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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (73 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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Jovellanos se fijó detenidamente en el cardenal. Le pareció que había envejecido de forma alarmante desde la última vez que le viera hacía ya casi dos meses. Pensó que un hombre de su cualidad moral tenía que resentirse de sufrimiento por todo lo que ocurría en Sevilla. Su grey estaba dividida y enfrentada, poseída por miedos aterradores. Y él personalmente, en su frágil salud y avanzada edad, había padecido en su propio lecho el despiadado y sarcástico arañazo del asesino. No obstante, en cierto modo se congratuló de su decrepitud. Su encorvamiento, su cabeza que se hundía entre la casulla, la ancha estola y la gran mitra con sus ínfulas que le cubría, todo le protegía en buena medida de un dardo traidor.

Dio inicio la misa capitular con la celebración de la liturgia de la Palabra. Se sucedieron el saludo, el acto penitencial, la letanía de Kyrie y el himno de Gloria. Mientras tanto, los vigilantes estaban más atentos a lo que pudiera pasar fuera de la capilla que dentro de ella. De trecho en trecho, Jovellanos y Twiss se cruzaban con los soldados en sus rincones o con Gutiérrez y los Rubio en los suyos. Bastaba un simple gesto para dar a entender que no sucedía nada anormal. Jovellanos no cesaba de observar el retablo, compuesto de figuras de tamaño natural que parecían a veces temblar como si adquiriesen vida; las tres rejas de enfrente y de ambos lados, que dificultaban algo la visión del altar, con sendos pulpitos a sus extremos adornados de esculturas representando un inquietante Apocalipsis. En cada detalle esperaba descubrir un bulto, un adorno extraño agarrado a la piedra como un bicho malsano, presto a saltar raudo en pos de su presa.

—No esfuerce más la vista, señor Jovellanos —le dijo Twiss acomodando mejor su tricornio bajo un brazo, como impacientado—. Ese bastardo de Herradura ha querido burlarse de nosotros una vez más. ¿Cómo va a aparecer delante de tanta gente? No es estúpido, y sabe de sobra que le esperamos. Simplemente ha vuelto a despistarnos. Vaya usted a saber dónde se encuentra ahora.

—No, Twiss. Siento que el
interfector
está aquí dentro. Noto su presencia, su maldad entre tanta santidad.

Twiss rió en silencio y meneó la cabeza con desdén.

—Pero si usted no cree en el mal...

—Creo que en este lugar tan bello hay algo anómalo. Algo que acecha y que espera su oportunidad para hacerse manifiesto.

—Lo anómalo es algo menos espiritual, es el oro. Busquemos el oro y quizá demos con Herradura.

En el baptisterio acababa de leerse una epístola del evangelio y comentado la homilía. La voz de Solís llegaba a ellos débil y renqueante, muy diferente al tono vivaz que había empleado cuando almorzara con ellos.

—¿Vuelve a insistir en ello? —preguntó Jovellanos con un brillo metálico en las pupilas.

—Sí. Haga que Bruna mande buscar el oro por todos los caminos. Que se registre cualquier carruaje, incluso a las naves que surcan el río. Si se detiene a quienes lo portan, tal vez ellos puedan confesarnos cómo les entregó Herradura las tejas, y en qué lugar. Juraría por los siete mares que debe ser el mismo sitio donde se encuentra ahora riéndose de nosotros.

—Mire, caballero... —Jovellanos parecía molesto porque se le desviase de la convicción que le dominaba en aquel momento—. Puede que el oro haya salido de Sevilla y puede que no. Las afirmaciones que Herradura hace al respecto en su carta pueden ser tan falsas como las acuñaciones del difunto Caetano Nunes. En el supuesto de que haya salido, con seguridad que está lejos de nuestro alcance, de lo contrario no nos lo hubiese revelado. Ahora bien, a estas alturas creo a pie juntillas en las amenazas de ese individuo, porque, pese a lo que opinemos de ellas, siempre se han cumplido. Recuerde el vaticinio de «la cabeza más grande». ¿A qué piensa usted que se refiere cuando habla de «en abril la fe ande»? Cuando estaba revisando la torre he caído en ello. Sin duda que usted no ignora que la Fe es la estatua que a modo de veleta corona esa torre. Tampoco que estamos en abril. Aunque creo que no sabe que en junio se celebra el Corpus Christi, la «fiesta mayor» de la ciudad, más incluso que la Semana Santa, y cuyo recorrido parte de este templo. Por otro lado, ambos sabemos que a ojos de ese asesino Su Eminencia es el «más pecador», luego todo viene a converger al interior de estas paredes. Hoy, durante esta ceremonia, la más sagrada, antes de que sea la fiesta más querida por todos, es cuando se cumplirá ese maldito vaticinio.

El largo parlamento de Jovellanos, argumentando como si fuese un dogma indiscutible, dejó a Twiss con muy pocas ganas de replicar en la misma línea.

—Pero, Gaspar... Siempre me ha hecho caso. —Se calló y por unos instantes le observó aturdido—. Usted no es el mismo hombre que conocí. Parece cambiado...

—Usted tampoco parece el mismo desde que salimos de la universidad...

Uno de los sacristanes, que estaba arrodillado a pocos pasos delante de ellos, se giró y les mandó callar chistándoles. Se iba a consagrar el pan y el vino. Todos los fieles se habían arrodillado y estaban con sus cabezas inclinadas en actitud de profundo recogimiento. Jovellanos hizo lo propio, aunque sin perder de vista el altar. Twiss le imitó, pero no por devoción, sino para estar a la misma altura de su interlocutor.

De cara al retablo, con ambas manos, el cardenal Francisco de Solís levantó del cáliz la Sagrada Forma. La hostia se elevó hacia el cielo, al igual que su ajado y transido rostro. Un silencio de vértigo impregnaba de fervor angustioso aquel momento culminante, solo roto por el suave tintinear de una campanilla. Jovellanos comenzó a sudar por lo que percibía: Su Eminencia se mostraba más expuesto que nunca al alzar el mentón, e incluso sus manos flacas estaban desnudas al aire. ¿De dónde llegaría el dardo? En eso que Twiss le dio un codazo, provocándole un fugaz estremecimiento. Con un gesto le hizo notar lo que ocurría en el exterior de la catedral.

Aquel día, por primera vez desde hacía muchos meses, habían aparecido nubes sobre Sevilla. Eran nubes blancas, dispersas y perezosas que se recortaban en el cielo azul intenso. Pero a esa hora se habían hecho tan densas y grises que cubrían la ciudad como un manto de algodón sucio. Nubes que extendían una negrura que estaba apagando las vidrieras ojivales, y que al mismo tiempo con su sofocante oscuridad avivaban los cientos de velas. Parecía el momento oportuno para cometer un crimen. Twiss echó mano a una de sus pistolas, aunque no la sacó de la casaca. Jovellanos se incorporó, sin dejar de estar arrodillado, con todos sus sentidos tensos y pendientes de lo que pudiera ocurrir en cualquier parte de la capilla.

Sin embargo, el oficio continuó con la aclamación del pueblo y el Padrenuestro, sin que aconteciese ningún incidente. Cuando el anciano cardenal volvió a dar la cara a los fieles, a Jovellanos el corazón le dio un vuelco. Le pareció que aquel hombre se hallaba transpuesto, como dormido con los ojos abiertos, que se le notaba más derecho y erguido. Y que sus facciones estaban más lisas, con menos arrugas, de forma que le desfiguraba algo su expresión natural. Para sus adentros, Jovellanos se aseguró de que la imaginación enfebrecida le estaba traicionando. ¿Por qué?, se preguntó a continuación a sí mismo. ¿Por qué el
interfector,
que según sentía él se encontraba allí de alguna manera, se había abstenido de actuar en la mejor ocasión?

—No ha hecho nada, Richard. ¿Por qué? —volvió a preguntar Jovellanos, ahora con un hilo de voz.

A Twiss se le antojó Jovellanos tan desvalido al ver que no se cumplía su pronóstico que procuró buscar rápidamente una respuesta que le consolase. El ritual que por primera vez en su vida acababa de presenciar le había subyugado, y al mismo tiempo había contribuido a que en su mente se asociasen unas ideas que hasta entonces se habían mantenido aisladas y difusas. El misterio de la transubstanciación del pan y del vino despertaban en él muchas sugerencias.

—Para los católicos la transformación del pan y del vino en la carne y la sangre de Cristo es un acto simbólico, ¿no? —preguntó por su parte.

—Así es —contestó Jovellanos distraído, más atento a los movimientos de Mariana, que se acercaba al cardenal para comulgar de su mano.

—¿Se acuerda de la fecha que dictaminó Morico como la más probable de la muerte del cura Andrés Palomino?

—En los últimos días de enero.

—¿Cuándo fue el cumpleaños del asistente Olavide?

Jovellanos miró a Twiss frunciendo las cejas.

—¿Adonde quiere ir a parar? —Twiss aguardó una respuesta con una sutil sonrisa en sus labios—. El veinticinco de enero...

—¡Ajá...! Aquel día Herradura cometió su primer crimen con el
anima pinguis.
Es decir, él se transformaba en el
interfector
transformando la carne y la sangre humanas en otra sustancia. Simultáneamente, por ser tal fecha, se convertía digamos que en el servidor más fiel de Pablo de Olavide, en su vicario, en el sacerdote que en su nombre le solventaría los asuntos mundanos.

Jovellanos se levantó de golpe y se alejó un poco más de los fieles, hacia la sombra que proyectaba una pilastra del coro. Fue negando ostensiblemente con la cabeza. Twiss le siguió.

—Pero, Twiss..., ¿qué asuntos le iba a solventar?, si desde que actúa precisamente todo vira en contra de Su Excelencia. A menos que usted, en su delirio de hombre brumoso, intente sugerir que Olavide puede sacar provecho de esto...

—No, no... Él no tiene nada que ver por su voluntad. Él está lejos, en Sierra Morena, construyendo la tierra de promisión. Él es amigo de Voltaire y de los enciclopedistas. Él, con sus preclaras ideas, se encuentra por encima de la vida mezquina de Sevilla. Símbolos, Jovellanos, símbolos... Pablo de Olavide es para Herradura un símbolo de virtudes, un dios. Recuerde lo que nos contó el conde del Corchado de ese bastardo. En este momento Herradura no sería nada a no ser por Olavide. Le debe todo. De modo que Herradura quiere ser el intérprete y el custodio de su obra, y para demostrárselo a sí mismo no duda en emplear cualquier medio. Empezando por matar a hombres de religión, a los que cree principales enemigos de su
señor.
A nuestros ojos es algo monstruoso, pero para él debe de ser como un acto de santidad.

—Insisto en que su hipótesis me parece demasiado forzada, porque repugna a la razón que un daño evidente pueda redundar en un bien. Por otro lado, es demasiado simple como para encajar en toda la parafernalia que la acompaña. No obstante, admitámoslo por un momento, ¿adónde nos conduce todo ello? No nos ayuda para nada en la captura del
interfector.

La misa había concluido. La gran comitiva que acompañaba al prelado, con él en medio, comenzaba a desfilar en dirección a las estancias de la sacristía. Los fieles permanecían en sus sitios de pie, por respeto al acto y por no saber qué hacer, ya que todos sabían que aquella ceremonia no había sido una más. Twiss prosiguió exponiendo su idea.

—Por ahora no. Pero por de pronto explica por qué Herradura no ha atacado al cardenal. La causa reside en ese papel sacerdotal que se ha otorgado a sí mismo. Él se cree un hombre justo, piadoso a su modo. Su hermanastro nos dijo que le consideraba un monje. ¿A usted qué le pareció su cuarto del patio de Banderas? En efecto, una celda monacal, pudiendo vivir de una manera más holgada. Ese hombre ha debido tener una formación religiosa en algún momento de su vida. Eso es... En consecuencia, conociendo que le considerábamos un ser abyecto, y que usted, en concreto, le había tachado de una criatura sin principios, ha querido demostrarnos que no es así. Porque él es un hombre virtuoso. Por ello ha
perdonado
al cardenal en el lugar más caro a la fe de usted, tal y como afirmó en su carta. En su interior ahora se debe de considerar muy superior al íntegro Alcalde del Crimen de Sevilla.

—Ahora encuentro más sentido a lo que dice, Twiss. Corroboraría lo de la mascarilla, un modo incruento de cortar una cabeza. Sin embargo, da la sensación de ser demasiado enrevesado hasta para una mente como la del
interfector.
Un hombre que corta la carne con tal maestría y limpieza se me asemeja a una daga que sabe cómo penetrar hasta el órgano que quiere herir, sin titubeos y sin desviaciones de su curso.

En ese momento por detrás de ellos se oyeron unas voces. Se giraron y vieron venir por el medio de la nave de su derecha, directamente de la puerta de San Cristóbal, a un tipo pequeño que porfiaba con un par de granaderos. Twiss volvió a echar mano a su pistola. Enseguida acudieron corriendo Gutiérrez y los gemelos. Y más soldados empuñando sus sables. Cuando llegó a ellos el hombre de corta estatura escoltado por los guardias y se puso bajo la luz de unos velones, los estómagos de todos se encogieron de asco.

Se trataba del médico Domingo Morico, que traía la cara desfigurada. Una extraña materia viscosa cubría parte de su rostro. En otras partes esa materia pendía en finas lonchas o estaba adherida a su piel por trozos. Además, cuatro o cinco moscas se debatían pegadas a ella. Parecía un leproso de sangre dulce. Después de su experimento con el globo de tafetán, que había contribuido en buena medida a exacerbar el miedo y los ánimos de los amotinados, Jovellanos no había querido saber nada de Morico. Le parecía casi tan peligroso como el propio asesino. Y ahora, no obstante, se presentaba ante sus ojos de esa guisa, en uno de los templos más santos de la cristiandad. Como si lo profanase. Con rabia le agarró por la casaca y le levantó un palmo del suelo.

—Morico, Morico..., ¿qué nueva extravagancia es esta? Ya estoy harto de...

—Perdón, señor alcalde —dijo Morico al tiempo que se arrancaba del rostro porciones de la materia viscosa, que aun así se quedaba pegada a sus dedos—. He tenido que venir de este modo porque he salido corriendo del hospital en cuanto ha concluido mi experimento. He juzgado que era de tal importancia que no he querido entretenerme lavándome siquiera...

—¿Qué experimento? —preguntó Jovellanos impaciente.

—Esto que ve colgando de mi cara es caucho. Caucho que me he procurado de un comerciante del puerto. Lo usan muchos artistas y escribanos para borrar los trazos de lápiz.

—Utilidad que descubrió no ha mucho el químico inglés Priesley —recalcó Twiss con presunción.

—Cierto, señor Twiss. Pues bien, señor alcalde, esta ocurrencia mía se debe a que quise estudiar las propiedades del caucho que compone la capa interna del traje del
interfector.
Anoche comprobé que el caucho virgen es tan elástico y maleable que adquiere cualquier forma. Por desgracia, en ese estado natural es muy frágil y pegajoso. Entonces me vino a la cabeza lo de la mascarilla de escayola hecha por el asesino a Su Eminencia. Así que me realicé una a mí mismo. Me preguntaba por qué el
interfector,
que no es nada idiota, iba a hacer algo así si no tenía una utilidad práctica. Pero ya lo creo que la tiene... Porque la mascarilla de escayola puede servir de molde, de molde al caucho. Eso es lo que he hecho, señor alcalde. Esta mañana he extendido caucho en mi propia mascarilla y he conseguido una faz elástica copia de la mía carnal, que se ha pegado a mi cara como si fuese una segunda piel. Debería haberme visto: parecía veinte años más joven. Bien pintada y bien recortada podría pasar... ¿Comprende lo que quiero decir?

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