El ahorcado de la iglesia

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

BOOK: El ahorcado de la iglesia
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Un hombre de aspecto miserable se suicida en la habitación de un hotel de Bremen y Maigret, que iba siguiéndole la pista, teme haber inducido al desgraciado a cometer ese acto fatal. Todo parece irreal en este caso: los billetes chamuscados, el paquete de ropa vieja y ensangrentada, los innumerables dibujos de ahorcados… ¿Qué había ocurrido en Lieja un 15 de febrero, hace ya diez años?

Novela también publicada en España con los títulos
El ahorcado de "Saint Pholien
y
El ahorcado de Lieja
.

Georges Simenon

El ahorcado de la iglesia

Maigret, 4

ePUB v1.0

Ledo
11.04.12

Título original:
Le pendu de Saint-Pholien

Traducción de Mercedes Azua

© 1960, Georges Simenon

© 1973, 1982, Luis de Caralt

ISBN: 84-7530-578-4

Capítulo 1
El crimen del comisario Maigret

Nadie se dio cuenta de lo que pasaba.

Nadie sospechó que era un drama lo que sucedía en la sala de espera de la pequeña estación, donde sólo esperaban seis viajeros con cara aburrida en medio del olor a café, cerveza y limonada.

Eran las cinco de la tarde y empezaba a caer la noche. Las luces estaban encendidas, pero a través de los cristales se distinguían en la penumbra del andén los funcionarios alemanes y holandeses de la aduana y del ferrocarril, que andaban de un sitio para otro.

La estación de Neuschanz está en el extremo norte de Holanda, en la frontera alemana.

Una estación sin importancia. Neuschanz no es ni siquiera un pueblo. Sólo hay trenes por la mañana y por la noche, para los obreros alemanes que buscan salarios más elevados trabajando en las fábricas holandesas.

Y la misma ceremonia se repetía cada vez. El tren alemán se para al final del andén. El tren holandés espera al otro lado.

Los empleados con casco naranja y los de uniforme verdoso o azul de Prusia se reúnen, pasando juntos la hora de demora prevista para las formalidades de la aduana.

Como sólo viajan unas veinte personas, las formalidades duran poco.

La gente se sienta en el bar, que es como todos los fronterizos. Los precios se escriben en céntimos y
pfennig
.

Una vitrina contiene chocolate holandés y cigarrillos alemanes. Se sirve ginebra o
schnaps
.

Aquella tarde hacía calor. Una mujer dormitaba en la caja. El vapor se escapaba de la cafetera. La puerta de la cocina estaba abierta y se oían los ruidos de un aparato de radio que manejaba un niño.

Resultaba familiar, y, sin embargo, bastaban unos detalles para espesar la atmósfera con un toque turbulento de aventura y de misterio.

Los uniformes de los dos países, por ejemplo. La mezcla de carteles para los deportes de invierno alemanes y para la Feria Comercial de Utrecht.

Una silueta en un rincón: un hombre de unos treinta años, con las ropas usadísimas, la cara pálida y mal afeitada, con un sombrero flexible de un gris indefinido, que tal vez había recorrido media Europa.

Había llegado con el tren de Holanda. Enseñó un billete para Bremen, y el empleado le explicó en alemán que había escogido la línea menos directa, donde no existen los trenes rápidos.

El hombre hizo ademán de no entender nada. Pidió café en francés, y todo el mundo lo observó con curiosidad.

Tenía los ojos febriles, muy hundidos en las órbitas. Fumaba con el cigarrillo pegado al labio inferior, y este detalle era suficiente para expresar su lasitud o desprecio.

A sus pies, una maletita de fibra, como las que se venden en todos los bazares. Era nueva.

Cuando le sirvieron, sacó del bolsillo un puñado de monedas, donde habían piezas francesas, belgas y holandesas.

La camarera tuvo que coger las adecuadas.

Pasó más inadvertido un viajero que se había sentado en una mesa cercana, grande, gordo y ancho de hombros. Llevaba un abrigo negro muy grueso con cuello de terciopelo, y el nudo de la corbata hecho sobre un cuello de celuloide.

El primero, crispado, no cesaba de observar a los empleados a través de la puerta de cristales, como si temiese perder el tren.

El segundo lo examinaba, sin interés, de una forma implacable, sacando grandes bocanadas de su pipa.

El agitado viajero abandonó su sitio por espacio de dos minutos, para ir al lavabo. Entonces, sin inclinarse siquiera, con un simple movimiento de pie, el otro atrajo hacia sí la maletita y puso en su lugar otra idéntica.

Media hora más tarde el tren partió. Los dos hombres se instalaron en el mismo compartimiento de tercera clase, pero no se dirigieron la palabra.

En Leer, el tren se vació, continuando a pesar de todo su ruta con los dos viajeros.

Eran las diez cuando el convoy entró bajo la inmensa vidriera de Bremen, donde las lámparas en arco decoloraban las caras.

* * *

El primer viajero no debía saber una palabra de alemán, porque se equivocó varias veces de camino, entró en el restaurante de primera clase y no encontró, hasta después de muchas idas y venidas, el buffet de tercera, donde no se sentó.

Señaló con el dedo los panecillos que contenían salchichas, explicó con gestos que se los quería llevar y pagó también tendiendo un puñado de monedas.

Durante más de media hora erró por las espaciosas calles, vecinas a la estación, con su maletita en la mano y con aire de buscar algo.

Y el hombre del cuello de terciopelo, que le seguía sin impaciencia, comprendió cuando vio por fin a su compañero adentrarse en el barrio más pobre, que se amontonaba a la izquierda.

El objeto de su búsqueda era simplemente un hotel barato. El hombre joven, que andaba cansinamente, examinó varios con desconfianza antes de elegir un establecimiento de último orden, cuya puerta estaba iluminada por una bola blanca de vidrio sucio.

Llevaba la maleta en una mano y en la otra los panecillos de salchichas envueltos en papel de seda.

La calle estaba animada. La niebla empezaba a caer, filtrando las luces de los escaparates.

El hombre del abrigo grueso, con cierto pesar, pidió la habitación vecina a la del primer viajero.

Una habitación pobre, igual a todas las habitaciones pobres del mundo, con la única diferencia, quizá, que la pobreza no es en ninguna parte más lúgubre que en Alemania del Norte.

Pero había una puerta de comunicación entre las dos habitaciones, y en la puerta una cerradura.

De esta manera el hombre pudo asistir a la abertura de la maleta, que no contenía más que periódicos viejos.

Vio palidecer al viajero y examinar una y otra vez la maleta en sus manos, arrojando los periódicos por la habitación.

Los panecillos estaban encima de la mesa, todavía envueltos, pero el joven, que no había comido desde las cuatro de la tarde, no les echó ni una ojeada.

Se precipitó hacia la estación dando rodeos, preguntando diez veces el camino, repitiendo con un acento tan malo que deformaba la palabra de manera que sus interlocutores no lo entendían casi:

—Bahnhof!

Estaba tan nervioso que para hacerse entender mejor ¡imitaba el ruido del tren!

Llegó a la estación. Erró en el inmenso hall, vio algunas maletas amontonadas y se precipitó como un ladrón, con el fin de asegurarse de que su maleta no estaba allí.

Y se estremecía cada vez que alguien pasaba con una maleta del mismo género.

Su compañero seguía espiándolo, sin desviar su pesada mirada.

A medianoche, uno después de otro, entraron en el hotel.

La cerradura ofrecía el espectáculo del joven derrumbado en una silla, con la cabeza entre las manos. Cuando se levantó, chasqueó los dedos con un gesto rabioso y fatalista a la vez.

Y esto fue el fin: sacó un revólver del bolsillo, abrió la boca y apretó el gatillo.

* * *

Un instante después había diez personas en la habitación, donde el comisario Maigret, que no se había quitado su abrigo con el cuello de terciopelo, trataba de prohibir el acceso. Se oía repetir las palabras polizeï y mörder, que significa asesino.

Muerto, el joven daba más lástima que vivo. Se veían las suelas agujereadas de sus zapatos, y el pantalón, que se había subido a causa de la caída, descubría un inverosímil calcetín rojo, y una tibia lívida y velluda.

Llegó un agente, pronunció unas palabras de forma imperiosa y todo el mundo se apelotonó en el rellano de la escalera, salvo Maigret, que enseñó su placa de comisario de la Policía Judicial de París.

El agente no hablaba francés. Maigret no chapurreaba más que algunas palabras en alemán.

Diez minutos más tarde paró un coche enfrente del hotel e irrumpieron los funcionarios civiles.

En el rellano de la escalera, la palabra Franzose había sustituido ahora a la palabra Polizeï y miraban al comisario con curiosidad. Pero algunas órdenes fueron suficientes para hacer cesar toda agitación y cortar el rumor, como se corta la corriente eléctrica.

Los inquilinos volvieron a sus casas. En la calle, un grupo silencioso se mantenía a una distancia prudencial.

El comisario Maigret mantenía la pipa entre los dientes, apagada. Y su cara gordinflona, como modelada en arcilla compacta, con vigorosos golpes del pulgar, tenía una expresión que rayaba entre el miedo y el desastre.

—¡Le pediré permiso para hacer mi interrogatorio al mismo tiempo que usted hará el suyo! Una cosa es cierta: es que este hombre se ha suicidado. Es un francés.

—¿Le seguía usted?

—Sería muy largo de explicar. Yo quisiera que su servicio técnico le tomase unas fotografías, tan claras como fuese posible y desde todos los ángulos.

El silencio siguió a la agitación en la habitación, donde solamente había tres personas.

Uno de ellos, joven y rosado, con el cráneo afeitado, y chaqueta y pantalón rayados, limpiaba de vez en cuando los cristales de sus gafas con montura de oro. Tenía un título como «doctor en policía científica»

El otro, también rosado, vestido con menos solemnidad, lo registraba todo y se esforzaba en hablar francés.

Sólo se encontró un pasaporte a nombre de Louis Jeunet, nacido en Aubervilliers, obrero mecánico.

En cuanto al revólver, llevaba la marca de la fábrica de armas de Herstal, Bélgica.

En la Policía Judicial, Quai des Orfèvres, nadie imaginaba esta noche un Maigret silencioso, como aplastado por la fatalidad, asistiendo a las operaciones de sus colegas alemanes, apartándose para hacer sitio a los fotógrafos, a los médicos forenses, y esperando, con el ceño fruncido y la pipa siempre apagada, el desgraciado botín que le fue entregado hacia las tres de la madrugada: los trajes del muerto, su pasaporte y una docena de fotografías que el magnesio hacía más alucinantes.

Se daba perfecta cuenta de que acababa de matar a un hombre.

¡Y este hombre, él no lo conocía! ¡No sabía nada de él! ¡Nada probaba que tenía cuentas que rendir a la Justicia!

* * *

Todo había empezado el día anterior en Bruselas, de la manera más inesperada. Maigret estaba de servicio. Había colaborado con la policía belga en el caso de los refugiados italianos expulsados de Francia y cuya actividad producía inquietudes.

¡Un viaje que parecía de placer! Las entrevistas habían sido más cortas de lo que esperaba. El comisario disponía de algunas horas.

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