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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (55 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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Twiss se medio incorporó de su silla, algo inquieto.

—Explíquese...

Jovellanos cogió su vaso y lo apuró.

—¿Sabe en qué fecha se expulsó a los jesuitas del reino? El 31 de marzo de 1767. ¡En Jueves Santo, señor Twiss!

—¡Ajá...! ¡Ese es el
día señalado
! —La cara del inglés se iluminó satisfecha, aunque la perplejidad en que permanecía Jovellanos le inducía a la confusión—. ¿Qué más queremos? ¿No cree que sería exagerado exigir también la hora del asalto?

Jovellanos sonrió, pero enseguida retornó a su estado de excitación.

—¿Es que no lo ve? —Le mostró el vaticinio que acababa de leer—. «A una década pasada.» Esto es lo que pone, pero no han pasado diez años desde la expulsión, sino solo nueve.

—¿Y qué? Thiulen es un literato, un poeta, y se puede permitir ciertas licencias —replicó Twiss aturdido.

Jovellanos fue hasta el centro del despacho y se puso a caminar de un lado para otro. Se echó las manos a la frente mientras Twiss le observaba girado y apoyado en el respaldo de su silla.

—¿Por qué no sería usted español? Se lo tengo que explicar todo... Lo que en verdad se cumple en Semana Santa, en Jueves Santo, es una década del gran motín que costó la destitución a dos ministros. ¡Dos ministros italianos e ilustrados, Esquilache y Tanucci!

—Los «italianos virtuosos...».

—En efecto. Eran hombres de valía. Pero dudo mucho de que a ojos de un jesuita, a ojos incluso de un jesuita tan perturbado como Thiulen, aparezcan como virtuosos. ¿Por qué este sinsentido, Richard?

Definitivamente Twiss se levantó también, azuzado por su propio malestar.

—De sinsentidos está cuajada la vida, Gaspar. Para combatirlos los ingleses tenemos dos medicinas: el humor y la flema. O al menos eso es lo que creemos que funciona. En este asunto hay muchos puntos oscuros. Ya lo dice el mismo Thiulen: «Mentiras que son verdades, apariencias que son reales». Su espíritu está alejado de la razón, vaga por el imperio de las sombras y del furor. Existen gentes que viven con más de una persona en su interior, que se manifiestan contradictoriamente, como azotados por un conflicto pavoroso. Estando en Londres he oído que muchos jóvenes literatos alemanes llaman a ese fenómeno
Sturm und Drag,
es decir, «tormenta e impulso». En mi opinión debemos mantenernos distantes de esa tormenta irracional que ha desencadenado Thiulen, escépticos y fríos, si queremos tener una oportunidad de capturarle.

—¿Pero cómo hacerlo? —se preguntó Jovellanos ofreciéndole las palmas de las manos, como en una súplica—. Si esa condenada tormenta en su infernal impulso nos va arrastrando junto con toda Sevilla a una sima...

Antes de que Jovellanos acabara su frase se oyeron unos golpes en la puerta y, sin esperar dispensa, Fernández se asomó por la misma.

—Será mejor que venga, señor alcalde —dijo el secretario.

Jovellanos y Twiss se miraron, temiéndose que otro golpe de la tormenta se hubiese hecho sentir. Sin mediar palabra siguieron por el camino que les indicaba Fernández. Este explicó el motivo que le había obligado a interrumpirles.

Hacía menos de una hora que dos monjas clarisas montadas en sendos pollinos habían intentado salir de la ciudad por la apartada puerta de la Barqueta. Un hecho corriente e irrelevante —en opinión de Fernández— de no ser porque había ocurrido un altercado en el que ellas se habían visto envueltas. Un loco notorio del barrio, ataviado con armadura y yelmo, había salido a la calle, espada en mano, amenazando y atacando a todo aquel que se le cruzaba por delante. Gritaba que había llegado el fin del mundo; que el agua se había vuelto pez, el aire fuego, la carne manteca, y los curas diablos. Decía que necesitaba matar a alguien con hábito aquel día para poder dormir por la noche. Nadie pudo evitar que arremetiera contra la fila de viajeros que esperaban pasar por el control de la Macarena. En especial lo hizo contra las dos monjas de los pollinos, con mala maña por su estado enajenado, pero de tal suerte que a una le arrancó el tocado y, con la espada, abrió de un tajo su hatillo. De este se desparramaron por el suelo joyas y gran cantidad de monedas, amén de prendas que no se correspondían con la vida contemplativa. Por fin los guardias de la puerta pudieron apresar al loco, así como a la monja atacada, mientras que su hermana novicia huía por las calles de nuevo hacia el interior de la ciudad.

—Sí... Esto parece un golpe más de la desquiciada tormenta —comentó Twiss.

—Fernández, con lo que tenemos encima, ¿de veras cree que es necesario que me ocupe también de solventar estos incidentes?

—Disculpe, señor alcalde. No solo esas joyas, esos dineros abundantes y esas prendas atrevidas de París nos han llamado la atención, sino sobre todo el que la monja no parezca monja, y que solamente hable francés. Ya sabe lo atentos que debemos andarnos con los disfraces...

Oído eso, Jovellanos y Twiss apuraron el paso a lo largo del corredor.

La monja estaba custodiada por dos alguaciles en un cuarto de la planta baja. Cuando Twiss traspasó la puerta y la vio, su expresión se demudó.

—¡Doña Irene!

—¿La conoce? —preguntó Jovellanos.

—No. No la conozco...

—Me lo tendrá que explicar...

Efectivamente, doña Irene no parecía monja. Su cabello largo y bien despeinado caía a rizos ejecutados a mano; de sus orejas pendían dos zarcillos que brillaban, y alrededor de su cuello lucía una gargantilla. Incluso tenía un lunar falso pegado a un pómulo. Aquella mujer se suponía que era suegra o criada de Juana de Iradier; aunque, a raíz de la trampa de que había sido víctima en el teatro El Coliseo, Twiss había puesto en duda muchas cosas sobre ella y su ama.

Twiss preguntó en un correcto francés.

—Madame, ou quelle est madamoiselle Jean?
[Señora, ¿dónde está la señorita Juana?]

Jovellanos intervino más torpemente.

—Ce que vous devaz diré dabord ees son veritable nom.
[Lo que primero tiene que decirnos es su verdadero nombre.]

Medio monja y medio cortesana, la mujer se levantó con ímpetu de la silla y se encaró con Twiss. Por lo que conocía de ella, este hubiese esperado una frase escueta de negación. Sin embargo, para sorpresa de todos los presentes, una
madame echauffée
soltó una retahíla de improperios e insultos en la lengua comprensible a todos los presentes, más propios de sus adornos que de las ropas que la cubrían.

—¡Estúpido inglés! ¡Estúpido espía inglés que nos ha traído la desgracia! ¿Cómo se atreve un esquilador de ovejas como usted a dirigirse con esa insolencia a Chantale de Grasse, hermana del marqués de Grassetilly? ¡Bastante le aguanté con aquella comedia para hacerlo ahora también! Lástima que no hubiese sucumbido en el teatro. Pero no, esa ramera de actriz quería hacer las cosas con más delicadeza... ¡Y en cuanto a usted, triste y pobre funcionario...! —Se dirigió ahora a Jovellanos—. ¡Tenga cuidado con lo que me hace porque el gobierno del rey Luis le exigirá cuentas! ¿Qué digo cuentas? ¡Si los hijos de San Luis deberían arrasar este reino de locos y asesinos!

La ahora Chantale de Grasse redobló sus invectivas contra todos los que veía; de tal forma que los dos alguaciles y Fernández, no sin dificultad, hubieron de obligarle a rastras a sentarse de nuevo. Aun así no había manera de callar su boca sin tapársela con alguna mano, pero mordía. En medio de aquel escándalo Jovellanos hizo un aparte con Twiss.

—Supongo que esta mascarada tendrá un significado para usted...

—Pues claro... Esa arpía y espía francesa, que lo es, me confunde con un espía inglés, que no lo soy. Es evidente que después del chasco de El Coliseo ella y Juana se han escondido en algún lugar hasta hoy. Y hoy han creído que podrían escapar de Sevilla disfrazadas, pero parece que están condenadas a tropezarse con desequilibrados por todas partes...

Jovellanos miró de soslayo y en silencio a Twiss. Necesitaba creer en sus palabras.

—¿Qué puedo hacer con ella? Al fin y al cabo, España y Francia son países aliados... —meditó Jovellanos.

—¡Al diablo con ella, Gaspar! ¡Debe confesar dónde se esconde Juana!

Fernández, siempre atento a todos los detalles, a pesar de los gritos de Chantale había oído aquellas palabras. Se acercó a ellos agarrándose una mano dolorida por una dentellada francesa.

—Señor Twiss, no es necesario interrogar a esa, a esa... —La señaló y desistió de denominarla—. Vea que vestía un hábito de las monjas clarisas, luego su compañera debe de haber regresado al único sitio posible: el convento de Santa Clara.

—Voy para allá, caballeros... —dijo Twiss todo presuroso.

—¿Le acompaño? —preguntó Jovellanos.

Twiss se detuvo en el umbral de la puerta.

—No. Esto lo tengo que tratar yo solo.

—Tenga cuidado... Recuerde que ahí afuera hay una tormenta.

Twiss comprendió el sentido personal de la advertencia. Asintió en silencio y desapareció. Poco después Jovellanos hacía salir al pasillo a su secretario, lejos del jaleo del cuarto.

—Habrá que buscar un lugar apropiado para retener a esa mujer. Quizá en el Alcázar. A propósito, ¿dónde ha encerrado al loco de la armadura?

El secretario contestó sin dudarlo.

—En la celda de Aurelio Maraver.

Jovellanos asió con fuerza la casaca de Fernández.

—¿Usted también ha perdido la razón? ¡Baje y sepárelos!

El secretario salió corriendo por el pasillo.

Capítulo 22

Incluso para un forastero como Twiss era fácil dar con el convento de Santa Clara. Bastaba ir hacia la muralla noroeste, cerca del río, y localizar la esbelta torre de Don Fadrique, que se alzaba en la huerta del recinto conventual. Después de atravesar el compás, Twiss alcanzó un pórtico, que conducía al templo y al convento propiamente dicho a través de un jardín. Allí se identificó a la portera, dando a entender que el motivo de su visita tenía carácter oficial de parte de la Audiencia Real. Al cabo de unos minutos de espera, apareció la madre superiora, apoyándose en un bastón. Poseía un rostro ovalado y risueño, bondadoso, pero de mirada muy aguda. Con una afabilidad a la que Twiss no supo oponer resistencia, la mujer puso en duda la aparente excusa de la visita. Él, calculando que tal vez con la verdad podría conseguir mejor su propósito, explicó palabra por palabra la causa real de su presencia en aquella casa.

—No está bien que vaya por el mundo contando dislates, caballero —le reprochó ella con una sonrisa angelical—. En este convento vivimos muy apartadas del mundo, pero incluso aquí también sabemos que una autoridad jamás delegaría sus funciones a un extranjero, por mucha amistad que hubiera de por medio.

—Le ruego que me perdone. Pero comprenda que si lo he hecho es porque estoy muy preocupado por Juana de Iradier.

—A veces la juventud comete locuras que los demás debemos perdonar... —repuso la madre superiora cerrando los ojos como si orase—. La hermana Juana tampoco se ha librado de esa tentación. La acogimos aquí junto a su compañera porque nos lo suplicaron. Nos contaron que sus vidas corrían peligro en las calles de Sevilla. ¿Era verdad eso, o acaso la ley iba tras ellas por algunos escándalos que habían llegado a nuestros oídos? A nosotras nos daba igual, quisimos confiar y les abrimos nuestra puerta. De ese modo ha sido como han estado unos días en Santa Clara. La hermana Juana tiene los cascos muy ligeros, pero en el fondo es una buena y piadosa cristiana. No así su acompañante, cuya altivez encajaba poco con la naturaleza de esta humilde casa. La prueba está en que esta mañana ambas nos han...
sustraído
unos hábitos, siendo que la señora mayor, no conforme con uno de novicia, se ha llevado los de una clarisa profesa. Nuestra sorpresa no ha sido menor cuando hace cosa de menos de dos horas la
novicia
que busca ha regresado llorando y apenada. Ni hemos preguntado ni, mucho menos, hemos reprochado nada. Y ahora que usted se presenta, explicándome que viene de parte de mi buen amigo el Alcalde del Crimen, el señor Jovellanos, y que, por lo tanto, no hay ningún cargo contra ella, confío en el honor de usted. Así que, si es posible, espero que sepa despejar el sufrimiento
injustificado
de esa cándida jovencita.

Twiss ejecutó una inclinación en agradecimiento, pero también reconociendo la perspicacia de aquella mujer. A continuación la madre superiora le abrió una puerta del torno que los separaba y le encaminó por un largo pasillo. Llegaron a un pequeño y acogedor patio blanco con las paredes decoradas de azulejos. La madre superiora le dejó por unos momentos y luego regresó. Y así por tres veces seguidas, comunicándole siempre que Juana no deseaba verle. Twiss insistió con mucha amabilidad. Doliéndose en su interior por tener que molestar a aquella anciana cuyo andar era tan dificultoso.

A la cuarta vez, Twiss vio aparecer a alguien por detrás de una reja que ocupaba todo el hueco de una puerta, con pinchos en sus vértices apuntando hacia él. Era Juana de Iradier, vestida con el hábito blanco de las novicias. Twiss se conmovió hasta los tuétanos. La belleza de Juana, en esencia salvaje y sin pulimentar, en aquel lugar y con aquellas vestiduras se había transfigurado como en algo más espiritual. Le recordó a una de las vírgenes pintadas que había contemplado en una de las iglesias. Fue al encuentro de sus ojos verdes como vetas de esmeraldas, brillantes de lágrimas contenidas.

—Por la Virgen Santísima... —dijo ella con su desparpajo habitual, aumentando aún más su atractivo por ese contraste—. Sí que es usted cabezón, inglés larguirucho. ¿No le ha dicho la madre superiora que no quiero verle? Le debería haber echado a golpes con su bastón.

—Le sienta bien ese vestuario. ¿Qué nueva comedia está preparando? ¿Me ha reservado algún papel en ella?

—Sepa que la Malagueña ha muerto. No quiero revivir mi anterior vida de pecadora ni volver a tratar con ningún villano renegado de Dios.

—Parece que la dulzura de esta casa le ha dado poco provecho.

Se hablaban con reproches, con cierta hostilidad, como si el enfado fuese el único modo de reparar el mal recuerdo de la última vez que estuvieron juntos en El Coliseo. Para Juana el del remordimiento. Y para Twiss el de la decepción; pero también y sobre todo el del remordimiento.

—Veo que, al contrario que yo, está libre. Ha engañado bien a sus amigos del Alcázar.

—¿Y usted no me ha engañado? Dígame una sola cosa suya que no sea una mentira.

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