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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

El águila emprende el vuelo (34 page)

BOOK: El águila emprende el vuelo
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—Lamento mucho tener que decírselo, mi Führer, pero ha llegado su hora. La suya, la del mariscal de campo Rommel y la del almirante. —Berger sacudió la cabeza con un gesto de pesar—» Ya no podemos permitir la presencia de ninguno de ustedes.

—No puede usted matarme, estúpido —le dijo Hitler—. Eso es imposible,

—¿De veras? —preguntó Berger—. ¿Y por qué lo cree así?

—Porque no es mi destino el morir aquí —le con testó Hitler con serenidad—. Porque Dios está de mi lado.

Desde alguna parte, en la distancia, llegó hasta ellos el sonido de unos disparos. Berger medio se giró para mirar hacia la puerta y el mayor Ritter se puso en pie de un salto, le arrojó el maletín que tenía sobre la mesa y echó a correr hacia la puerta.

—¡Guardias! —gritó.

Uno de los guardias de las SS disparó su Schmeisser, alcanzándole varias veces en la espalda.

—Señor Devlin —dijo Schellenberg en voz baja.

La mano de Devlin encontró la culata de la Walther con silenciador, que llevaba metida en la cintura, a la espalda. Su primera bala alcanzó en la sien al hombre que acababa de matar a Ritter; la segunda alcanzó al otro SS en el corazón. Berger se lanzó de un salto hacia él, con la boca abierta, emitiendo un terrible grito de rabia; la tercera bala de Devlin le alcanzó justo entre los ojos.

Devlin se le acercó y lo miró, sosteniendo aún la Walther.

—No quisiste hacerme caso, hijo, pero ya te dije que necesitabas buscarte una clase de trabajo diferente.

Detrás de él, las puertas se abrieron de golpe y Kurt Steiner irrumpió en la sala a la cabeza de sus hombres.

Cuando Schellenberg llamó y entró en la habitación de Himmler, encontró al
Reichsführer
de pie ante la ventana. Comprendió en seguida que Himmler estaba dispuesto a defenderse con argumentos descarados.

—Ah, ya está aquí, general. Ha sido una situación de lo más desgraciada. Se refleja terriblemente en todos los que formamos parte de las SS. Gracias a Dios, el Führer considera la abominable traición de Berger como un acto individual.

—Afortunadamente para todos nosotros,
Reichsführer
.

—¿Y la llamada anónima que recibió usted? —preguntó Himmler, sentándose—. ¿No tiene ninguna idea de quién pudo tratarse?

—Me temo que no…

—Es una pena. Sin embargo… —Himmler miró su reloj—. El Führer quiere marcharse al mediodía y yo debo volar con él de regreso a Berlín. Canaris vendrá con nosotros. En cuanto a Rommel, ya se ha marchado.

—Comprendo —dijo Schellenberg.

—Antes de marcharse, el Führer quiere verle a usted y a los otros tres. Creo que tiene la intención de condecorarles.

—¿Condecorarnos? —preguntó Schellenberg.

—El Führer nunca va a ningún sitio sin llevar condecoraciones consigo, mi general. Vaya a donde vaya, siempre guarda una buena reserva en su maleta personal. Cree en la necesidad de recompensar los servicios leales, y yo también.


Reichsführer
.

Schellenberg se volvió hacia la puerta y Himmler añadió:

—Hubiera sido mejor para todos nosotros que este desgraciado asunto no hubiese ocurrido nunca. ¿Me comprende, general? Rommel y Canaris tendrán cerradas las bocas, y en cuanto a esos paracaidistas, será fácil manejarlos. Un traslado al frente ruso dará buena cuenta de ellos.

—Comprendo,
Reichsführer
—dijo Schellenberg con recelo.

—Lo que, desde luego, nos deja con Steiner, el
Háuptsturmführer
Vaughan y ese hombre, Devlin. Tengo la sensación de que todos ellos podrían resultar un inconveniente, con lo que estoy seguro estará usted de acuerdo.

—Si el
Reichsführer
está sugiriendo… —empezó a decir Schellenberg.

—Nada —le interrumpió Himmler—. No estoy sugiriendo nada. Simplemente, dejo la cuestión a su buen criterio.

Era poco antes del mediodía cuando Schellenberg, Steiner, Asa y Devlin esperaban en la biblioteca del castillo. Se abrió la puerta y entró el Führer, seguido por Canaris y Himmler, que llevaba una pequeña cartera de cuero.

—Caballeros —dijo Hitler.

Los tres oficiales se pusieron firmes y Devlin, que había estado sentado junto a la ventana, se puso en pie de mala gana. Hitler hizo un gesto de asentimiento hacia Himmler, quien abrió una caja que estaba llena de condecoraciones.

—Para usted, general Schellenberg, la Cruz Alemana en oro, y también para usted,
Háuptsturmführer
Vaughan. —Les puso las condecoraciones sobre las guerreras y se volvió a Steiner—. Usted, coronel Steiner, ya tiene la Cruz de Caballero con hojas de roble. Ahora le concedo las espadas.

—Gracias, mi Führer — contestó Kurt Steiner con un considerable tono de ironía en su voz.

—En cuanto a usted, señor Devlin —dijo el Führer, volviéndose hacia el irlandés—. La Cruz de Hierro de primera clase.

A Devlin no se le ocurrió nada que decir, aunque reprimió un alocado deseo por echarse a reír en el momento en que el Führer le colocó la medalla sobre la chaqueta.

—Cuentan ustedes con mi gratitud, caballeros, y con la gratitud del pueblo alemán —les dijo Hitler.

Luego se dio media vuelta y salió, seguido de cerca por Himmler. Canaris se quedó un momento junto a la puerta.

—Ha sido una mañana de lo más instructiva, pero yo, en su lugar, llevaría cuidado a partir de ahora, Walter.

—La puerta se cerró.

—¿Y ahora, qué? —preguntó Devlin.

—El Führer regresará inmediatamente a Berlín —dijo Schellenberg—. Canaris y Himmler le acompañarán.

—¿Y qué pasará con nosotros? —preguntó Asa Vaughan.

—En ese aspecto tenemos un pequeño problema. El
Reichsführer
ha dejado bien claro que no quiere a ninguno de los tres en Berlín. En realidad, no los quiere en ninguna parte.

—Comprendo —dijo Steiner—. ¿Se supone que debe usted encargarse de nosotros?

—Algo así.

—El viejo cabrón —exclamó Devlin.

—Claro que hay un Lysander esperando en la playa, en Chernay —dijo Schellenberg—. Leber ya habrá revisado el motor y lo habrá repostado.

—Pero ¿a dónde demonios podemos ir? ——preguntó Asa Vaughan—. Acabamos de salir de Inglaterra por los pelos y Alemania es, desde luego, un lugar demasiado caliente para nosotros.

Schellenberg le dirigió una mirada interrogativa a Devlin, y el irlandés se echó a reír al comprender.

—¿Ha estado alguna vez en Irlanda? —le preguntó a Vaughan.

Hacía frío en la playa y la marea estaba bastante más alta que aquella mañana, pero aún quedaba un amplio espacio para despegar.

—Lo he comprobado todo —informó el sargento de vuelo Leber a Asa—. No debería tener ningún problema,
Háuptsturmführer
.

—Y ahora, sargento de vuelo, puede usted regresar al campo de aterrizaje —dijo Schellenberg—. Yo le seguiré más tarde.

Leber saludó y se alejó. Schellenberg estrechó las manos de Steiner y Asa.

—Caballeros, les deseo buena suerte. —Ambos subieron al Lysander, y él se volvió hacia Devlin—. Es usted un hombre verdaderamente notable.

—Véngase con nosotros, Walter —le dijo Devlin—. Aquí ya no tiene nada que hacer.

—Demasiado tarde, amigo mío. Como ya le he dicho antes, a estas alturas ya es demasiado tarde para evitar lo que nos espera.

—¿Y qué dirá Himmler cuando se entere de que nos ha dejado marchar a todos?

—Oh, ya he pensado en eso. Un tirador tan excelente como usted no debería tener ninguna dificultad para meterme una bala en el hombro. Pero, eso sí, que sea en el izquierdo, y que sólo afecte a la carne, claro.

—¡Jesús, mira que es usted un viejo zorro!

Schellenberg se alejó y luego se volvió hacia él. Devlin sacó la mano del bolsillo, sosteniendo la Walther. El arma tosió una vez y Schellenberg se tambaleó, llevándose la mano derecha al hombro herido. Había sangre entre sus dedos, pero él sonrió.

—Adiós, señor Devlin.

El irlandés subió al aparato y bajó la carlinga. Asa giró el avión y el Lysander rugió a lo largo de la playa, despegando. Schellenberg lo observó cobrar velocidad y perderse en el mar. Al cabo de un rato se volvió y, sosteniéndose todavía el hombro con la mano, se dirigió al camino que conducía de regreso a la base.

Lough Conn, en el condado de Mayo, no lejos de la bahía de Killala, en la costa oeste de Irlanda, tiene más de quince kilómetros de longitud. Aquella noche, cuando la luz del ocaso se desvanecía y la oscuridad iba descendiendo de las montañas, su superficie era como un gran cristal negro.

Michael Murphy se dedicaba a sus tareas agrícolas en el extremo sur del
lough
, pero aquel día se lo había pasado pescando y bebiendo
poteen
hasta que, en palabras de su vieja abuela, ya ni siquiera sabía dónde estaba. Empezó a llover con una repentina ráfaga de viento y él llevó las manos a los remos empezando a canturrear suavemente.

Escuchó un rugido,, sintió una ráfaga de aire y algo que más tarde sólo pudo describir como un enorme pájaro negro pasó a toda velocidad sobre su cabeza y poco después se desvaneció entre las sombras, al otro extremo del
lough
.

Asa efectuó un amerizaje perfecto sobre las tranquilas aguas, a pocos cientos de metros de la orilla, dejando caer el timón de cola en el último momento. Se deslizaron sobre la superficie hasta que se detuvieron y se quedaron allí. El agua empezó a entrar. Abrió la carlinga y sacó la bolsa inflable, que se hinchó en seguida.

—¿Qué profundidad hay aquí? —le preguntó a Devlin.

—Unos setenta metros.

—Entonces, eso será suficiente agua para esconder el avión. Pobre y encantador aparato. Bien, pongámonos en marcha.

Saltó a la balsa, seguido por Steiner y Devlin. Se alejaron remando y luego se detuvieron y miraron hacia atrás. El Lysander hundió el morro bajo las aguas. Por un momento, sólo se vio la cola del avión, con la esvástica de la Luftwaffe. Después, eso también desapareció por debajo de la superficie del agua.

—Supongo que no había más remedio —dijo Asa.

Siguieron remando hacia la orilla, que ya estaba a oscuras.

—¿Qué hacemos ahora, señor Devlin? —preguntó Steiner.

—Nos espera una larga caminata, pero disponemos de toda la noche para hacerla. Mi tía abuela Eileen O'Brien tiene una vieja granja situada por encima de la bahía de Killala. Allí no encontraremos más que amigos.

—¿Y luego qué? —preguntó Asa.

—Eso sólo Dios lo sabe, hijo mío. Ya veremos —le dijo Liam Devlin.

La balsa tocó fondo en una pequeña playa. Devlin fue el primero en desembarcar, con el agua llegándole a la altura de la rodilla. Luego, arrastró la balsa hacia la orilla.


Cead mile failte
—dijo, tendiéndole una mano a Kurt Steiner.

—¿Y qué significa eso? —quiso saber el alemán.

—Es irlandés —contestó Liam Devlin sonriéndole—. El idioma de los reyes. Significa cien mil bienvenidas.

Belfast, 1975
16

Eran casi las cuatro de la madrugada. Devlin se levantó y abrió la puerta de la sacristía. Ahora, la ciudad estaba en calma, aunque se percibía el olor acre a humo. Empezaba a llover. Se estremeció y encendió un cigarrillo.

—No hay nada como una mala noche en Belfast.

—Dígame algo —le pregunté—. ¿Volvió a tener tratos alguna otra vez con Dougal Munro?

—Oh, sí —me contestó—. Varias veces con el transcurso de los años. Al viejo Dougal le gustaba la buena pesca.

Como siempre, me resultó difícil tomármelo en serio, así que lo volví a intentar.

—Está bien, ¿qué sucedió después? ¿Cómo se las arregló Dougal Munro para mantenerlo todo en secreto?

—Bueno, debe recordar que sólo Munro y Cárter sabían quién era realmente Steiner. Para el pobre teniente Benson, la hermana María Palmer y el padre Martin no era más que un prisionero de guerra, un oficial de la Luftwaffe.

—Pero ¿y Michael Ryan y su sobrina? ¿Y los Shaw?

—La Luftwaffe empezó a bombardear de nuevo Londres a principios de aquel año, en lo que se conoció como el pequeño
blitz
. Eso fue algo muy conveniente para la inteligencia británica.

—¿Porqué?

—Porque las incursiones aéreas produjeron muertos, gentes como sir Maxwell Shaw y su hermana Lavinia, muertos en Londres durante un ataque de la Luftwaffe en enero del cuarenta y cuatro. Mire
The Times
de ese mes. Allí encontrará una esquela mortuoria.

—¿Y Michael Ryan y Mary? ¿Y Jack y Eric Carver?

—Ellos no aparecieron en
The Times
, aunque terminaron en el mismo sitio, un crematorio del norte de Londres, convertidos en un par de kilos de cenizas grises, y sin necesidad de ser sometidos a autopsia. Todos ellos incluidos en las listas de víctimas de los bombardeos.

—Nada cambia —dije—. ¿Y qué fue de los demás?

—Canaris no duró mucho más tiempo. Algo más tarde, en ese mismo año, perdió el favor del Führer. Luego, en julio, se produjo el atentado contra la vida de Hitler. Canaris fue detenido, entre otros. Lo mataron durante la última semana de la guerra. Siempre se ha especulado sobre si Rommel estuvo involucrado o no en el atentado, pero el Führer creyó que lo estaba. No pudo soportar la idea de tener que revelar que el héroe del pueblo era un traidor a la causa nazi, de modo que a Rommel se le permitió la alternativa de suicidarse, con la promesa de que no se haría nada contra su familia.

—Qué bastardos fueron todos —dije.

—Todos sabemos lo que le ocurrió al Führer, enjaulado en su búnker hasta el final. Himmler intentó escapar. Se afeitó el bigote, y hasta se puso un parche en un ojo. Eso no le sirvió de nada. Cuando le atraparon, se tomó una cápsula de cianuro.

—¿Y Schellenberg?

—Ése sí que fue un hombre, el viejo Walter. Al regresar, consiguió engañar a Himmler. Le dijo que nosotros le habíamos dominado. La herida le ayudó a corroborar su versión. Se convirtió en jefe de los servicios secretos combinados antes del fin de la guerra. Sobrevivió a todos. Cuando se llevaron a cabo los juicios por crímenes de guerra, lo único de lo que pudieron acusarle fue de haber sido miembro de una organización ilegal, las SS. En el juicio aparecieron toda clase de testigos que declararon en su favor, y entre ellos hubo incluso judíos. Sólo estuvo un par de años en prisión y luego lo dejaron en libertad. Murió en Italia en el cincuenta y uno…, de cáncer.

—Y eso es todo —dije yo.

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