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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

El águila emprende el vuelo (28 page)

BOOK: El águila emprende el vuelo
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—No sea estúpido —le interrumpió Asa—, Pues claro que voy a ir. Devlin depende de mí. No puedo dejarle en la estacada. Lo del viento no me preocupa. Volé para los finlandeses durante uno de sus inviernos, ¿recuerda?, y allí soplan las ventiscas todos los días. Pero en cuanto a la niebla… Mire, despegar no representa ningún problema, pero aterrizar ya es otra cosa. Eso es lo que me preocupa, que no pueda encontrar dónde aterrizar una vez llegue allí. —En ese caso tendrá que regresar.

—Estupendo, sólo que, como nos ha informado Leber, las cosas no van a estar mucho mejor por aquí.

—Entonces, ¿qué quiere hacer?

—Marcharme en el último momento posible. Devlin quería que estuviese allí, preparado, para despegar a medianoche. Bien, hagámoslo lo más justo que podamos. No despegaré de aquí hasta las diez. Eso le dará al tiempo una oportunidad de cambiar.

—¿Y si no cambia?

—Iré de todos modos.

—De acuerdo —asintió Schellenberg levantándose—, Enviaré ahora mismo una señal a Shaw Place en tal sentido.

Lavinia Shaw, sentada ante la radio instalada en el estudio, con los auriculares puestos, captó el mensaje. Les envió una rápida respuesta: «Mensaje recibido y comprendido». Se quitó los auriculares y se volvió. Su hermano estaba sentado ante el fuego de la chimenea, con
Nell
tumbada a sus pies. Se dedicaba a limpiar la escopeta, con un vaso de escocés al lado.

—No despegarán hasta las diez, querido, debido a este condenado tiempo.

Se dirigió hacia las puertas de cristal, retiró las cortinas y abrió las ventanas, contemplando la niebla. Shaw se levantó y se situó a su lado.

—Pues yo hubiera dicho que una niebla densa como ésta era lo mejor para esta clase de aterrizaje secreto.

—No seas estúpido, Max. Esto es lo peor que podría sucederle a cualquier piloto. ¿No te acuerdas de aquella vez que no pude aterrizar en Helmsley, allá por el año treinta y seis? ¿No te acuerdas de que estuve dando vueltas y vueltas hasta que se me agotó el combustible y me estrellé contra aquel muro? Casi me mato.

—Lo siento, muchacha, ya se me había olvidado. —La lluvia empezó a salpicar la terraza, delante de ellos, visible a la luz procedente de la ventana—. Ahí lo tienes —dijo Shaw—. Eso debería ayudar a disipar la niebla. Y ahora cierra esa ventana y tomemos otra copa.

—¿Lo tienes todo? —preguntó Michael Ryan cuando la lancha motora se acercó a la pequeña franja de guijarros.

Devlin llevaba puesto un mono y botas altas. Se palpó los bolsillos, revisándolo todo.

—Creo que todo está en perfecto orden.

—Desearía que me permitieras acompañarte —dijo Ryan.

—Esto es asunto mío, Michael, y, si surge el menor atisbo de problema, tú y Mary salid de aquí pitando. En cierto modo, esta condenada niebla es una bendición. —Se volvió y sonrió a Mary desde la oscuridad—. En eso tenías mucha razón.

Ella se irguió y le besó en la mejilla.

—Que Dios le bendiga, señor Devlin. Rezaré por usted.

—En ese caso, todo saldrá bien.

Y tras decir esto descendió de la embarcación por la borda.

El agua no era muy profunda, lo que ya era algo, y empezó a vadear, con la luz de la linterna iluminando el túnel hasta que llegó al hueco abierto en el muro. Comprobó la hora en su reloj. Eran las ocho y dos minutos. Entró en la cripta, vadeando, y al llegar a los escalones los subió hacia la puerta.

Dougal Munro había terminado su trabajo algo antes de lo previsto, así que llamó un coche y le ordenó al chófer que le llevara al priorato de St. Mary. Fue un trayecto difícil, avanzando a treinta kilómetros por hora en la niebla, así que llegó poco después de las ocho.

—Espere. No estaré mucho tiempo —le dijo el brigadier al chófer, bajando del vehículo.

—Me apartaré de la carretera mientras espero, señor —replicó el conductor—. Con esta niebla, cualquiera podría embestirme por detrás. Giraré en la próxima esquina. Allí hay un patio.

—Está bien. Yo iré a buscarle cuando termine.

Munro subió los escalones y Hamo al timbre de la puerta, que abrió el portero de noche.

—Buenas noches, brigadier —le saludó.

—¿Está la hermana María? —preguntó Munro.

—No. La han llamado para que acuda al hospital de Cromwell Road.

—Está bien. Subiré a ver al teniente Benson.

—Le vi entrar en la capilla hace unos pocos minutos, señor, con uno de los cabos y el oficial alemán.

—¿De veras?

Munro vaciló un instante, y finalmente cruzó el vestíbulo, dirigiéndose hacia la puerta de la capilla.

Devlin abrió con suavidad la puerta situada al final de los escalones y se llevó el mayor susto de su vida. El cabo Smith se encontraba de espaldas a él, a un par de metros de distancia. Estaba examinando una figura religiosa. Benson estaba junto a la puerta de entrada a la capilla. Devlin no vaciló. Sacó la cachiporra y golpeó a Smith en la nuca, volviendo a situarse bajo la protección de las sombras de la puerta cuando el cabo cayó al suelo con estruendo.

—¿Smith? —llamó Benson—, ¿Qué ocurre?

Corrió por la nave de la iglesia y se detuvo mirando fijamente el cuerpo caído en el suelo. Fue entonces, dándose cuenta demasiado tarde de que estaba sucediendo algo, cuando descendió la mano hacia el revólver Webley que llevaba en la funda.

Devlin surgió de entre las sombras, con la Walther con silenciador en la mano izquierda y la cachiporra en la derecha.

Yo no haría eso, hijo. Este trasto no hace más mido que una simple tos suya o mía. Y ahora, dese la vuelta.

Benson hizo lo que se le ordenaba y Devlin le propinó la misma clase de golpe que a Smith. El joven teniente gimió, se hundió de rodillas y cayó encima del cabo. Rápidamente, Devlin le registró en busca de esposas pero, al parecer, sólo las llevaba Smith.

—¿Está usted ahí, coronel? —llamó en voz alta.

Steiner salió del confesionario y el padre Martin se le unió. El anciano tenía aspecto de sentirse con— mocionado y aturdido.

—¿Mayor Conlon? ¿Qué está ocurriendo aquí?

—Créame que lo siento mucho, padre —dijo Devlin haciéndole darse media vuelta y poniéndole las esposas con las manos a la espalda. Luego, sentó al anciano en uno de los bancos y sacó una de las mordazas que llevaba preparadas.

—Supongo que usted no es sacerdote, ¿verdad? —preguntó Martin.

—Un tío mío lo fue, padre.

—Le perdono, hijo mío —dijo Frank Martin sometiéndose a la colocación de la mordaza.

En ese preciso instante se abrió la puerta de la capilla y Dougal Munro entró en ella. Antes de que pudiera decir una sola palabra, Kurt Steiner ya lo había sujetado, pasándole un brazo de acero alrededor del cuello.

—¿Y éste quién es? —preguntó Devlin.

—El brigadier Dougal Munro, del SOE —le dijo Steiner.

—¿De veras? —Ahora, Devlin sostuvo la Walther en la mano derecha—. Este trasto tiene silenciador, como estoy seguro que ya habrá observado. Así que, brigadier, le ruego sea sensato.

Steiner le soltó y Munro dijo con amargura:

—Dios mío, Devlin… Liam Devlin.

—El mismo de siempre, brigadier.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Steiner.

Devlin se sentía excitado y un tanto engreído.

—Un corto viaje río abajo, un suave recorrido por el campo y estará usted lejos antes de que éstos se hayan dado cuenta de lo ocurrido y sigan buscándole en círculos.

—Lo que quiere decir que tienen ustedes intención de salir por vía aérea —dijo Munro—. Muy interesante.

—Desde luego, soy un bocazas —gimió Devlin. Colocó el cañón del arma bajo la barbilla de Munro—. Si le dejo ahora, pondrá en alerta a la RAF antes de que sepamos dónde estamos. Podría matarle, pero hoy me siento con el ánimo generoso.

—¿Y eso qué alternativa nos deja?

—Tendremos que llevarle con nosotros. —Hizo un gesto a Steiner—. Vigílelo.

Abrió la puerta de la capilla. En ese momento, el portero de noche salió de su cubículo con una bandeja que contenía una tetera, dos tazas y un jarrito de leche. Subió la escalera silbando.

—Maravilloso —dijo Devlin—. No tendréis necesidad de mojaros los pies. Vamos a salir directamente por la puerta delantera y no tendremos más que cruzar la calzada. La niebla es espesa, de modo que nadie se dará cuenta de nada. —Abrió la puerta y urgió a Munro a atravesar el vestíbulo, con la Walther apoyada contra su espalda—. No lo olvide, brigadier. Una palabra en falso, y le vuelo la espina dorsal.

Fue Steiner quien abrió la puerta y abrió paso hasta la calle. La niebla, en efecto, era espesa como sólo puede llegar a serlo en Londres, y hasta picaba en el fondo de la garganta. Devlin empujó a Munro hacia el otro lado de la calzada, seguido por Steiner. No vieron un alma y, ensimismados en su mundo privado, bajaron los escalones hasta la franja de guijarros. Una vez llegados abajo, Devlin se detuvo y le pasó el arma a Steiner.

—Tengo por aquí a unos amigos a los que no quiero que vea este viejo sabueso. Sería capaz de colgarlos en la prisión de Wandsworth por alta traición.

—Sólo si se lo merecen —le dijo Munro.

—Es una cuestión de opiniones.

Actuando con rapidez, Devlin le ató al brigadier las manos con la cuerda que había traído consigo. Munro llevaba una bufanda de seda para protegerse del frío. El irlandés se la quitó y le tapó con ella los ojos, atándosela a la nuca.

—Muy bien. Sigamos.

Empezaron a caminar sobre los guijarros, ayudando a Munro con una mano en el codo, y la lancha motora surgió de pronto ante ellos, entre la oscuridad.

—¿Eres tú, Liam? —le preguntó Ryan con suavidad.

—El mismo de siempre. Y ahora salgamos de aquí a toda velocidad —replicó Devlin,

En el dormitorio, Devlin se cambió con rapidez, volviendo a ponerse el traje de clérigo, con un suéter oscuro de cuello alto. Recogió las pocas pertenencias que necesitaba y lo puso todo en una bolsa, junto con la Luger y la Walther. Comprobó la Smith & Wesson en la funda de la tobillera, tomó la bolsa y salió. Al entrar en la cocina, Steiner estaba sentado ante la mesa, tomando el té con Ryan, mientras Mary le miraba con reverencia.

—¿Se encuentra bien, coronel? —le preguntó Devlin.

—Nunca me había sentido mejor, señor Devlin.

Devlin le arrojó la trinchera militar que había robado en el Club del Ejército y la Marina el día que conoció a Shaw.

—Esto debe ser suficiente para cubrir su uniforme. Estoy seguro de que Mary podrá encontrarle una bufanda.

—Claro que sí.

La muchacha salió corriendo y regresó poco después con una bufanda de seda blanca que le entregó a Steiner.

—Es usted muy amable —dijo él.

—Está bien, pongámonos en marcha. —Devlin abrió el armario situado bajo los escalones, revelando a. Munro, a quien había dejado sentado en el rincón, con las manos atadas, y todavía con la bufanda atada alrededor de los ojos—. Nos vamos, brigadier.

Levantó a Munro de un tirón y lo hizo caminar hasta la puerta de entrada a la vivienda. Ryan ya había sacado la camioneta del garaje y la había dejado aparcada junto a la acera. Colocaron a Munro en la parte de atrás y Devlin comprobó su reloj.

—Son las nueve. Ha sido una hora muy larga, Michael, viejo amigo. Ahora, tenemos que marcharnos.

Se estrecharon las manos. Al volverse hacia Mary se dio cuenta de que ella estaba llorando. Devlin dejó la bolsa en la camioneta y abrió los brazos. Ella se abalanzó hacia ellos y él la abrazó.

—Te espera una vida maravillosa y eres una muchacha igualmente maravillosa.

—Nunca le olvidaré —dijo ella, sin dejar de llorar—. Rezaré todas las noches por usted.

Él se sintió demasiado emocionado como para decir nada. Se acomodó al lado de Steiner, en la camioneta, y puso el vehículo en marcha.

—Es una joven muy agradable —comentó el alemán.

—Sí —asintió Devlin—. No debería haberlos implicado ni a ellos ni al viejo sacerdote, pero no podía hacer otra cosa.

—Es la propia naturaleza del juego en que estamos metidos, señor Devlin —dijo Munro desde el asiento de atrás—. Dígame algo, aunque sólo sea por saciar mi curiosidad. Vargas.

—Oh, desde el principio me olí que se trataba de una rata —dijo Devlin—. Siempre me dio la impresión de que ustedes nos estaban invitando a venir. Me di cuenta de que la única forma de engañarles consistía en engañar también a Vargas. Y por eso él sigue recibiendo mensajes desde Berlín.

—¿Y sus propios contactos? No se trata de nadie que haya estado activo recientemente, ¿me equivoco?, Más o menos.

—Es usted un bastardo muy astuto, eso debo admitírselo. Pero no se preocupe, como dice un viejo refrán, del plato a la boca se pierde la sopa.

—¿Y qué quiere decir con eso ahora? — —Niebla, señor Devlin, niebla —dijo Dougal Munro.

13

El gran negocio que Jack Carver esperaba realizar en la habitación del fondo de la sala de baile Astoria no había resultado bien, y si había algo capaz de ponerlo de mal humor, era perder dinero.

A las ocho y media de la noche interrumpió enojado las negociaciones, encendió un puro y bajó al salón de baile. Se apoyó sobre la barandilla del paraíso, contemplando a los clientes que bailaban. Eric, que estaba allí bailando con una joven, lo vio en seguida.

—Lo siento, dulzura, en otra ocasión será —dijo, y subió en seguida a reunirse con su hermano—. Has terminado muy pronto, Jack.

—Sí, bueno, me he aburrido de eso, ¿qué pasa?

Eric, que conocía bien las señales de enfado de su hermano, no insistió en el tema. En lugar de eso, dijo:

—Estaba pensando, Jack, ¿estás seguro de que no quieres llevarte a algunos de los muchachos cuando hagamos esa visita que tenemos prevista?

—¿Qué estás tratando de decirme ahora? — espetó Jack dando rienda suelta a la furia que sentía—, ¿que no puedo ocuparme de ese pequeño bribón sin ayuda? ¿Que necesito ir acompañado?

—No quería decir eso, Jack, sólo estaba pensando…

—Tú piensas demasiado, muchacho —le cortó su hermano—. Vamos, te lo demostraré. Iremos a ver a ese pequeño bastardo irlandés ahora mismo.

Poco después, el Humber, conducido por el propio Eric, giró en Cable Wharf, apenas diez minutos después de que se hubiese marchado la camioneta.

—Esa es la casa, la que está en el extremo más alejado —dijo Eric.

—Muy bien, dejaremos el coche aquí y caminaremos. No quiero alertarlos. —Carver sacó la Browning del bolsillo y le quitó el seguro—. ¿Llevas la tuya?

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