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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

El águila emprende el vuelo (13 page)

BOOK: El águila emprende el vuelo
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—Los antisemitas, gentes con simpatías fascistas. Ciertamente, muchos miembros de la aristocracia y de las clases altas británicas admiraban al Führer antes de la guerra.

—¿Se refiere a esos que se sintieron desilusionados cuando los
panzers
no aparecieron ante el palacio de Buckingham?

—Algo parecido. — Schellenberg abrió la gruesa carpeta, extrajo el primer plano y lo abrió—. Muy bien, señor Devlin, aquí tiene usted, en toda su gloria, el priorato de St. Mary.

Asa Vaughan tenía veintisiete años de edad. Nacido en Los Ángeles, su padre era un productor de cine; se había sentido fascinado por volar desde una temprana edad y había obtenido la licencia de piloto incluso antes de ingresar en West Point. Posteriormente, había completado su entrenamiento como piloto de combate, con calificaciones tan buenas que se le envió a seguir un curso para instructores en la base de la Marina, en San Diego. Y entonces llegó la noche en que todo su mundo se colapso, la noche en que se había metido en una pelea de borrachos en un bar del puerto y había golpeado en la boca a un mayor.

Fue el 5 de octubre de 1939. Aquella fecha se le había quedado grabada en el corazón. Nada de escándalo ni de tribunal militar. Nadie quería eso. Únicamente su dimisión. Después, se marchó a la opulenta mansión de sus padres en Beverly Hills, pero sólo pudo soportarlo durante una semana. Se preparó una bolsa de viaje y se marchó a Europa.

Como la guerra había empezado en septiembre, la RAF estaba aceptando a unos pocos estadounidenses; sin embargo, su expediente no gustó. Luego, el 30 de noviembre, los rusos invadieron Finlandia. Los finlandeses necesitaban pilotos con urgencia y los voluntarios de muchas naciones acudieron a unirse a la Fuerza Aérea Finlandesa. Entre ellos se encontraba Asa.

Fue una guerra sin esperanzas desde el principio, y ello a pesar de la valentía del ejército finlandés; la mayoría de los aviones de combate eran anticuados. No es que los rusos fueran mucho mejores, pero disponían de unos pocos de los nuevos FW 190 que Hitler le había prometido a Stalin como gesto de buena voluntad tras el reparto de Polonia.

Asa había volado en biplanos como el Fiat Falco italiano y el Gloucester Gladiator británico, superado desesperadamente por el enemigo, y contando únicamente con una cierta ventaja gracias a su habilidad superior como piloto. Había conseguido derribar personalmente a siete aparatos enemigos, lo que le convirtió en un as. Luego llegó aquella mañana de vientos feroces y ventisca de nieve en la que tuvo que descender a cuatrocientos pies de altura, voló a ciegas, perdió un motor y, en el último momento, hizo un aterrizaje forzoso.

Eso ocurrió en marzo de 1940, dos días antes de la capitulación de los finlandeses. Con la pelvis fracturada y la espalda rota, había estado hospitalizado durante dieciocho meses, estaba siendo sometido a la última fase de la terapia y seguía siendo teniente de la Fuerza Aérea Finlandesa cuando, el 25 de junio de 1941, Finlandia unió sus fuerzas con la Alemania nazi y declaró la guerra a Rusia.

Volvió a asumir sus deberes militares gradualmente, primero trabajando como instructor de vuelo, sin participar directamente en ninguna acción de combate. Transcurrieron los meses y, de pronto, pareció como si se le hubiera caído el techo encima. Primero fue lo de Pearl Harbor y luego la declaración de guerra entre Alemania e Italia por un lado y Estados Unidos por el otro.

Los alemanes le retuvieron en un campo de concentración durante tres meses; luego habían acudido a verle unos oficiales de las SS. Himmler estaba ampliando las legiones extranjeras de las SS con escandinavos, franceses, prisioneros de guerra indios que habían pertenecido al ejército británico en el norte de África. Existía incluso el Britisches Freikorps, con sus tres leopardos en el cuello, en lugar de las runas de las SS, y la Union Jack en la manga izquierda. No es que hubiera muchos, pues apenas si sumaban cincuenta, y la mayoría de ellos eran bribones que habían preferido la buena comida, las mujeres y el dinero a los campos de concentración.

La legión George Washington era algo diferente. Había sido creada, supuestamente, para los simpatizantes estadounidenses de la causa nazi y, por lo que Asa sabía, nunca había contado con más de media docena de miembros, y él no llegó a conocer a los demás. Tenía que elegir entre unirse a la legión o ser enviado a un campo de concentración. Discutió todo lo que pudo. El acuerdo final fue que sólo serviría en el frente ruso. Tal y como salieron las cosas, raras veces tuvo que intervenir en combates directos, ya que se admiraba tanto su habilidad como piloto que se le utilizaba principalmente como piloto del servicio de correo, transportando a oficiales de alta graduación.

Así pues, aquí estaba ahora el
Hauptsturmführer
Asa Vaughan, de los Estados Unidos de América, no lejos de la frontera rusa con Polonia, al mando de un Stork, con los bosques y la nieve a cinco mil pies por debajo, acompañado por un
Brigadeführer
de las SS llamado Farber, que estaba sentado detrás de él, examinando unos mapas.

—¿Cuánto falta ahora? —preguntó Farber levantando la mirada.

—Veinte minutos — contestó Asa.

Hablaba un alemán excelente, aunque con acento estadounidense.

—Bien, estoy congelado hasta los huesos.

«¿Cómo demonios he podido meterme en esto? —se preguntó Asa—. ¿Y cómo diablos voy a salir?» Una gran sombra apareció de pronto. El Stork se balanceó de uno a otro lado y Farber lanzó un grito de alarma. Por un momento, un caza se situó a estribor, con la estrella roja claramente pintada en su fuselaje. Luego, se apartó.

—Un caza Yak ruso —dijo Asa—. Tenemos problemas.

El Yak se acercó de nuevo, con rapidez, desde atrás, disparando con sus dos cañones y ametralladoras. El Stork se agitó, despidiendo trozos de las alas. Asa picó el morro y descendió, seguido por el Yak, giró en semicírculo y volvió a elevarse. El piloto, consciente de su superioridad en todos los aspectos, le saludó desde la carlinga. Parecía estar disfrutando.

—¡Bastardo! —exclamó Asa.

El Yak se ladeó de nuevo y se acercó con rapidez. Un proyectil del cañón golpeó al Stork, y Farber gritó cuando una bala le alcanzó en el hombro.

—¡Haga algo, por el amor de Dios! —gritó cuando el parabrisas se hizo añicos.

Asa, con la mejilla ensangrentada a causa de una astilla, gritó:

—¿Quiere que haga algo? Está bien, lo haré. Vamos a ver si ese bastardo es capaz de volar.

Picó de nuevo el morro del Stork y lo hizo bajar directamente hasta dos mil pies de altura. Esperó a que llegara el Yak, se ladeó y lo hizo descender otra vez. El bosque que cubría la llanura nevada de abajo parecía precipitarse hacia ellos.

—¿Qué está haciendo? —gritó Farber.

Asa continuó bajando hasta mil pies de altura y luego hasta quinientos, con el Yak pegado a la cola, ávido por rematar a su presa. En el momento justo, el estadounidense hizo bajar los flaps, reduciendo la velocidad. El Yak se ladeó para evitar la colisión y se abalanzó directamente contra el bosque, a quinientos kilómetros por hora. Se vio una lengua de fuego y Asa tiró del mando y elevó el aparato, estabilizándolo una vez alcanzados los dos mil pies de altura.

—¿Se encuentra bien, general? —preguntó.

Farber se sujetaba el hombro con una mano. La sangre se le filtraba por entre los dedos.

—Es usted un genio…, un verdadero genio. Me ocuparé de que reciba la Cruz de Hierro por esto.

—Gracias —dijo Asa limpiándose la sangre de la mejilla—. Eso es precisamente todo lo que necesito.

En la base de la Luftwaffe situada en las afueras de Varsovia, Asa se dirigió hacia la cantina de oficiales, sintiéndose inconcebiblemente deprimido. El oficial médico le había puesto dos puntos en la herida de la mejilla, pero se había mostrado mucho más preocupado por el estado del
Brigadeführer
Farber.

Asa entró en la cantina y se quitó la chaqueta de vuelo. Por debajo llevaba un uniforme gris de campaña muy bien cortado, con las runas de las SS en las solapas. En la manga izquierda mostraba un escudo con las barras y estrellas y en el puño izquierdo unas letras bordadas decían: «Legión George Washington». Sobre la chaqueta mostraba la cinta de la Cruz de Hierro de segunda clase, y la Cruz de Oro al Valor, de Finlandia.

Su propia singularidad hacía que la mayoría de los demás pilotos le evitaran. Pidió un coñac, se lo tomó con rapidez y pidió otro.

—Y ni siquiera es la hora del almuerzo —dijo una voz tras él. Asa se volvió y vio al
Gruppenkommandant
, el coronel Erich Adler, sentado en un taburete junto a él—. Champaña —le ordenó al barman.

—¿Qué es lo que se celebra ahora? —preguntó Asa.

—En primer lugar, mi miserable amigo yanqui, el buen
Brigadeführer
Farber te ha recomendado para la concesión inmediata de una Cruz de Hierro de primera clase, lo que, a juzgar por lo que dice, te mereces.

—Pero, Erich, yo ya tengo una medalla —dijo Asa en tono de queja.

Adler ignoró el comentario, esperó a que les sirvieran el champaña y luego le pasó una copa.

En segundo lugar, ya has terminado tu servicio aquí. A partir de ahora permanecerás en tierra.

—¿Qué?

—Tienes que volar a Berlín en el transporte más inmediato que encuentres, con prioridad uno. Habitualmente, eso suele estar reservado para Goering. Tienes que presentarte al general Walter Schellenberg, en el cuartel general del SD en Berlín.

—Eh, un momento —dijo Asa—. Yo sólo vuelo en el frente ruso. Ese fue el acuerdo.

—Si yo estuviera en tu pellejo, no discutiría. Esta orden procede del propio Himmler. —Adler levantó su copa—. Buena suerte, amigo mío.

—Que Dios me ayude, pero creo que voy a necesitarla —dijo Asa Vaughan.

Devlin se despertó hacia las tres de la madrugada, escuchando el sonido de la artillería antiaérea en la distancia. Se levantó, avanzó a oscuras por la sala y miró a través de una rendija por entre las cortinas. Observó los fogonazos en el lejano horizonte, más allá de la ciudad. Por detrás de él, Ilse encendió la luz en la cocina.

—Yo tampoco podía dormir. Prepararé café.

Ella se había puesto un batín para protegerse del frío. Llevaba el cabello en dos trenzas que la hacían parecer curiosamente vulnerable. Él regresó a su habitación, tomó el abrigo y se lo puso sobre el pijama. Luego se sentó ante la mesa, fumando un cigarrillo.

—Dos días y todavía no hemos encontrado un lugar adecuado para que aterrice un avión —dijo—. Creo que el general se está poniendo impaciente.

—Le gusta tener las cosas hechas para ayer —dijo Ase—. Al menos, hemos encontrado ya una base adecuada en la costa francesa, y el piloto parece prometedor.

—Ya lo puede asegurar —dijo Devlin—. Un yanqui en las SS, aunque no tuvo mucha alternativa, a juzgar por lo que dice su expediente. Ya estoy impaciente por conocerle.

—Mi esposo fue de las SS, ¿Jo sabía usted? Un sargento mayor en un regimiento de
panzers
.

—Lo siento —dijo Devlin.

—A veces pensará usted que todos somos unos seres perversos, señor Devlin, pero debe comprender cómo empezaron las cosas. Después de la Primera Guerra Mundial, Alemania estaba de rodillas, arruinada.

—¿Y entonces llegó el Führer? ; —Pareció ofrecer mucho. Nuevamente orgullo, prosperidad. Luego fue cuando empezaron tantas cosas malas, sobre todo lo de los judíos. — Ilse vaciló, antes de añadir—: Una de mis tatarabuelas fue judía. Mi esposo tuvo que conseguir un permiso especial para casarse conmigo. Eso es algo que está ahí, en mi expediente, y a veces me despierto por la noche y me pregunto qué me ocurriría si alguien decidiera hacer algo respecto a eso.

—Tranquilícese ahora, muchacha —dijo Devlin tomándole las manos—. A las tres de la madrugada todos tenemos esa sensación de que las cosas tienen mal aspecto. —Había lágrimas en los ojos de Ilse—. Vamos, la haré reír. Tendré que disfrazarme para llevar a cabo esta pequeña operación en la que me he metido. ¿Adivina de qué me disfrazaré?

Ella ya había empezado a sonreír ligeramente.

—No, dígamelo.

—De sacerdote.

—¿Usted, un sacerdote? —preguntó ella abriendo mucho los ojos y echándose a reír después—. Oh, no, señor Devlin.

—Eh, un momento, espere a que se lo explique. La sorprenderá saber los grandes conocimientos religiosos que poseo. Oh, sí. —Y asintió con un gesto muy solemne—. Fui monaguillo hasta que, después de que los británicos ahorcaran a mi padre, mi madre y yo fuimos a vivir con un viejo tío que era sacerdote en Belfast. Él me envió a una escuela jesuita. Allí le meten a uno la religión en la cabeza a machamartillo. —Encendió otro cigarrillo—. Oh, le aseguro que puedo representar el papel de sacerdote tan bien como cualquiera de ellos, ya me entiende.

—Bueno, esperemos que no tenga que celebrar misa o escuchar confesiones —dijo ella riendo—. Tómese otro café.

—Santo Dios, buena mujer, acaba de darme una idea con eso. ¿Dónde está su maletín? ¿Dónde está el expediente que estuvimos mirando antes? ¿El del general?

Ella desapareció en su dormitorio y regresó al cabo de un instante con el expediente.

—Aquí lo tiene.

Devlin lo hojeó con rapidez, y luego asintió satisfecho.

—Lo que me imaginaba. Aquí está, en el expediente. Los Steiner son una antigua familia católica.

—¿A dónde quiere ir a parar?

—Esto es el priorato de St. Mary, la clase de lugar que los sacerdotes visitan con frecuencia para escuchar confesiones. Las Hermanitas de la Piedad son santas comparadas con el resto de nosotros, pero necesitan la confesión antes de acudir a misa, y para realizar esas dos funciones se necesita un sacerdote. Además, habrá algunos pacientes que serán católicos.

—Quiere decir, ¿incluyendo a Steiner?

—No pueden negarle un sacerdote teniéndole en un lugar como ése. —Sonrió con una mueca maliciosa—. Es una idea.

—¿Ha pensado alguna cosa más con respecto a su aspecto? —preguntó Use.

—Ah, eso podemos dejarlo para dentro de unos pocos días. Luego, veré a uno de esos de la industria cinematográfica que mencionó el general. Me pondré en sus manos.

—Esperemos que podamos encontrar algo en los archivos de la operación León Marino —dijo ella, asintiendo—. El problema consiste en que hay mucho material que revisar. —Se levantó—. En cualquier caso, creo que ahora voy a acostarme.

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