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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (56 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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—Pues que soy actriz...

Twiss hubo de hacer un gran esfuerzo para que la sonrisa no aflorase a su boca. Dio un paso para acercarse a la reja.

—¡Deténgase ahí, caballero! ¿Olvida dónde está?

Twiss se detuvo. Se quitó el tricornio y lo dejó en una silla cercana. Con ese gesto daba a entender que no estaba dispuesto a salir del convento sin antes haber aclarado todo lo que les separaba, que era mucho más que aquella reja con pinchos hacia su lado.

—Ya sé que es actriz, y que se llama Juana de Iradier. ¿No se llama así? —Juana fue negando en silencio por cada interrogación—. También sé que no hay hija ni madre en Málaga, ¿verdad? Ni siquiera es de Málaga, ¿eh? Ni doña Irene está a su servicio. ¿O debo decir Chantale de Grasse?

—Ni siquiera el «de» de mi apellido es verdadero —susurró ella como si estuviese a punto de la aniquilación—. Mi padre era un humilde mesonero. Eso sí, honrado y muy católico.

Twiss no quiso apreciar la gracia que pudiera desprenderse de aquellas palabras. Continuó su implacable acoso.

—¿Y Silva? Ese tipo no puede ser su marido. Usted no podría casarse jamás con esos ojos de muerte...

Para sorpresa de él, ahora fue ella quien de repente y alterada dio un paso definitivo hasta alcanzar la reja. Parecía que la mención del nombre de Silva la hubiese empujado hacia Twiss.

—¡Tenga cuidado con él, señor Ricardo...! —exclamó con alarma—. Ese hombre es malo, mucho más que usted. Váyase de Sevilla, o tarde o temprano Silva le clavará su daga cuando menos lo piense. Es muy vengativo. ¿Por qué cree que
madame
Chantale y yo pedimos asilo en Santa Clara? Por miedo a que nos hiciese pagar nuestro fracaso en el teatro.

Twiss aprovechó la ocasión para llegar hasta la reja con rapidez y atrapar las manos de Juana con las suyas, aprisionándoselas con los dedos contra los hierros.

—¿Qué hace, libertino? ¡Suélteme o llamo a la madre superiora!

—Llámela... Apostaría a que se presenta con sus cosas para que me la lleve de aquí. —Juana trató de zafarse de la presa, aunque no con mucha convicción; y finalmente se dio por vencida—. Cuénteme... Cuénteme por qué una persona como usted, que es más buena que yo, llegó a meterse en un asunto tan desagradable. Cuénteme, o nos encontrarán así juntos al anochecer...

—Se va a pinchar... —repuso Juana, impresionada por la fuerza que sus dedos ejercían sobre los suyos, por la entrecortada y caliente respiración de él, a quien había creído de hielo—. ¿Por qué iba a ser, señor? Por dinero. Por unos ducados que me permitiesen ir con la cabeza bien alta. Pero mire adonde he ido a parar. Aquí, a Santa Clara, acogida a sagrado y perseguida por la justicia y el Santo Oficio...

A continuación relató con un grado de seriedad desconocido en ella lo que Twiss ya suponía por deducción, pero que necesitaba oír de sus labios. Contó que estando en el teatro del Príncipe de Madrid, su ciudad natal, había recibido la visita de un muy noble y alto señor proponiéndole una misión con pago de una gran cantidad de dinero. En compañía de Silva, que se presentó como lacayo del personaje, y de una dama francesa, debía ganarse la confianza de un viajero inglés con tal de descubrir su actividad hostil a la Corona. Ella aceptó y se unió a sus extraños e inquietantes compañeros de aventura. Con el propósito convenido, los tres viajaron junto a Twiss y su esclavo negro hacia el sur. Un paso previo era robarle las cartas de presentación que se había procurado en la Corte, y así lo hicieron en la posada de Toledo. Aunque, por más que lo intentaron allí como en Sevilla, no lograran conseguir lo mismo con un libro azul donde se sabía que anotaba sus observaciones de espionaje. El resto de la historia no necesitaba más explicaciones.

—¿Y cómo supo en el cortijo de La Soledad lo que Alonso Berardi me contó sobre las amistades de Federico Quesada? —insistió Twiss en recibir respuestas.

Juana contestó, al tiempo que unos hilos de lágrimas caían desde los picos achinados de sus ojos hasta las comisuras bermejas de sus labios.

—Soy actriz, caballero. Quizá no tan buena como La Tirana, pero me sé mi oficio y poseo el suficiente oído como para atender al apuntador. Me hice la borracha para propiciar que usted y Berardi se franqueasen más abiertamente. Así fue como escuché toda su conversación sentada en la puerta del cobertizo. ¿Qué más quiere saber? ¿Por qué me hace estas preguntas? No me humille más, por Dios...

Twiss dejó libres sus manos. Sacó el libro azul del interior de su casaca y lo mostró.

—Este es el condenado libro. Se lo doy. Lléveselo a quien quiera...

Juana se volvió de perfil. Se enjugó las lágrimas con un pañuelo que sacó del hábito.

—No ahonde más la herida... —sollozó—. ¿Qué espera de mí? ¿Que le suplique perdón?

—Quiero que salga de aquí. Usted no pertenece a este mundo.

—No dude de mi vocación religiosa.

—No, Juana. Usted es actriz, y muy buena... La esperan muchos teatros donde se puede representar sin impedimentos el
Tartufo.

—Quite... ¿Adónde podría ir en mi situación? Chantale se quedó con todos los dineros en la puerta de la Barqueta.

Twiss, impaciente, fue de un lugar a otro de aquel rincón del patio. De la pared donde estaba la silla con su sombrero hasta una escalera que subía a la planta superior. Parecía que él era quien estaba enjaulado.

—¡Olvídese de ese dinero de mala procedencia! Usted podría ganarse muy bien la vida con su oficio. En Londres hay muchos teatros.

—No bromee... Yo no sé ni una palabra de su idioma.

—Es igual. El inglés es muy fácil de aprender. Por ejemplo: diga
I love you...

—¿Ay qué...? ¿Es que quiere que se me haga la lengua de trapo?

—Pero si el mismo Jovellanos, con unas pocas lecciones, ya lo domina bastante bien.

—Precisamente soy una proscrita de él, de su justicia —arguyó Juana con un tono de ingenuidad que hizo por fin reír fugazmente a Twiss, de desesperación y de casi demencia.

—Le aseguro que no habrá problemas al respecto. Jovellanos es un hombre comprensivo.

De nuevo Juana se volvió hacia él.

—¡Já...! —exclamó, y acto seguido declamó una de las frases de su papel como Elmira—: «Sentís demasiada inquietud por mi causa...».

Twiss, que por las noches se había leído la obra de Moliere pensando en ella, replicó como correspondía. Había llegado la ocasión que esperaba. Se pegó a la reja y se arrodilló frente a Juana.

—«Nunca se quiere demasiado vuestra amada salud; y por restablecerla hubiera dado la mía...»

Juana se rió y abrió las manos hasta casi tocar el rostro de Twiss, que estaba pegado a uno de los cuadros de hierro, con los pinchos rozando su piel. El caballero tenía la boca abierta como un polluelo en su nido, respiraba con dificultad, sudaba y el brillo de sus ojos titilaba. Parecía al borde de la consunción.

—Pero si yo no estoy enferma, ridículo inglés... Además, bien sabe que Tartufo era un mentiroso y un hipócrita.

Parecía que de un momento a otro Juana se inclinaría aún más y que le besaría.

—Si... Si no se fía de mí, vaya a la casa de doña Mariana. Ella le cuidará mientras resolvemos el enigma que ha caído sobre Sevilla. Después ya veremos sobre su porvenir.

—¡Jamás haría tal cosa! —replicó ella con un repentino genio, rompiendo su momentáneo arrobo—. Después de haberme dado las ínfulas de gran señora en la mesa del asistente Olavide, ¿cómo podría aparecer de criada de esa damisela? ¡Adiós, caballero!

—¡Espere...! Venga conmigo, doña Juana, la llevaré allende los mares... ¡A... a París si quiere, que es más grande que Sevilla...!

—No, Ricardo, no... Por una vez quiero hacer las cosas a mi voluntad.

Dicho eso, Juana desapareció por el interior del edificio.

—¡Vuelva, Juana...! —gritó él, tratando inútilmente de mover la reja de su sitio—. ¡El canónigo Trigueros está dispuesto a interceder ante el cardenal para que se represente
Tartufo!
¡Usted tendrá un gran éxito!

Pero no hubo respuesta. Tan solo, a los pocos segundos, apareció la madre superiora haciendo sonar su bastón en el piso y con actitud de querer acompañarle hasta la puerta de salida. El caballero agachó la cabeza, recogió su sombrero y la siguió como un niño regañado.

Cuánto lamentó Twiss aquella tarde haber hecho tantas preguntas y, por el contrario, no haber formulado la afirmación que acaso hubiese rescatado a Juana de la indigencia de su corazón. Si cuando la había visto aparecer tras la reja de hábito blanco cualquier duda sobre sus sentimientos se había despejado, ¿por qué entonces no llegó a decir humildemente «la amo»?

Esa y parecidas cuestiones no se aplacaron en la cabeza de Twiss hasta que no llegó el domingo de Ramos. Para entonces ya estaban en marcha con toda su intensidad las medidas tendentes a capturar a Thiulen y los suyos en los días que se esperaba que actuase respecto al oro oculto. Sospechaban que podría ocurrir en la noche de Jueves Santo, pero no había seguridad de ello. No era la primera vez que los vaticinios del piscator daban una pista falsa o confusa, o se cumplían cuando menos se esperaba. El hecho muy bien podría ocurrir en otro día de Semana Santa, o incluso después de ella. Sea como fuese, todos los puntos que estaban siendo vigilados se reforzaron. Jovellanos y Twiss en persona, todos los días desde el atardecer, se pusieron a seguir los movimientos del médico Horcajo. Vigilaban el hospital de San Gregorio hasta que salía de él ya de noche; y por la noche, toda ella, se apostaban en alguno de los callejones de enfrente a su domicilio. Como si fueran indigentes o facinerosos, se sentaban en la oscuridad envueltos en sus capas. Mientras que uno no perdía de vista la puerta de la casa, el otro echaba una cabezada. Luego, al amanecer, un par de soldados del Alcázar convenientemente mal vestidos les relevaban.

La investigación contaba con un dato añadido de gran importancia. De acuerdo a lo que las hermanas Lista habían contado a doña Mariana y por lo que Morico había vislumbrado en casa de Horcajo, las túnicas de penitentes confeccionadas para la banda pertenecían a la procesión de Jesús del Gran Poder, que salía al anochecer en Jueves Santo de la parroquia de San Lorenzo. Esto aportaba una gran ventaja, de alguna manera confirmaba el día señalado. Sin embargo, también traía consigo enormes incertidumbres.

A partir del domingo de Ramos, Sevilla se llenaba de procesiones, que recorrían sus calles de día y de noche. No menos de media docena salían cada jornada. Las calles se atestaban de gentes fervorosas, y de multitud de hermandades con sus numerosos pasos, con sus riadas de nazarenos y penitentes en apretadas filas que, en la oscuridad de la noche y a pesar de los miles de velas, palmatorias y farolillos, podían hacer desfilar anónimamente a un ejército completo. Según la tradición, todos los pasos debían pasar por la catedral entrando por la puerta de San Miguel y salir por la de la Campanilla, y así regresar luego a sus parroquias de origen. Por lo tanto, la mayoría de las procesiones tenían que recorrer gran parte de la ciudad para confluir en un solo punto, a veces con evidente confusión entre unas y otras. Ahora bien, dado el estado de tensión que vivía la ciudad y la enemistad declarada del común del clero con las autoridades del Alcázar —y en cierto modo con el cardenal Solís—, el presente año las hermandades habían decidido suspender aquella tradición y hacer unos recorridos más cercanos a sus iglesias. Se había corrido la voz de que así cada procesión serviría para elevar rogativas en contra de la sequía, práctica condenada por los ilustrados, y que por ello mismo sería bienvenida, congregando muchos más fieles.

Por otro lado, siendo la procesión de Jesús del Gran Poder una de las más concurridas, por añadidura la acompañaban en torno a la misma zona de la ciudad y en la misma hora dos procesiones más. De modo que era previsible que en las calles hubiese algo semejante al caos, lo que no beneficiaría en nada el control de aquellos a quienes se vigilaba.

Para empeorar todavía más el panorama, estaba el recorrido alternativo que la Hermandad de Jesús del Gran Poder había elegido. La procesión salía de la iglesia de San Lorenzo y doblaba hacia el río hasta la calle de Teodosio, a continuación proseguía hacia el sur por la calle de la Vera Cruz. Luego, hacia el este, doblaba por la calle de las Armas, giraba después hacia el norte y enfilaba la larga calle de Jesús del Gran Poder, con su iglesia a un costado y la alameda de Hércules al otro. Posteriormente, se tomaba la calle de las Lumbreras, hacia el oeste, se pasaba a la sombra de la torre de Don Fadrique y se continuaba por la calle de Santa Clara hasta dar por fin con la plaza de la parroquia de la que se había partido. Siendo enrevesado el recorrido, lo peor residía en que de sur a norte pasaba cerca de cuatro de los seis grandes edificios vigilados: San Gregorio de los Ingleses, el convento de San Hermenegildo, el colegio de la Purísima Concepción y San Patricio de los Irlandeses. Aprovechando la confusión y las sombras, en cualquiera de ellos Thiulen y su banda podían dar su golpe de mano. Ni que pensar que algo tan evidente fuese un modo de desviar la atención, y que en realidad sus ojos estuviesen puestos en la universidad o en San Luis de los Franceses, lugar este el más lejano y el más abandonado.

Acurrucados en su callejón de vigilancia, Jovellanos y Twiss se pasaban las horas enteras charlando acerca de todos esos pormenores, de la astucia que parecía guiar cada uno de los pasos del plan que se había trazado Thiulen.

—Para ser sincero, a mí no me parece tan astuto —comentó Twiss en la noche del Lunes Santo—. ¿Por qué Thiulen no ha sido más práctico? ¿Por qué no se ha andado con mayor sigilo a la hora de recuperar
su tesoro
en lugar de llamar la atención de la ley sobre sí con esos asesinatos? Fíjese que ha hecho coincidir el nombre de la parroquia de donde sale la procesión con el suyo propio.

—¡Ah, señor Twiss...! El frío de la noche parece abotargar su cerebro brumoso e insular... —le replicó Jovellanos pegado a su costado—. Creo haberle advertido que esos crímenes, aparte de satisfacer su venganza escatológica, por así decirlo, puede que sean una manera de desdibujar las acciones que más le interesan. ¿Quién sabe si sin esas muertes no hubiésemos descubierto su presencia en Sevilla antes, y el lugar y la causa de su principal objetivo? Si no fuese así acaso alguno de sus hombres se hubiese presentado en la Audiencia para denunciarle. Sin embargo, tal vez los asesinatos han servido para anegar de miedo algún corazón y sellar más de una boca. Al día de hoy desconocemos cuántas gentes componen en realidad su banda, y de qué condición son, pero de lo que sí estoy seguro es de que cada uno de ellos debe haber conocido a alguna de las víctimas, y su relación con
el sueco.
Cada muerte ha sido una advertencia para los que quedaban vivos.

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