El águila emprende el vuelo (32 page)

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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

BOOK: El águila emprende el vuelo
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¿Reichsführer
?

—Deseaba verme, a mí y al
Sturmbannführer
Berger.

—Ah, sí. —Hitler cerró el expediente y lo dejó sobre una mesita—. El joven que ha organizado de forma tan brillante mi seguridad aquí. Estoy impresionado,
Reichsführer
. Se levantó y puso una mano sobre el hombro de Berger. —Lo ha hecho usted muy bien.

Berger se mantuvo tan tieso como un palo.

—Es un honor servirle, mi Führer.

Hitler tocó con un dedo la Cruz de Hierro de primera clase de Berger.

—Y, por lo que veo, también es un soldado valiente. —Se volvió hacia Himmler—?. Creo que su grado más apropiado sería el de
Obersturmbannführer
.

—Me ocuparé de ello, mi Führer —asintió Himmler solícito.

—Bien. —Hitler se volvió de nuevo a Berger y le sonrió suavemente—. Y ahora ya puede usted marcharse. El
Reichsführer
y yo tenemos cosas que discutir.

Berger hizo sonar sus talones y levantó el brazo derecho.

—¡Heil Hitler! —exclamó.

Giró sobre sus talones y salió de la estancia. Hitler regresó al sillón e indicó el que estaba frente a él.

—Siéntese,
Reichsführer
.

—Es un privilegio.

Himmler se sentó y Hitler dijo:

—El insomnio puede ser a veces una bendición disfrazada. Le permite a uno disponer de tiempo extra para reflexionar sobre cosas realmente importantes. Este expediente, por ejemplo. —Lo tomó de la mesita donde lo había dejado—. Es un informe conjunto de Rommel y Canaris en el que tratan de convencerme de que los aliados intentarán una invasión por las costas de Normandía. Son tonterías, claro. Ni siquiera Eisenhower podría ser tan estúpido.

—Estoy de acuerdo, mi Führer.

—No. Es evidente que el objetivo será el paso de Calais. Cualquier idiota lo comprendería.

—Y, sin embargo —dijo Himmler con recelo—, ¿sigue teniendo la intención de confirmar a Rommel como comandante del grupo de ejércitos B, con plena responsabilidad sobre las defensas del Muro del Atlántico?

—¿Por qué no? —replicó Hitler—, Es un soldado brillante, eso lo sabemos todos. Tendrá que aceptar mi decisión en esta cuestión y seguir mis órdenes al igual que Canaris.

—Pero ¿lo harán, mi Führer?

—¿Duda usted acaso de su lealtad? —preguntó Hitler—. ¿Es eso lo que quiere dar a entender?

—¿Qué quiere que le diga, mi Führer? El almirante no siempre ha sido tan entusiasta como me habría gustado en cuanto a la causa del nacionalsocialismo. En cuanto a Rommel… —Himmler se encogió de hombros—. Es el héroe del pueblo. Esa clase de popularidad puede conducir con facilidad a la arrogancia.

—Rommel hará lo que se le diga —dijo Hitler con serenidad—. Soy muy consciente, como lo es usted, de la existencia de ciertos extremistas en el ejército que quisieran destruirme si pudieran. También soy consciente de que Rommel podría sentir una clara simpatía con respecto a tales propósitos. En el momento adecuado habrá una soga esperando el cuello de esa clase de traidores.

—Bien merecida se la tendrán, mi Führer.

Hitler se levantó y se puso de espaldas al fuego de la chimenea.

—Uno tiene que aprender a manejar a esa clase de personas,
Reichsführer
. Esa es la razón por la que he insistido para que se reúnan conmigo para desayunar a las siete. Como usted sabe, se han quedado en Rennes a pasar la noche. Eso significa que tendrán que levantarse bastante temprano para llegar a tiempo aquí. Me gusta mantener a la gente un tanto desequilibrada, y ésa es la forma de conseguirlo. Tiene sus ventajas.

—Es una idea brillante, mi Führer.

—Y antes de marcharse, recuerde una cosa. —El rostro de Hitler estaba muy tranquilo y Himmler se levantó—. ¿Cuántos atentados se han hecho contra mi vida desde que me hice cargo del poder? ¿Cuántos complots se han urdido?

—No estoy seguro de saberlo —contestó Himmler, pillado por una vez.

—Por lo menos dieciséis —dijo Hitler—. Y eso indica una intervención divina. Es la única explicación lógica de que no me haya ocurrido nada.

—Desde luego, mi Führer —asintió Himmler tragando saliva.

—Y ahora puede usted retirarse —dijo Hitler sonriendo con expresión benigna—. Trate de dormir un poco; le veré durante el desayuno.

Se volvió y se quedó contemplando fijamente el fuego. Himmler se apresuró a salir de allí.

El canal de la Mancha estaba cubierto por la niebla durante la mayor parte del trayecto hasta Cap de la Hague, y Asa aprovechó esa ventaja, avanzando a buena velocidad y girando finalmente hacia la costa francesa, poco antes de las tres de la madrugada.

Llamó a Chernay por la radio.

—Chernay, aquí Halcón, ¿cuál es la situación?

En la sala de radio, Schellenberg saltó de la silla en la que estaba sentado y se acercó a Leber.

—La niebla se ha levantado un poco gracias al viento —informó el sargento de vuelo—, pero no lo suficiente. A veces hay una visibilidad de treinta metros, pero luego la niebla vuelve a espesarse.

—¿Hay algún otro sitio al que podamos dirigirnos? —preguntó Asa.

—No por aquí. El aeropuerto de Cherburgo está totalmente cerrado.

—Asa, soy yo —dijo Schellenberg tomando el micro—. ¿Están todos ahí?

—Claro que estamos todos. Su coronel Steiner, Devlin y yo. Lo que pasa es que, por lo visto, no tenemos ningún lugar a donde ir.

—¿Cómo andan de combustible?

—Calculo que debe quedarnos una autonomía de vuelo de cuarenta y cinco minutos. Lo que haré será sobrevolar la zona durante un rato. Manténgase a la escucha e infórmenme en cuanto se produzca alguna mejoría de la situación.

—Ordenaré a los hombres encender los faros de la pista, general —dijo Leber—. Eso puede ayudar.

—Yo me ocuparé de eso —le dijo Schellenberg—. Usted quédese en la radio.

Y tras decir esto salió precipitadamente.

Veinte minutos más tarde, Asa volvió a llamar.

—Esto no sirve de nada. Bajaré a echar un vistazo.

Hizo descender el Lysander, encendiendo las luces de las ruedas, y la niebla lo envolvió por completo, lo mismo que había sucedido en Shaw Place. A los seiscientos pies de altura tiró de la palanca hacia su estómago y levantó de nuevo el avión, saliendo de la zona de niebla aproximadamente a los mil pies de altura.

Las estrellas seguían brillando pálidamente y lo que quedaba de la luna aparecía en una posición baja, con el amanecer asomando por el horizonte.

—Esto es inútil —dijo Asa por la radio—. Sería un suicidio intentar el aterrizaje en estas condiciones. Preferiría intentarlo en el mar.

—La marea está baja, capitán —dijo Leber.

—¿De veras? ¿Cuántos kilómetros de playa hay por ahí abajo?

—Kilómetros y kilómetros.

—Entonces, ésa es la solución. Al menos, es una posibilidad.

—¿Está seguro, Asa? —preguntó Schellenberg.

—General, lo único que sé es que no tenemos alternativa. Nos veremos dentro de poco, o nunca. Corto y cierro.

Schellenberg dejó el micrófono y se volvió hacia Leber.

—¿Podemos bajar a la playa?

—Oh, sí, general, hay una carretera que conduce a una vieja grada.

—Bien, entonces pongámonos en marcha.

—Si tengo que amerizar, este trasto no se va a mantener a flote durante mucho tiempo —dijo Asa por encima del hombro—. Por detrás de donde están ustedes hay un paquete abultado. Eso de color amarillo. En cuanto lleguemos al agua, sáquenlo en seguida, tiren de la lengüeta roja y eso se hinchará solo.

—Supongo que usted nadará, ¿verdad, señor Devlin? —preguntó Steiner con una sonrisa.

—A veces —contestó Devlin devolviéndole la sonrisa.

Asa inició el descenso, bajando poco a poco la palanca, con el rostro cubierto de sudor. La aguja del altímetro se situó en los quinientos pies y continuó bajando. El Lysander se estremeció al encontrar una ráfaga de viento y descendieron a trescientos.

—He visto algo —gritó Devlin.

La niebla pareció abrirse por delante de ellos, como si alguien hubiera apartado una cortina a cada lado. Había grandes olas que rompían y casi un kilómetro de arena húmeda extendiéndose hacia los acantilados de Cap de la Hague. Asa tiró de la palanca y el Lysander se niveló a poco más de cincuenta pies de altura sobre las olas.

Asa golpeó cariñosamente el panel de instrumentos con una mano.

—Hermoso trasto, te quiero —gritó.

Y lo dejó descender para aterrizar.

El camión en el que iban Schellenberg, Leber y varios mecánicos de la Luftwaffe llegó a la playa en el mismo instante en que el Lysander apareció ante su vista.

—Lo ha conseguido, general —gritó Leber—. ¡Qué piloto!

Echó a correr hacia ellos, agitando las manos, seguido por sus hombres.

Schellenberg se sentía totalmente agotado. Encendió un cigarrillo y esperó a que el Lysander se dirigiese hacia el final del trozo de playa. Se detuvo finalmente, y Leber y sus hombres se pusieron a vitorear, al tiempo que Asa cerraba el contacto del motor. Devlin y Steiner fueron los primeros en bajar, seguidos por Asa, que se quitó el casco de vuelo y lo arrojó dentro de la carlinga.

—Ha sido todo un trabajo, capitán —dijo Leber.

—Trate este cacharro con cariño, sargento de vuelo —le dijo Asa—. Déle sólo lo mejor. Se lo merece. ¿Estará a salvo aquí?

—Oh, sí, la marea no llegará hasta esta zona.

—Estupendo. Compruebe el motor y luego tendrán que llenar a mano el depósito.

—A sus órdenes, capitán.

Schellenberg estaba de pie, esperando, cuando Steiner y Devlin se le acercaron. Le tendió la mano a Steiner.

—Coronel, es un verdadero placer verle aquí.

—General —dijo Steiner.

Schellenberg se volvió hacia Devlin.

—En cuanto a usted, mi alocado amigo irlandés, aún no puedo creer que se encuentre aquí.

—Bueno, ya sabe lo que digo siempre, Walter, hijo mío, todo lo que uno tiene que hacer es vivir correctamente. —Devlin sonrió con una mueca—. ¿Cree que puede haber para nosotros algo para desayunar en alguna parte? Me estoy muriendo de hambre.

Estaban sentados alrededor de la mesa, en la pequeña cantina, tomando café.

—De modo que el Führer llegó anoche, sano y salvo —dijo Schellenberg.

—¿Y Rommel y el almirante? —preguntó Devlin.

—No tengo ni la menor idea de dónde se han quedado a dormir, pero ahora ya no faltará mucho para que se reúnan con él. A estas horas deben encontrarse ya de camino.

—Ese plan suyo no deja de tener cierto sentido —dijo Steiner—, pero hay muchas incertidumbres.

—¿No cree usted que los hombres de ese destacamento paracaidista le seguirán?

—Oh, no me refiero a eso, sino a lo que pueda suceder con ustedes tres en el castillo antes de que nosotros lleguemos.

—Bueno, sí, pero no tenemos alternativa —dijo Schellenberg—. No hay otra forma.

—Sí, esto también lo comprendo.

Hubo un momento de silencio, antes de que Schellenberg dijera:

—¿Está usted conmigo en esto o no, coronel? Ya no nos queda mucho tiempo.

Steiner se levantó y se dirigió a la ventana. Había empezado a llover con fuerza y se quedó mirando fijamente hacia el exterior, antes de volverse hacia él.

—Tengo pocas razones para que me guste el Führer, y no sólo por lo que le ocurrió a mi padre. Podría decir que él es malo para todos, un verdadero desastre para la raza humana. Pero, en cuanto a mí, lo más importante es que es un desastre para Alemania. Después de haber dicho eso, admito que tener a Himmler al" frente del estado sería infinitamente peor. Con el Führer, al menos, uno puede contemplar la perspectiva de ver terminada esta guerra sangrienta. : —¿Así que se unirá a nosotros en esto?

—No creo que ninguno de nosotros tenga otra alternativa.

—¡Qué demonios! —exclamó Asa encogiéndose de hombros—. También puede contar conmigo.

Devlin se levantó y se desperezó.

—Muy bien, pongámonos entonces en marcha —dijo.

Abrió la puerta y salió.

Cuando Schellenberg entró en la cabaña que él y Asa habían utilizado, encontró a Devlin con un pie sobre la cama, subida la pernera del pantalón, ajustándose la Smith & Wesson en la tobillera.

—¿Su ás en la manga, amigo mío?

—Además de esto —dijo Devlin tomando la Walther con silenciador y colocándosela en el cinturón, a la espalda. Luego tomó la Luger—. Y ésta es para el bolsillo. Dudo mucho de que los guardias de las SS nos permitan entrar armados por la puerta, de modo que será mejor tener algo que entregarles.

—¿Cree que eso funcionará? —preguntó Schellenberg.

—¿Incertidumbre por su parte y a estas alturas, general?

—No, en realidad, no. Mire, los aliados han dejado una cosa bien clara. No negociarán la paz. Exigen rendición incondicional. Eso es lo último que podría permitirse Himmler.

—Sí, y eso significa que uno dé estos días se encontrará con la soga que le está esperando.

—Y quizá también a mí. Después de todo, soy un general de las SS —dijo Schellenberg.

—No se preocupe, Walter —dijo Devlin con una sonrisa—. Si terminan encerrándole en una prisión iré a buscarle y lo liberaré. Y ahora, pongámonos en marcha.

El mariscal de campo Erwin Rommel y el almirante Canaris habían salido de Rennes a las cinco de la mañana en una limusina Mercedes conducida, por razones de seguridad, por el ayudante de Rommel, el mayor Cari Ritter. Su única escolta eran dos motociclistas de la policía militar, que abrían paso siguiendo las curvas de las estrechas carreteras francesas con las primeras horas del amanecer.

—Es evidente que la única razón por la que nos ha convocado a una hora tan ridícula ha sido para tenernos en desventaja —dijo Canaris.

—Al Führer le encanta tenernos a todos en desventaja, almirante —dijo Rommel—. Creía que ya había aprendido usted eso hacía tiempo.

—Me pregunto qué andará tramando —dijo Canaris—. Sabemos que va a confirmarle a usted en su nombramiento como comandante del grupo de ejércitos B, pero podría haberle pedido que volara a Berlín para eso.

—Exactamente —asintió Rommel—. Además de que hay teléfonos. No, creo que se trata del asunto de Normandía.

—Seguramente podremos hacerle comprender el sentido que hay detrás de eso —dijo Canaris—. El informe que le hemos presentado es bastante concluyente.

—Sí, pero, desgraciadamente, el Führer favorece la idea del paso de Calais, lo mismo que su astrólogo.

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