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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

El águila emprende el vuelo (26 page)

BOOK: El águila emprende el vuelo
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—Pero ¿qué hacen aquí?

—El
Reichsführer
está obsesionado con el rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda. Así que hace sentar alrededor de una mesa redonda a los doce lugartenientes en los que tiene depositada una mayor confianza. Son como sus caballeros, ¿comprende?

—Y supongo que usted no es uno de ellos, ¿verdad?

—Definitivamente, no. No, hay que ser un verdadero lunático para admitir el participar en esa clase de juegos. Tienen un salón monumental, con una esvástica en el techo, y un pozo en el que serán incinerados los restos de estos seres especiales. Hay doce pedestales y urnas a la espera de las cenizas.

—¡Tiene que estar bromeando! —exclamó Asa.

—No, lo que le digo es cierto. Se lo mostraré si se nos presenta una oportunidad. —Schellenberg se echó a reír y sacudió la cabeza—. Y son personas como éstas las que manejan el destino de millones de seres.

Se identificaron en el salón de entrada y dejaron sus abrigos y gorras con el sargento de guardia, que comprobó su registro.

—Sí, general Schellenberg, el
Reichsführer
le espera a las siete en su salón privado, en el ala sur. Le acompañaré arriba, señor.

—No hay necesidad. Conozco el camino. Asa siguió a Schellenberg a través del salón de entrada. Giraron por un pasillo y comentó:

—Tiene usted razón. Este lugar deja chiquito a Louis B. Mayer.

—Disponemos de quince minutos de tiempo —dijo Schellenberg mirando su reloj—. Venga, le mostraré esa sala monumental de la que le hablé. Está por aquí. Creo recordar que hay una pequeña galería que conduce hasta ella. Sí, aquí está.

Había, quizá, una docena de escalones que subían hasta una puerta de roble. Ésta se abrió con facilidad e inmediatamente pudo escuchar unas voces. Se detuvo, frunciendo el ceño. Luego se volvió hacia Asa llevándose un dedo a los labios. Después, abrió más la puerta, con mucho cuidado, y pasaron al otro lado.

La sala circular era un lugar lleno de sombras, y sólo estaba débilmente iluminada. Asa pudo observar los pedestales y las urnas descritas por Schellenberg, con el pozo justo por debajo de la esvástica del techo. Pero lo que le pareció más interesante fue ver la gente que estaba presente. Rossman, el ayudante de Himmler, estaba de pie a un lado, esperando. El
Reichsführer
estaba dentro del foso, frente al
Sturmbannführer
Horst Berger. Todos ellos vestían uniformes negros.

—Le he traído aquí, Berger, a este lugar sagrado, antes de que salga para cumplir lo que sólo puedo describir como su misión sagrada.

—Es un honor,
Reichsführer
.

—Y ahora veamos los detalles. A las seis de la tarde de mañana acudirá a recibir el avión del Führer, que aterrizará en la base de la Luftwaffe en Cherburgo. Yo estaré con él. Nos escoltará usted al
chateau
de Belle Ile, donde pasaremos la noche. A las siete de la mañana siguiente, el Führer desayunará con Rommel y el almirante Canaris, que llegarán por carretera.

—¿Y cuándo tengo que entrar en acción,
Reichsführer
?

—En realidad, eso no importa —contestó Himmler encogiéndose de hombros—. Supongo que será un buen momento cuando termine el desayuno. ¿De cuántos hombres dispondrá en la guardia?

—De treinta.

—Bien. Eso debería ser suficiente.

—Elegidos personalmente,
Reichsführer
.

—Bien… Cuantos menos sean, tanto mejor. Los que estamos implicados en esto formamos una hermandad especial, pues hay algunos que no estarían de acuerdo con lo que intentamos hacer.

—Como usted diga,
Reichsführer
.

—El general Schellenberg, por ejemplo, pero ése es más listo que el proverbial zorro. Esa es la razón por la que he querido tenerle ocupado con otra cosa durante estas últimas semanas. Por eso le encargué esa ridícula misión con la que entretenerse. Resulta que, gracias a nuestros servicios de inteligencia, sé que ese agente que trabaja para nosotros en Londres, ese Vargas, también trabaja para los británicos. Pero es algo que no le diremos a Schellenberg, ¿verdad, Rossman?

—No,
Reichsführer
.

—Así pues, podemos deducir que ese irlandés, ese tal Devlin, no durará allí mucho tiempo.

—No podría sentirme más contento por ello,
Reichsführer
—dijo Berger.

—Podríamos haber ganado esta guerra en Dunkerque, Berger, si el Führer hubiera permitido que los
panzers
rodaran sobre las playas. En lugar de eso, les ordenó que se detuvieran. En Rusia hemos sufrido un desastre tras otro. Stalingrado ha sido la derrota más catastrófica que jamás haya sufrido el ejército alemán. —Himmler se apartó y luego regresó al mismo lugar—. Cometemos un patinazo tras otro y él no quiere escuchar.

—Lo comprendo,
Reichsführer
—dijo Berger—. Cualquier hombre con sentido común lo comprendería.

—Y así, de modo inexorable, Alemania, nuestro querido país, se hunde cada vez más profundamente en un pozo de derrota, y ésa es la razón por la que el Führer debe morir, Berger. Conseguirlo, será su misión sagrada. Rommel, Canaris y el Führer. Un vil ataque por parte de ellos contra el Führer, produciéndole desgraciadamente la muerte, seguido por sus propias muertes a manos de los leales hombres délas SS.

—¿Y después? — preguntó Berger.

—Naturalmente, nosotros, los de las SS, asumiremos los poderes gubernamentales. Entonces, podremos continuar la guerra tal como debe hacerse. Sin debilidades, sin que nadie eluda su deber. —Puso una mano sobre el hombro de Berger—. Ambos pertenecemos a la misma hermandad sagrada, mayor, pero yo le envidio por esta oportunidad que se le presenta.

Schellenberg le hizo un gesto a Asa, lo dirigió de nuevo hacia la puerta y cerró ésta.

—¡Dios mío! —exclamó Asa al otro lado—, ¿Qué hacemos ahora?

—Cumplir con la cita. Si descubre que lo hemos escuchado, nunca saldremos vivos de aquí. —Avanzaron apresuradamente por el pasillo, y Schellenberg añadió—: Sígame a mí en todo, al margen de lo que él quiera, y no mencione para nada el hecho de que Devlin tiene las cosas controladas.

Se dirigió hacia una escalera situada al fondo de un pasillo y llegó ante la puerta que daba acceso a la antesala del salón privado de Himmler, en el ala sur.

Una vez allí, Schellenberg se sentó en una silla, por detrás de la mesa de despacho de Rossman.

—Ahora esperaremos. Probablemente, llegarán a esta sala por la puerta de entrada del fondo.

Un momento más tarde se abrió aquella puerta y Rossman miró.

—Ah, ya están aquí.

—Justo a tiempo —dijo Schellenberg entrando en el salón.

Himmler, sentado tras su mesa de despacho, levantó la mirada hacia ellos.

—Bien, general, supongo que éste es el
Hauptsturmführer
Vaughan, el piloto que ha reclutado usted para el asunto Steiner, ¿verdad?

—Sí,
Reichsführer
.

—¿Alguna noticia de su amigo, el señor Devlin?

—Me temo que no,
Reichsführer
—contestó Schellenberg.

—Bueno, ésa ha sido siempre una misión muy problemática, por decir lo mínimo. El Führer volará a Cherburgo y llegará a Belle Ile mañana por la noche. Canaris y Rommel desayunarán con él a la mañana siguiente, a las siete. Yo estaré allí, desde luego. Los idiotas están diciendo tonterías sobre Normandía en estos momentos. Tienen la loca idea de que la invasión se producirá por allí, y confían en convencer al Führer para que se muestre de acuerdo con ellos.

—Comprendo,
Reichsführer
.

—Sin embargo, veamos cuáles son las razones de su visita y por qué le he pedido que traiga consigo al oficial. —Se volvió y añadió —: Rossman.

Al levantarse, Rossman abrió un estuche con una medalla. Himmler tomó la Cruz de Hierro que contenía, rodeó la mesa y la prendió sobre la chaqueta del uniforme de Asa Vaughan.

—Para usted,
Hauptsturmführer
Asa Vaughan, de la legión George Washington, en reconocimiento al supremo valor demostrado en el combate aéreo sobre Polonia.


Reichsführer
—dijo Asa, manteniendo la seriedad de su expresión, aunque a costa de un gran esfuerzo.

—Y ahora pueden ustedes marcharse. Tengo trabajo que hacer.

Schellenberg y Asa bajaron apresuradamente la escalera, recogieron sus abrigos y gorras y salieron, dirigiéndose hacia el Mercedes que les esperaba.

—De regreso a la base —ordenó Schellenberg al conductor.

El coche se puso en marcha. Asa bajó la división de cristal y preguntó: —¿Qué le parece todo esto?

—Sólo sé una cosa —dijo Schellenberg—. Matar a Hitler es lo peor que podría suceder en estos momentos. Con el Führer cometiendo un error tras otro, existe al menos una perspectiva razonable de que la guerra termine pronto, pero con Himmler sería otra historia diferente. ¿Se imagina a ese animal disponiendo del control total, y las SS a cargo del gobierno y del ejército? La guerra podría durar años.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer? ¿Advertir a Rommel y a Canaris?

—En primer lugar, no sé dónde se encuentran, y aquí nos enfrentamos con una cuestión de credibilidad, Asa. ¿Por qué iban ellos a creerme? Sería mi palabra contra la del
Reichsführer
de las SS.

—Vamos, general. Según Liam Devlin es usted un tipo muy astuto. Seguro que se le ocurrirá algo.

—Pondré en ello todo mi corazón —le prometió Schellenberg—. Pero, por el momento, concentrémonos en regresar a la base aérea y al Stork. Partiremos inmediatamente. Cuanto antes lleguemos a Chernay, mejor nos sentiremos.

12

Habitualmente, el policía militar de servicio le llevaba a Steiner una taza de té a las once de cada mañana. Llegó con cinco minutos de retraso, y encontró al alemán leyendo ante la ventana.

—Aquí tiene, coronel.

—Gracias, cabo.

—Supongo que preferiría café, ¿verdad, señor? —preguntó el cabo, a quien Steiner le caía bastante bien.

—Bueno, yo me eduqué aprendiendo a tomar té, cabo —le contestó Steiner—. Fui a la escuela aquí mismo, en Londres, en St. Paul.

—¿De veras, señor?

Se volvió hacia la puerta y Steiner preguntó:

—¿Ha regresado ya el teniente Benson?

—Tiene permiso hasta medianoche, señor, pero si le conozco bien diría que aparecerá esta misma tarde. Ya sabe cómo son estos oficiales jóvenes. Muy cumplidores. Andan a la búsqueda de ese segundo galón sobre sus hombreras.

Salió y el cerrojo se corrió con un sonido metálico. Steiner regresó a su asiento, junto a la ventana, a la espera del mediodía, como había hecho la mañana anterior, tomando té y tratando de esperar con paciencia.

Volvía a llover y sobre la ciudad se extendía un manto de niebla, tan densa que apenas si podía distinguir ya la otra orilla del río. Un mercante muy grande bajaba de los muelles de Londres, seguido por una hilera de gabarras. Los contempló durante un rato, preguntándose a dónde se dirigiría. Fue entonces cuando vio a la muchacha, justo como se la había descrito Devlin, con una boina negra y un impermeable destartalado.

Mary caminó cojeando sobre la calzada, con el cuello del impermeable subido y las manos bien metidas en los bolsillos. Se detuvo ante la entrada que conducía a la pequeña playa y se apoyó contra la pared, contemplando los barcos que avanzaban sobre el río. No miró hacia el priorato en ningún momento. Devlin había sido muy explícito en cuanto a eso. Se limitó a quedarse allí, observando el río durante diez minutos. Luego se dio media vuelta y se alejó.

Steiner percibió una gran excitación y tuvo que sujetarse a los barrotes de la ventana para no perder el equilibrio. En ese momento se abrió la puerta tras él y reapareció el cabo.

—Si ha terminado ya, mi coronel, le retiraré la bandeja.

—Sí, ya he terminado, gracias. —El policía militar tomó la bandeja y se volvió hacia la puerta—. Ah, no sé quién estará de servicio esta tarde, pero quisiera bajar a confesarme —dijo Steiner.

—Muy bien, señor. Tomaré nota de ello. A las ocho, como la otra vez.

Salió y cerró la puerta. Steiner se quedó escuchando el sonido producido por sus botas al alejarse por el pasillo. Luego se volvió hacia la ventana y se sujetó de nuevo a los barrotes.

—Y ahora recemos, señor Devlin —dijo en voz baja—. Ahora, recemos.

Cuando Devlin entró en St. Patrick llevaba la trinchera militar y el uniforme. No estaba muy seguro de saber por qué había acudido. Supuso que volvía a tratarse de una cuestión de conciencia, o quizá sólo pretendía atar los últimos cabos. Lo cierto era que no podía marcharse sin intercambiar unas palabras con el anciano sacerdote. Lo había utilizado, era muy consciente de ello, y eso no le sentaba nada bien. Pero lo peor sería el hecho de que volverían a encontrarse por última vez en la capilla de St. Mary, aquella misma noche. Eso era algo que no había forma de evitar, como tampoco podría evitar la pena que causaría.

La iglesia estaba en silencio, y sólo vio al padre Martin en el altar, arreglando unas flores. El anciano se volvió al escuchar sus pasos y una expresión de genuino placer apareció en su rostro.

—Hola, padre.

Devlin se las arregló para esbozar una sonrisa.

—Sólo he pasado para decirle que debo seguir mi camino. Esta mañana he recibido mis órdenes.

—Eso ha sido algo inesperado, ¿verdad?

—Sí, bueno, vuelven a ingresarme —mintió Devlin casi hablando entre dientes—. Tengo que presentarme en un hospital militar en Portsmouth.

—Vaya, en fin, como suele decirse, estamos en guerra.

—Sí, la guerra —asintió Devlin—. La condenada guerra, padre. Está durando demasiado tiempo y todos nosotros nos vemos obligados a hacer cosas que • normalmente no haríamos. A todos los soldados nos ocurre lo mismo, independientemente del lado en que se esté. Cosas que nos avergüenzan.

—Parece usted muy preocupado, hijo mío —dijo el anciano con suavidad—, ¿Puedo ayudarle de alguna forma?

—No, padre, no esta vez. Hay ciertas cosas que uno tiene que vivir por sí mismo. —Devlin extendió una mano y el anciano sacerdote se la estrechó—. Ha sido un verdadero placer para mí, padre.

—Y también para mí —dijo el padre Martin.

Devlin se dio media vuelta y se alejó, cerrando con un portazo. El anciano se quedó allí por un momento, con una expresión desconcertada. Después, se volvió y continuó arreglando sus flores.

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