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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (68 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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Lo primero que acudió a la cabeza de Jovellanos fue la imagen de Sabas Juaranz muerto en aquel oscuro callejón, atado a la reja y con su propio estilete clavado en el pecho. La impresión de que le había hecho partícipe Twiss sobre que el estudiante había tenido un encontronazo con el preste Juan, siendo el roto en su sotana la huella de ello, ahora las palabras de Berardi lo corroboraban, haciendo superflua la confirmación de Hogg. También todo indicaba que entre el gordo sacerdote y el enjuto manteísta debía de existir alguna relación más que esporádica. Nadie —se aseguró en su fuero interno—, por muy sanguíneo que sea, agrede con un estilete a alguien en público por una cuestión de blasfemias religiosas, a menos que quien te lo eche en cara sea alguien con quien se tenga una confianza rayana en la amistad. De ahí siempre duelen más los reproches. Sí, ¡cuánto les hubiera podido contar Sabas Juaranz si le hubiesen hallado vivo! Ese
joven manteísta
había sido la pieza clave del edificio levantado en torno a la ambición de Thiulen. Y no el preste Juan, como hasta entonces él y Twiss habían creído. El padre Juan Garrosa posiblemente les conocía a todos, pero separadamente, sin relacionarlos entre sí; sin sospechar sus intenciones, por supuesto. El grupo no era una amalgama adherida a Thiulen, sino una cadena cuyo eslabón principal resultaba ser Sabas Juaranz. Al mismo tiempo, ni este ni Thiulen eran mucho más que meros peones al capricho del
interfector,
del llamado
peruano.
Si Sabas no hubiese muerto en el callejón a manos de la gente del castillo, sin duda que su admirado
peruano
le hubiese quitado de en medio en la universidad. ¿O es que el
interfector
había previsto que el muchacho jamás llegaría vivo a su destino con las mulas? Posiblemente. Sabas había sido un cebo a quien sacrificar. Todo lo tenía bien planeado. El
peruano
e
interfector
levantaba la admiración por prever sucesos que él mismo provocaba. Hasta ese punto llegaba su perversidad. También su terrible poder. La amenaza de Sabas al preste Juan, aparentemente cumplida poco después, solo venía a ser una casualidad, una oportunidad pintiparada para el
interfector.
Al fin y al cabo, el cura estaba sentenciado desde el momento en que meses antes se le había incluido en el vaticinio del piscator.

Un
peruano,
sí, alguien que era de las Indias o había estado en ellas como el jesuita Thiulen. Parecía lo más lógico. Alguien que, por lo tanto, se había ganado la confianza del ingenuo y visionario Thiulen. Y que, a la vez que maquinaba con él, preparaba su espantoso fin.

—¿Por qué no vino a nosotros nada más conocer esa historia? —preguntó de repente Jovellanos a Berardi. Cosa que llamó la atención de las otras dos parejas, que no tardaron en acercarse a ellos.

Bruna, como maravillado, no quiso perderse nada de lo que hiciera Hogg.

—Lamento no haberlo hecho —respondió Berardi—. Pero en aquel momento tenía que velar ante todo por la seguridad de mi hijo, que dependía de mi propia seguridad. Yo no podía aventurarme por la ciudad para buscarle, señor alcalde, sin saber si volvería o no volvería a mi casa. Tampoco podía mandarle recado por medio de alguno de los manteístas. ¿No le parece que hubiese sido una estupidez por mi parte? Por otro lado, a pesar de las faltas que estuviese cometiendo Tovar, no podía ir con su nombre ante la ley. Entonces no. Yo era su maestre. Hubiese sido delatar a uno de los míos, una traición abyecta. Ya sé que hice mal, pero en esos días pensaba así.

Twiss irrumpió entre ellos, con el rostro severo y las manos tensas.

—¡Es igual, Jovellanos...! Lo importante en este momento es dilucidar qué se esconde detrás de la palabra
peruano.
¿Qué significa?

—Puede ser un apodo, señor Twiss —argumentó Mariana—. Es muy habitual en Sevilla. Se lo dan a muchos de los que han regresado de las Indias.

—Tal vez, doña Mariana, pero no creo que sea así exactamente. Ese sujeto que ejercía una fascinación tan intensa sobre el manteísta Juaranz no era uno más entre un montón, sino que a sus ojos debía significarse precisamente por su condición de peruano. No la condición circunstancial de cualquiera que haya vivido en Perú o sea de allí. Más bien se refería a alguien que, nombrado así, es un símbolo.

—Tenga cuidado con lo que dice, Twiss —le advirtió Jovellanos.

—No... No me refiero al asistente Olavide. Él es
Su Excelencia
o el
mayor ateo,
o el Lucifer en persona. Pero hay otros a quienes se les conoce por formar la
corte de los peruanos...

Al instante la cara bermeja de Bruna enrojeció todavía más. Tiró su cigarro y, lleno de cólera, agarró con ambas manos la camisa de Alonso Berardi. Le levantó de la silla y le zarandeó.

—¿Para esto ha venido al Alcázar? ¿A traernos la discordia? ¡Este masón pretende dividir a las gentes que gobernamos la ciudadela! ¡Diga quién le ha enviado! ¡No, no me lo diga! Está claro que la francmasonería extranjera. Ha estado mintiéndonos durante todo este tiempo, y no me importa que los gestos de Hogg le presenten como a un santo.

Jovellanos y Mariana hubieron de porfiar con los brazos de Bruna a fin de que liberase a un desconcertado Berardi. En la mente de todos se encontraban los nombres de los cuatro peruanos de los que se había rodeado Pablo de Olavide para su gobierno de Sevilla. Todo resultaba muy desagradable; no obstante, había que afrontar tal sospecha como fundamentada en algo verosímil.

—¡Suéltele, Bruna! —exigió Mariana—. El señor Berardi es un hombre honorable y no me parece un taimado conspirador como usted cree...

—Venga, tranquilícese... —dijo Jovellanos—. Por desgracia, esa eventualidad no es un disparate. Doña Mariana, Twiss y yo ya habíamos pensado en que el asesino pudiera ser alguien de los nuestros.

Bruna soltó a Berardi y se alejó del grupo ejecutando aspavientos, a grandes zancadas, sin dirección definida.

—¡Qué barbaridades tengo que escuchar...! ¡El conde del Águila debe de estar frotándose las manos ahora mismo!

Jovellanos se volvió hacia Twiss.

—Supongo que se dará cuenta del embrollo en el que nos podemos meter. Los
peruanos
podrían poner patas arriba el Alcázar. En nuestra situación algo así sería fatal.

—¡Eso es! —exclamó Bruna sin parar de moverse—. ¿Quién de los cuatro puede ser el asesino? ¿Y si nos equivocamos de sujeto? Ellos
también
son hombres de honor, que no permitirán que sobre su reputación caiga una sola sospecha. ¡No quiero ni imaginar lo que podría pasar!

—Podría detener a los cuatro... —opinó Berardi con cierta modestia, cosa que Bruna consideró una provocación, y a punto estuvo de echarse sobre él de nuevo de no ser porque Mariana se interpuso entre ellos con una amplia sonrisa de cara al potencial agresor, al mismo tiempo que daba su propia opinión.

—Sí. Detenga a los cuatro a la vez, don Gaspar...

Una gran tensión embargó a Jovellanos. Sabía que en ese momento debía decidir qué hacer. Si aquella hipótesis estaba equivocada, como tantas otras a lo largo de la investigación, y si al errar incurría en una afrenta contra aquellos hombres, podrían sonar las armas dentro de los muros del Alcázar. Miró a Hogg buscando su sabio parecer.

—Hogg...

—Oiga a mi amo.

Estas palabras de Hogg hicieron vacilar a Jovellanos. Giró la cabeza hacia el inglés.

—Twiss...

—Detenga a Artola para empezar. ¿Se acuerda de lo que le dijo el médico Morico acerca de una especial propiedad del asesino en su vista?

—Que era nictálope.

—Eso es... Que ve tan bien de noche como de día. Anoche usted me lo contó en el patio de la universidad cuando íbamos tras el
interfector.
Y me acordé de nuestra aventura en el castillo de San Jorge. Entonces me sorprendió la facilidad que tenía Artola para guiarnos entre las sombras. No podía ser que por el relato que le habían hecho en Lima en su juventud él pudiese avanzar con tanta seguridad. Antes consultaba con Hogg al respecto. En el castillo no le di mayor importancia, y anoche, al oír sus palabras, me vino a la mente como una impresión fugaz que no pude asociar apropiadamente. Pero ahora lo veo tan claro como ve Artola sin sol.

Jovellanos permaneció callado bajo la atenta mirada de todos los demás. Bruna se acomodó el cinto de su sable.

—Ese canalla de Artola siempre me ha parecido alguien muy violento —comentó.

—Pero el asesino no puede ser alguien violento, porque se delataría —le replicó Jovellanos—. Aunque, bien mirado, sería una excelente argucia para desviar de él las sospechas que en este momento nos suscita. Por lo tanto, señor Bruna, prepare a sus hombres para prender a los cuatro peruanos. ¡Vamos, caballeros...!

Dicho y hecho. Francisco de Bruna abrió la puerta del gabinete de par en par y reclamó la presencia de los guardias. Le siguieron Twiss y Hogg, este con sus muletas. Mariana retuvo por unos instantes a Jovellanos asiéndole de una mano. No habló, pero lo dijo todo con el brillo de sus ojos. Él ensayó una sonrisa que no pudo mantener por mucho tiempo.

—Quédese con Berardi, Mariana. Quédese en el Alcázar. Quédese tranquila...

Capítulo 26

Jovellanos y los que le acompañaban oyeron unas voces del capitán Moya alertando de que se había producido la detención de Meneses. Corrieron y subieron velozmente unas escaleras que comunicaban la Sala de la Justicia con el pórtico del apeadero. Se encontraron a Moya sable en mano y a tres soldados apuntando con sus fusiles a la barriga de Meneses. Este había tirado unos documentos al suelo, estaba con los brazos en alto, temblando, en medio de otros dos empleados civiles del Alcázar.

—Demasiado medroso y demasiado bajo para ser el
interfector...
—comentó Twiss con decepción.

—Quítese la pañoleta del cuello, Meneses —ordenó Jovellanos.

Al ver llegar a Bruna detrás de ellos seguido de más gente armada, Meneses intentó ir hacia él, pero los cañones de los fusiles se hundieron en su casaca y su chupa.

—Señor Bruna, ¿qué significa este asalto? —se quejó—. ¡Daré parte de esta humillación a Su Excelencia! ¡No crea que se me puede tratar como a un villano!

—¡Haga lo que le ha ordenado el señor alcalde!

Esa actitud violenta y decidida de Bruna, inédita en él, fue como un mazazo en el entendimiento de Meneses. Le hizo comprender que estaba sucediendo algo que le desbordaba, y obedeció. Se quitó el pañuelo muy nervioso, con tal torpeza que por segundos dio la sensación a todos aquellos que le observaban de que podría estrangularse.

Gestos y suspiros de desaliento salieron de Jovellanos, Twiss y Bruna. Meneses no presentaba ninguna marca de las que se suponía que poseía el
interfector
en el cuello o en el pecho. Twiss subió con brusquedad las grandes mangas de su casaca y el encaje de las de su camisa. Tampoco alrededor de las muñecas había nada.

—¿No encontramos anoche esas marcas en el cadáver de Thiulen? —preguntó a Jovellanos—. ¿Por qué habría de tenerlas su asesino también? La confusión de personas que hemos padecido nos ha jugado una mala pasada.

—No, señor Twiss. Estoy seguro de que el hombre que visitaba Los Isidros no era Thiulen. Quien compartía placeres allí con los curas Berrocal y Palomino era quien habría de matarlos. Sabemos que el
interfector
también tiene que haber vivido en la selva como ese infortunado jesuita. Y posiblemente hacerse escarificaciones sea frecuente entre los blancos que se sumergen en la vida de los indios. Puede ser una casualidad, pero debemos contar con cualquier circunstancia.

—¿Es así, Meneses? —preguntó Bruna.

El peruano se encogió de hombros.

—No sé... Yo jamás me alejé más de una legua de Lima, donde nací. Ciudad que está rodeada de desierto y montañas peladas.

El primer intento, ejercido sobre Meneses, había sido infructuoso. Bruna se disculpó con él encarecidamente y le explicó las circunstancias que les obligaban a actuar así. Meneses pareció comprender y aceptó las disculpas; en su fuero interno respiraba aliviado por verse apartado de ese torbellino que avanzaba por el Alcázar trastocándolo todo. Bruna sabía que se lo jugaba todo a una carta. Que debía actuar sin contemplaciones ahora que se había dado el primer paso. Que, una vez puesta su confianza en Jovellanos, debía apoyarle hasta el final. Pero, mucho se temía, los demás peruanos no iban a ser tan comprensivos.

Una puerta del apeadero conducía al patio de Banderas. Este formaba una esquina del palacio en su parte noreste, pegado al barrio de Santa Cruz. Era muy amplio, cuadrado, con una fuente central rodeada de naranjos, con una calle interior que iba a dar a la antigua judería. Su perímetro estaba formado por casas que servían de viviendas para los funcionarios y de cuartel para los soldados. En él se realizaban las revistas de las tropas.

Nada más acceder al patio desde el apeadero, el nutrido grupo se encaminó hacia la casa de Esteban del Sagrario. Su esposa franqueó la puerta al señor Bruna. Pero al ver la cantidad de gente armada que le seguía ahogó un grito con sus manos. Dos niños que jugaban por el suelo se echaron a llorar. Para Jovellanos aquella intromisión resultaba especialmente lamentable. Se estaban comportando como sus adversarios del Cabildo. Hasta ese punto les había rebajado la obra del
interfector.

Bruna con su sable, Twiss con sus pistolas y dos soldados con sus bayonetas irrumpieron en la oscura alcoba donde dormía Sagrario. Le sorprendieron sentado en la cama, abotonándose la camisa.

—¿Eh...? ¿Qué diablos...?

—¡No se abotone la camisa! ¡Quítesela, Sagrario! —le ordenó Bruna.

El interpelado se precipitó hacia una silla, donde reposaban su ropa y su sable. No llegó a agarrar la empuñadura, pues los granaderos fueron más veloces e interpusieron las bayonetas en la trayectoria de su mano.

—¡No se resista y quítese la camisa! —insistió Bruna.

Sagrario se encaró con él en medio de la penumbra del cuarto.

—¡Esto lo pagará caro, Bruna! Ha hecho llorar a mi mujer y a mis hijos. Y a mí me trata como a un bandolero cuando intentaba descansar después de una noche en la que me he jugado la vida.

Jovellanos se dejó ver y entró en la alcoba despacio.

—¿Adonde fue cuando la procesión nos separó en la calle de la Feria? —preguntó a Sagrario.

—¿Usted? ¡Ah, ya comprendo...! Veo que desvarían si piensan que yo me dediqué anoche a degollar gente...

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