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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (78 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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Acuciado por una imagen tan repugnante, Twiss se puso en cuclillas y agarró a Fermín por los brazos.

—Te..., te acuerdas de la actriz Juana de Iradier, esa que seguramente te habrá llamado la atención por su belleza desde el tejado del teatro... —Fermín asintió, imitando los asentimientos impacientes de Twiss—. Bien... Pues ese tipo tan feo se refería a ella, y la va buscando. Tenemos que hacer algo, ¿no te parece, amigo?

Fermín asintió de nuevo, azarado, abrumado porque un luchador como aquel le llamase
amigo.
Twiss continuó seduciéndole.

—Lástima que yo no pueda ir tras Silva para ver qué hace con Juana. Soy demasiado
larguirucho,
¿no crees? —Twiss rió e hizo reír al muchacho—. Pero tú... Tú sí que eres bueno siguiendo a la gente.

—A mí no me vería.

—Tendrías que ir con mucho cuidado...

—Claro, señor. Nunca me meto donde no pueda salir...

—Good, good...!

Mientras tanto, la entrevista entre Bruna y el conde del Águila se daba por terminada. Había bastado que al gran salón llegasen los ecos del nuevo altercado entre Twiss y Silva, de las sospechosas andanzas de este por el palacio, para que no hubiese nada más que discutir. El canónigo Trigueros no pudo impedir que uno y otro bando se levantasen de sus asientos, y que se alejasen en direcciones opuestas sin siquiera despedirse cortésmente. En su fuero interno Bruna se daba por satisfecho. Había conseguido rebajar a su nivel en público a un aristócrata, aunque fuese un advenedizo como Miguel de Espinosa. Le había demostrado que había resolución de resistir, le había dado a entender que si atacaba el Alcázar atravesaría una línea de difícil retorno a ojos de la Corte. Por su parte, el conde se iba más que contento. Después de la próxima victoria, nadie de la Iglesia podría dudar ante el rey de que no se había intentado todo para conseguir un arreglo, y nadie podría negar que la intransigencia de los ilustrados había sido imposible de vencer.

Precedido y seguido por su cortejo, el conde abandonó el Salón de Embajadores camino del patio de la Montería. En eso, bajo las arcadas del patio de las Doncellas se fijó en Mariana, que estaba a un lado con doña Leonor y otras damas. Se detuvo ante ella e hizo una reverencia. Los veinticuatros, los dominicos y las señoras se dispusieron expectantes alrededor de ambos.

—Señora
marquesa...
Lamento que esto no haya acabado a su satisfacción.

Ella se sintió dolida por el énfasis que había puesto en la denominación de su título, y más tratándose de alguien que tenía menos alcurnia que Guillén, su cochero. Procuró estar a la altura que las circunstancias exigían.

—Si lo lamentase tanto como yo,
señor
conde, no partiría con esa sonrisa en la cara.

—Mis labios solo reflejan la dicha de contemplarla, aunque en sus ojos lea cierto pesar. ¿No será porque no he visto por aquí al señor Jovellanos?

—El señor alcalde anda cumpliendo con sus deberes.

—He oído que tiene problemas.

Estas palabras hicieron vacilar por un instante a Mariana. Aquel miserable contaba con muy buena información, y sabía cómo usarla.

—Problemas tenemos todos, caballero, especialmente aquellos que se han puesto al margen de la ley...

—Touché...!
—dijo alguien desde el corro de las damas.

Don Miguel acentuó su sonrisa. A continuación cruzó unas miradas con un par de veinticuatros y los dominicos. Parecía convenir con ellos en que el momento de dar la estocada más grande había llegado.

—¡Ah, la ley...! No existe nada más voluble en este desdichado mundo que la ley. Un día está aquí y otro está allá... ¿Y dónde está hoy la ley de Sevilla, es decir, el asistente Olavide? Lejos, en Sierra Morena, en las llamadas por él Nuevas Poblaciones. Pero más lejos está la Corte, y la Suprema. Aunque no lo suficiente para que a esta pobre ciudad no lleguen noticias de allí. Y la última nos dice que la gran ley, la que cuenta, ha puesto en entredicho a la pequeña. Su Excelencia pronto tendrá que responder ante los inquisidores por un proceso secreto abierto contra él años ha. Y no parece que los sucesos que venimos padeciendo le hayan favorecido en absoluto...

Entre las señoras hubo murmullos y un movimiento de inquietud. Llena de enojo, sujetando con fuerza el vuelo de su falda con ambas manos, doña Leonor dio un paso hacia el conde.

—¡Señor...! ¡Vaya con el diablo, usted y las injurias de sus inquisidores!

—Señora... —El conde se llevó con afectación una mano al pecho—. Ya que me echa, me voy rápido de esta
su
casa. Pero me voy con la verdad. Y tan verdad como Aranda, y Campomanes, y Floridablanca y tantos otros ministros no han rendido cuentas al Santo Oficio por mor a su alta cuna, tan verdad es que a Pablo de Olavide, prófugo de la ley de Perú, le va a perder su sangre plebeya. Solo deseo fervientemente que quienes creen en él abran por fin sus ojos. Doña Mariana, señoras, que tengan un buen día...

El conde del Águila saludó con su sombrero y siguió el camino rodeado de su gente. Avanzaba henchido de satisfacción. Acababa de exponer el argumento definitivo que le hacía salir victorioso del Alcázar. La cizaña estaba echada y, cuando en pocas horas se confirmase la noticia en palacio por otros cauces, solo cabía esperar disensión entre aquellos muros. Atrás se quedaron parloteando entre sí las mujeres, con una Mariana tan desconcertada que no llegaba a entender sus palabras. Por momentos le faltó aire en su pecho, pero no de asma, sino de desespero. Sintió una arcada de angustia y hubo de alejarse de allí a un lugar menos expuesto al mundo.

Ya en el patio de la Montería el conde y toda su cohorte montaron en las ocho carrozas, que enfilaron una detrás de otra el camino de salida hacia la puerta del León. Antes de que la última atravesase el arco de la muralla, Fermín surgió corriendo desde detrás de unos matorrales del patio del León y se subió a su trasera. Así, aferrado a la carroza, el muchacho salió de la ciudadela con la misión de no perder de vista a Silva.

Twiss, acompañado de Hogg, no tardó en subir a las almenas para observar desde allí el camino por donde se habían alejado las carrozas. Delante, entre el Alcázar y la catedral, la plaza del Triunfo aparecía cuajada de grupos de amotinados, que construían escaleras de asalto, que afilaban sus espadas o cargaban sus mosquetes. Se preguntó si no habría mandado al muchacho a una misión demasiado arriesgada.

—Qué error, Hogg... —se lamentó—. No he debido hacer esto. No sé qué me ha pasado. Me he dejado dominar por un insensato sentimiento.

—Está poseído por el hechizo de esa mujer.

—Lo sé. ¿Qué puedo hacer?

—Vaya a ella y apure la pócima que le ha sorbido el seso, o zarpe y navegue lejos, hacia la mayor tormenta, donde desaparecerá su influjo.

Twiss conocía de sobra la manera elemental, y a la vez críptica, que tenía Hogg de dar consejos.

—Vaya solución, Hogg... Si la tormenta está aquí mismo, en Sevilla. Mira esas nubes. —Señaló el cielo cargado y plomizo—. Mira a esos de abajo afilando sus puñales. Me gustaría llevarme a Juana de este lugar. Pero es una decisión tan difícil. Tú sabes cuál es mi deber, y temo que ella no lo comprenda. Pero si no se lo planteo y me voy, partiré con la duda. Entonces su hechizo me perseguirá para siempre.

—Entonces esta misma tormenta decidirá —sentenció Hogg misteriosamente.

Así permanecieron hablando en la almena durante un buen rato. Más tarde se callaron y meditaron, cada cual por su lado. La incertidumbre de lo que le pudiese pasar a Fermín les impedía estar en otra parte y mirar a otro lugar que no fuese aquel por donde había desaparecido el intrépido muchacho. Pasaron las horas, hasta que poco después de las dos advirtieron que algo extraño ocurría en la plaza. Notaron que por ambos extremos de la catedral llegaban algunos tipos corriendo y gesticulando descontroladamente, y que a continuación algo parecido a una desbandada de facinerosos iba deshaciendo los corros. Los amotinados huían, y en su huida abandonaban armas y demás bagajes. En poco más de un minuto la plaza del Triunfo quedó desierta. Solo permanecieron en su centro los cadáveres descuartizados de Artola, de sus carabineros y de los caballos.

En el Alcázar se dio la alarma por tan sorprendente circunstancia. Justo cuando Bruna acudía a la almena y se juntaba con Twiss, Hogg y un pelotón de soldados, fue testigo de lo más desconcertante. El pequeño Fermín bajó despavorido desde la calle de Placentines, pasó entre la catedral y el arzobispado y el corral de los Olmos, cruzó la plaza y fue a toparse, literalmente, contra la puerta de la ciudadela. Se levantó del suelo con un salto de langosta, golpeó, golpeó con los puños en el portón repetidas veces y gritó como si se lo llevase el diablo.

—¡Abran...! ¡La muerte está aquí...!

Capítulo 29

En la misma puerta del cuerpo de guardia tuvieron que dar a Fermín un buen vaso de vino antes de que pudiese articular frases con sentido comprensible. Le preguntaron qué había sucedido fuera del Alcázar para que, excepto él, todo el mundo hubiese desaparecido de las calles. El muchacho se negaba a hablar de ello directamente, como si lo que hubiese presenciado fuese tan terrible que para acercarse a su relación tuviese que dar un rodeo. Así pues, empezó por asegurar que había procurado seguir al pie de la letra las instrucciones dadas por el señor Twiss, quien no podía reprocharle nada pese a lo que pudiera parecer. Con una mirada, Bruna censuró a Twiss su temeridad con el muchacho. Por su parte, Hogg apretó una mano de Fermín y le animó a continuar.

Contó que en ningún momento había dejado de seguir a Silva, tal y como le había encargado. Porque una vez que las carrozas habían parado en plena plaza de San Francisco frente al Cabildo, él se había saltado de la suya a tiempo de no ser descubierto. Como un pihuelo más de las calles se mezcló con el gentío que atestaba el Cabildo; le bastó coger un palo del suelo y esgrimirlo amenazadoramente para que cualquiera le considerase de los suyos. El conde del Águila y su cortejo fueron recibidos como héroes por la muchedumbre y los demás prebostes de la ciudad. Silva estuvo con ellos durante unos momentos, mientras duraron las primeras palabras de felicitación, hasta que, con disimulo, se alejó del alboroto de «vivas» y «mueras» de los amotinados y salió del edificio. Fermín le siguió por las calles con la habilidad que le caracterizaba. Las sospechas de Twiss se vieron confirmadas, ya que Silva fue derecho al convento de Santa Clara. Fermín aguardó oculto delante de la puerta de su compás. Después de un rato vio que el sicario salía a la calle, pero no llevando consigo a Juana de Iradier, como se temiera Twiss, sino que volvía a hacerlo solo. Luego regresó a la plaza de San Francisco, a la Audiencia, tomada por los inquisidores. De modo que no le resultó difícil, en el desorden reinante, ir de un lugar a otro siguiendo a su hombre. Al cabo de media hora, desde un escondrijo del patio Fermín observó que Silva se dirigía a la calle otra vez, ahora acompañando a Gregorio Ruiz y al fraile Diego José de Cádiz. Seguidos todos por quince o veinte dominicos, franciscanos y capuchinos, amén de otros tantos sicarios y familiares.

Antes de continuar, Fermín reclamó ansioso el vaso y apuró hasta la última gota de vino.

—Cuando vi salir a toda esa gente pensé que algo gordo iba a pasar... —se explicó—. ¡Y ya lo creo que pasó...! Lo peor, señor Twiss.

Continuó.

El nutrido grupo atravesó la plaza por en medio de la multitud que la llenaba. Fermín siguió su estela detrás de varios capuchinos. Había varias carrozas de grandes señores junto a la fuente de Mercurio, una de ellas era la del propio conde del Águila. Fray Diego José y Ruiz se encaramaron al techo de la carroza por el pescante, y desde allí saludaron al gentío, que los aclamó levantando al aire un sinfín de armas y palos. A continuación, ahora uno y ahora otro, enardecieron sus ánimos con palabras belicosas y con imprecaciones a los castigos divinos reservados para los impíos y extranjeros. Aquello era la arenga previa al asalto final. El calor, la humedad, el bochorno de las nubes que no descargaban, las palabras que describían los suplicios del infierno, la relación de los males que habían esparcido los ilustrados del Alcázar, todo contribuía a que los miles de espíritus comulgasen en una especie de trance. Por último, el fraile levantó un gran crucifijo y Ruiz se arrodilló a su lado, al igual que la multitud entera alrededor, como un campo de trigo agostado. Diego José se disponía a impartir su bendición a los combatientes.

—In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti...
—Fue haciendo la señal de la cruz con la cruz de madera.

Pero en eso que, cuando miles de bocas respondían «amén» a las palabras de Diego José, el inquisidor Ruiz emitió un quejido apagado, pero escalofriante, al tiempo que se ponía derecho como una vara de mimbre que antes hubiese estado doblada. Todos los pares de ojos se alzaron suspensos hacia él. Ruiz, sin poder emitir ya ningún sonido, con un gesto espantoso, intentó llevarse unas deformes manos al cuello, pero antes de alcanzarlo los brazos se le quedaron helados. Entonces cayó, y cayó desde la carroza al agua de la fuente en una salvaje zambullida.

—¡Yo estaba allí, Hogg! ¡Lo he visto todo...! —las lágrimas corrieron por las mejillas de Fermín—. La gente chilló como loca. Todos querían salir corriendo de la plaza. Unos pisoteaban a otros. Yo caí al suelo arrollado, aplastado, y me hice un nudo. Después de un rato quise levantarme, pero había alguien encima de mí. Era un hombre que no estaba muerto, pero que parecía de piedra, lleno de terror. Alcé la cabeza. Las carrozas habían desaparecido, pero la plaza estaba llena de armas, y zapatos, y capas, y sombreros abandonados. Y mucha gente que aún permanecía paralizada igual que yo. Luego miré a un lado... ¡Dios mío...! A dos pasos de mí, también tumbado, se encontraba un capuchino con su capucha, que me miró, me sonrió y me guiñó un ojo. ¡Era José de Herradura...!

Twiss dio un par de toques en la cabeza de Fermín en señal de ánimo. Se incorporó y se puso a pensar en la naturaleza de Herradura. Este acababa de hacer realidad otro de sus vaticinios hasta, se diría, en su circunstancia más impredecible. «... Y entre los vivos rezando su suerte, el muerto volverá a la muerte.» Y luego ese gesto que había tenido con Fermín. No debía juzgarse como una expresión de simpatía hacia el niño, que le recordase su propia infancia desdichada, sino que era otra muestra más de la confianza en sí mismo, en el gozo de sus acciones. Cuánto placer parecía sentir después de haber asesinado por medio del
anima pinguis.
Tanto más si lo había hecho en la situación más difícil, de más
mérito
a sus ojos. Por otro lado, ¿por qué Ruiz? ¿Por qué en aquel momento? En el instante en que los amotinados estaban a un paso de coronar su triunfo los detenía, los raptaba en alas del estupor. A uno y a otros, aquí y allí, como había dicho Esteban del Sagrario. Ese espíritu inextricable poco a poco había hundido la ciudad en una sima de desolación. Era el mal, ¡atención! —se advirtió—, y el mal siempre queda insatisfecho.

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