. No era momento de llamar la atención.

Pero a Fabiola le molestó la actitud desdeñosa del centurión.

—Son mis criados, no esclavos —declaró en voz alta.

Sextus abrió los ojos como platos y una expresión de orgullo apareció en su rostro.

El centurión se puso tenso e hizo una inclinación de cabeza:

—Como digáis, señora. Haré que preparen una tienda para ellos entre los soldados de mi cohorte.

—Perfecto —respondió Fabiola—. Como yo, necesitarán agua caliente y alimentos.

—Por supuesto. —No podía protestar más.

Docilosa intentó sin éxito disimular una sonrisita.

El centurión ordenó con sequedad a uno de sus hombres que acompañase al séquito de Fabiola antes de conducirla al interior de la tienda.

Secundus permaneció a su lado.

Fabiola lo miró sorprendida.

—Todavía necesitáis protección, señora —masculló.

—No te preocupes —respondió, emocionada por su lealtad—. Mitra me protegerá.

La respuesta de Fabiola satisfizo a Secundus, que dio un paso atrás mientras observaba cómo seguía al centurión al interior de la tienda. Envió una plegaria silenciosa y personal al dios guerrero. La bella mujer tendría que ser muy cuidadosa con sus palabras. Si Petreyo percibía el menor indicio de que se dirigían hacia el norte para reunirse con César, no mostraría piedad. Había oído hablar a los legionarios cuando entraron en el campamento. Todavía no se habían iniciado las hostilidades, pero a César ya se le consideraba un enemigo.

Con una reverencia, el centurión hizo pasar a Fabiola a una estancia grande dividida en dos.

—Haré que os traigan agua caliente y ropa seca, señora —masculló—. Me temo que no tenemos atavíos de mujer.

—Me lo imagino. —Rio Fabiola en un intento de romper el hielo—. Con arreglarme un poco tendré suficiente hasta que pueda lavar el vestido.

Desconcertado, el centurión bajó la cabeza y se fue.

Fabiola miró a su alrededor satisfecha con el lujo que le ofrecían. Estar en camparía no significaba que Petreyo tuviese que prescindir de las cosas básicas de la vida. El suelo estaba cubierto con alfombras gruesas y pieles de animales, mientras que unos tapices con dibujos ocultaban las paredes de lona de la tienda. El techo era bastante alto y se apoyaba en una estructura de palos largos de los que colgaban con cuerdas elegantes lámparas de aceite. Aunque no eran las únicas, puesto que en unos pedestales ornamentados de piedra había más que iluminaban bien la cámara. Cerca de ella había un soporte para espadas con varios
gladiis
con empuñaduras de hueso y de madera bellamente tallada. Incluso las hojas estaban decoradas: las láminas de oro de la superficie representaban escenas de la mitología griega. En una posición central había un busto de Pompeyo de buena factura. Como lo había visto en Roma, Fabiola reconoció los ojos protuberantes y la mata de cabello rizado.

En el perímetro de la tienda habían colocado arcones de madera con remaches de hierro, en el centro una pesada mesa y detrás una cómoda silla de campaña con respaldo de cuero. Esparcidos sobre la mesa había pergaminos bien enrollados y el corazón de Fabiola latió con fuerza. Aquél era el lugar de trabajo de Petreyo y era muy probable que los cilindros de pergamino que tenía delante contuviesen información vital sobre los planes de Pompeyo.

Anhelaba entenderlos. Como la mayoría de los esclavos o ex esclavos, Fabiola era analfabeta. A Gemellus no le había parecido ninguna ventaja que quienes estaban a su servicio estudiasen lo más mínimo. Tan sólo Servilius, su contable, sabía leer y escribir. Y Jovina, la astuta y vieja bruja propietaria del Lupanar, disuadía con todas sus fuerzas a las prostitutas de que aprendiesen. Las mujeres incultas eran mucho más fáciles de intimidar y coaccionar. A petición de Fabiola, Brutus había empezado a enseñarle, pero había tenido muy poco tiempo, pues enseguida se tuvo que marchar.

Sus pensamientos quedaron interrumpidos cuando dos esclavos jóvenes con la cabeza al rape le trajeron en silencio un gran caldero de agua muy caliente, ropas secas y un espejo de láminas de bronce sobre un soporte. También le ofrecieron una bandeja de metal con pequeños frascos de aceite de oliva, un
strigil
curvo y dos peines de madera de boj tallada. Los esclavos, avergonzados, inclinaron la cabeza y se retiraron, eludiendo todo el tiempo la mirada de Fabiola. Servir a una bella joven en lugar de a los soldados era, evidentemente, demasiado para ellos.

Fabiola se desnudó y se lavó con agua tibia, antes de frotarse todo el cuerpo con aceite. Por último, utilizó el
strigil
para quitarse la mugre y la suciedad que le cubría el cuerpo después de la emboscada y la persecución. Aunque no resultaba tan relajante como un baño, era agradable lavarse. Sólo le faltaba un frasco de perfume; el suyo se lo había dejado en la litera, al igual que todas sus demás pertenencias. Aunque a Scaevola no le iban a servir de nada, tampoco habría oportunidad de ir a buscarlas.

Una vez más se estiró el vestido húmedo y sudado e hizo una mueca al sentirlo sobre la piel. Al menos no tenía muchas manchas de sangre. Se alisó el pelo, se miró en el espejo y se peinó lo mejor que pudo.

—La mismísima Afrodita ha venido a visitarnos —dijo una voz detrás de ella.

Dio un respingo de susto.

Un hombre alto y maduro, de cabello castaño, había entrado en la cámara. Vestía una túnica de calidad que le llegaba hasta los muslos y llevaba unos zapatos de piel suave. Un cinturón de eslabones de oro y una daga envainada confirmaban su condición de soldado. Los marcados pómulos y la pronunciada barbilla eran los rasgos más llamativos en un rostro de facciones duras.

—Disculpadme, señora —dijo al ver la reacción de Fabiola—. No era mi intención asustaros.

Fabiola inclinó la cabeza mientras se preguntaba cuánto tiempo llevaba observándola.

—Estoy un poco nerviosa —repuso.

—No me extraña —prosiguió—. Ya me han dicho qué chusma os ha tendido una emboscada. ¿Qué eran, desertores o bandidos comunes?

—Es difícil saberlo. —Fabiola no deseaba revelar ningún detalle sobre Scaevola—. Todos tienen el mismo aspecto.

—Cierto. Siento haberlo mencionado —dijo en tono tranquilizador—. Intentad olvidar todo este episodio. Ahora estáis a salvo.

—Gracias —contestó Fabiola.

Su aspecto aliviado era fingido sólo a medias. El miedo que había pasado le empezaba a pasar factura y la dejaba sin energía cuando más la necesitaba. Era crucial no revelar nada de su viaje y a la vez convencer como fuera al general para que dejase continuar a su grupo sin trabas. «¡Mitra,
Sol Invictus
, ayúdame!», pensó Fabiola. Pedir ayuda al dios guerrero ante una amenaza militar le pareció apropiado.

—Permitidme que me presente. —Hizo una profunda reverencia—. Marco Petreyo, legado de la Tercera Legión. Os doy la bienvenida a mi campamento.

Fabiola le devolvió el gesto y le dedicó una radiante sonrisa.

—Fabiola Messalina.

Indiferente ante su treta, Petreyo fue directo al grano.

—Me parece muy extraño que una mujer joven y bonita viaje sola —prosiguió—. Con lo peligrosos que son los caminos…

Ella fingió sorpresa:

—Tengo… tenía… sirvientes y esclavos.

Petreyo arqueó las cejas:

—¿Ni un padre ni un hermano que os acompañe?

Era normal que las nobles solteras viajasen con un familiar o alguna chaperona: las mentiras tenían que empezar ya.

Fabiola respiró hondo y empezó:

—Mi padre murió hace tiempo. Y Julianus, mi hermano mayor, murió el año pasado en Partía.

El débil rayo de esperanza que quedaba en su corazón se apagó al utilizar a Romulus como el hermano imaginario que había muerto. Pero, al fin y al cabo, era la posibilidad más real. Con los ojos anegados en lágrimas verdaderas, Fabiola bajó la mirada.

—Mi más sentido pésame, señora —dijo Petreyo con respeto—. ¿Y qué me decís del resto de vuestra familia?

—Mi madre está demasiado débil para realizar un viaje tan largo y Romulus, mi hermano mellizo, está fuera del país por negocios —protestó Fabiola—. Alguien tenía que visitar a mi tía viuda en Ravenna. A la pobrecita Clarina no le queda mucho.

El legado asintió con la cabeza, con talante comprensivo:

—Pero en estos tiempos turbulentos, no es nada prudente viajar sin un nutrido grupo de guardias.

—No es mucho mejor en Roma —respondió Fabiola, llorosa—. ¡Las turbas están quemando vivos a los nobles en sus propias casas!

—Es cierto, que los dioses los maldigan —sentenció Petreyo, con expresión dura—. Pero pronto acabaré con esta situación.

Aparentemente sorprendida, soltó un grito ahogado.

—¿Vais a marchar hacia la capital?

—Sí, señora, cuanto antes —repuso el legado enérgico—. El Senado ha nombrado a Pompeyo Magno único cónsul para este año. Su principal cometido es restablecer la ley y el orden, y la Tercera Legión hará lo que haga falta para que así sea.

Fabiola pareció horrorizada, y con razón. El uso de las tropas en Roma era una de las pesadillas más duraderas de la República. Prohibidas por ley, habían entrado por última vez hacía más de una generación. Había sido una orden de Sula, el carnicero, que acabó asumiendo el control total del Estado. Para muchos, se trataba de una época que no querían que se repitiese.

—A esto hemos llegado —suspiró Petreyo—. No hay otra solución.

Fabiola vio que el legado creía en lo que decía.

—¿Nadie ha protestado?

—Ni un solo senador —respondió Petreyo, irónico—. Están demasiado preocupados con la posibilidad de que les saqueen las casas.

Fabiola sonrió al recordar que la única obsesión de muchos de sus clientes era aumentar sus riquezas sin importarles cómo lograrlo. Ahora bien, cuando los pobres intentaban coger algo para sí, los ricos eran los primeros en condenarlos. Aunque en teoría Roma era una democracia, en la práctica el destino de la República había estado durante generaciones en manos de una élite reducida, la nobleza, cuya gran mayoría sólo quería llenarse el bolsillo. Ya hacía mucho que había desaparecido el antiguo espíritu fundador por el que generales de éxito renunciaban a sus puestos de mando y regresaban a Roma para comer en sencillos cuencos de barro; ahora, en Roma, sólo unos pocos hombres despiadados luchaban por las máximas riquezas y el máximo poder.

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