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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (67 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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—No. Esos trabajos los deben dejar para tipos verdaderamente expertos. Desde una ventana pude ver en concreto a uno a quien le brillaban los ojillos tras su embozo, como si las mismas Furias saliesen por ellos —apostilló el ingeniero—. Parecía aullar dando órdenes para que sus hombres echasen abajo la puerta. Me di cuenta de que si caíamos en sus manos éramos hombres muertos.

—¡Ah, el pillastre...! —Twiss dejó ver sus dientes apretados.

Alonso Berardi continuó con su relato.

Berardi, su hijo y los dos jóvenes pudieron escapar por el patio trasero de unos vecinos que se comunicaba con el suyo a través de una cancela. Abriendo paso él, y con los manteístas llevando en brazos a Eugenio, cruzaron la muralla de tejado en tejado por el arrabal de la Cestería, hasta alcanzar el no muy lejano río. Según les ordenó Berardi, los manteístas deberían buscar por el muelle cualquier bote en el que embarcarse para llevar Guadalquivir abajo a su hijo hasta alcanzar el refugio seguro de una de sus brigadas en Las Horcadas. Mientras que él se encargaría de alejar del río a los familiares. Al fin y al cabo, solo querían apoderarse de su persona. Se separaron en medio de la caótica maraña del Baratillo y así sucedió. El padre estuvo dispuesto a inmolarse por su hijo dejándose ver y correteando delante de los asesinos a través de las calles de una Sevilla en ebullición. Luchó con alguno, se escapó en el último momento de las garras de otros, saltó, trepó, corrió como hacía años que no lo había hecho. Intentó entrar en la ciudad, pero sus puertas estaban tomadas por los amotinados; trató de cruzar el puente hacia Triana, y este también estaba vigilado. El río era peligroso cruzarlo a nado con tan poca claridad y sabiendo que por su corriente bajaban troncos errantes, decidió como mejor alternativa internarse de nuevo en Sevilla por el sendero que le había valido minutos antes para salir al Baratillo.

Se preguntó que adonde podría ir en medio de una ciudad llena de chusma fanatizada. El Alcázar era un mal menor; sin embargo, se alzaba a mucha distancia y por una zona donde parecía que acudían más amotinados. Se le ocurrió hacerse pasar por uno de ellos y así, confundido con los demás, alcanzar el palacio, pero corría el riesgo de verse retenido entre el gentío, pudiendo ser alcanzado por sus perseguidores. Por otro lado, sabía que de tanto correr se había acercado a la casa de Mariana de Guzmán, una mujer ilustrada y bondadosa, por lo que decidió buscar su amparo cuando ya las primeras luces del alba le delataban como un fugitivo.

Ya dentro del caserón, y una vez lavadas sus magulladuras, Berardi se puso a hablar con la joven marquesa acerca de los incidentes que se desarrollaban por toda la ciudad. Lógicamente la conversación derivó hacia lo que en aquel momento a ella más le angustiaba: la suerte que hubiese podido correr Jovellanos en el desarrollo del plan para hacerse con el jesuita Thiulen y su oro. Oído eso, Berardi recordó unos comentarios que le había hecho el cirujano Tovar después de operar a su hijo. Se referían a sus inquietudes por hallarse inmerso en una aventura para recuperar ciertas tejas de oro rescatadas del río hacía años y guardadas por los jesuitas en alguna parte. Como su superior, Berardi le censuró que anduviese metido en algo semejante. Pero al cirujano no le interesaban sus prejuicios, pues entendía que aquella riqueza podría servir para la causa, sino que esperaba que él, Berardi, por virtud de su oficio le despejase algunas dudas que le embargaban. La principal consistía en si ciertamente existía ese oro o si en realidad estaba embarcado en pos de una leyenda sin fundamento.

—¿Existía ese oro? —preguntó Twiss con ansiedad.

—Con gran probabilidad sí. Se tiene constancia de él desde cuando gobernaba el conde-duque de Olivares.

Twiss respiró aliviado. Berardi acababa de confirmar que no padecía una suerte de incipiente locura. Los rastros del oro en la Anunciación no eran alucinaciones suyas. Por su parte, Mariana apretó la mano de Jovellanos y suspiró.

—Ay, señor...

En sus ojos él pudo vislumbrar la inquietud de su sangre por haber oído mencionar a uno de sus antepasados más ilustres.

—Ese oro proviene de un galeón llamado
La Veracruz
—explicó Berardi—. Pertenecía a una escuadra formada por otros seis navíos que en el año 1638 trasladaba un tesoro desde Nueva España a la metrópoli. Era una más de las escuadras del oro que todos los años alrededor de mayo cruzaban el Paso de los Monos en dirección a la Península. Pero a la altura de La Habana fue atacada por una flota holandesa. La escuadra quedó desbaratada. Tan solo
La Veracruz,
al mando del intrépido capitán Carlos de Ibarra, logró llegar maltrecha a las costas españolas. Con tal de no ser alcanzado por sus perseguidores holandeses, el galeón se puso a remontar el Guadalquivir en medio de una terrible tempestad. Lo mejor habría sido que hubiese aguantado el temporal lejos de la costa con el velamen recogido y al pairo, o que, en caso extremo, se hubiese dirigido al puerto de Cádiz. Pero no, Ibarra quiso provocar a la fortuna internándose en tierra firme. Como era de prever para los que conocemos bien el río, el galeón embarrancó, zozobró y desapareció bajo sus turbias aguas.

Bruna fumó de su cigarro puro hondamente y expelió despacio el humo al aire del gabinete. Luego se puso a hablar dando un rodeo por detrás de la silla de Berardi y de la imponente figura de Hogg.

—Naturalmente que ese oro permaneció sumergido durante más de cien años, hasta que alguien tuvo la ocurrencia de rescatarlo... ¿No se dedica usted a dragar el río por cuenta de la Corona? ¿Cómo se explica que en tantos años nadie hubiese dado con él? Y, permítame preguntárselo, ¿cómo es que usted no se enteró de ese rescate?

—Insinúe lo que desee, señor Bruna. Pero le puedo asegurar que si lo hubiese rescatado yo, por muy masón que sea, hubiese dado al rey la parte del oro que le corresponde.

Esta sutil ironía provocó la risa de Twiss. Jovellanos, algo molesto, regresó rápido a donde estaban los demás caballeros.

—Berardi, satisfaga apropiadamente las dudas del señor Bruna.

—Por supuesto, señor alcalde, solo pretendo colaborar. El paradero de ese tesoro siempre ha sido un misterio para los ingenieros del río. Y mire que hemos buscado. Muchos pensábamos no muy distinto de Sebastián Tovar: que había más fantasía que verdad en ello. Que acaso
La Veracruz
llegó de vacío a España. Por supuesto que en el antepuerto de Sevilla, que va desde la barra de Sanlúcar hasta la ciudad, ha habido muchos naufragios, y algunos de ellos con mercancías preciosas. Pero, a decir verdad, a lo largo de los años se han ido rescatando. Rescates que han estado bien identificados y controlados por las autoridades. Sin embargo, nunca se ha podido dar con los restos de
La Veracruz,
que yo supiese. Vayan ustedes a saber si la corriente no empujó a
La Veracruz
por algún caño del río no muy transitado, y que el capitán Ibarra así lo sugiriese en su cuaderno de bitácora. Supongo yo que por la época tan inestable que sufría el reino no se pudo atender debidamente al desastre, y que luego, con el transcurrir de los años, se fue olvidando. Sea como fuese, me imagino que los jesuitas adivinarían que detrás de aquella leyenda habría algo de cierto, y se pondrían a investigar por su cuenta en archivos remotos. Habrán sabido localizar el punto exacto del naufragio. La Compañía siempre ha contado con gente muy preparada y con excelente información. De manera que hay que deducir que, por algún modo que pasó desapercibido para las brigadas de la Corona, ellos se hicieron con el oro delante de nuestras narices, porque por métodos convencionales los habríamos descubierto la gente del río. Sepan que por medio de la llamada
campana española
o de
Cadaqués
y con buzos africanos en 1634 el ingeniero Llauds recuperó los tesoros de los galeones
La Pelicana
y
La Anunciata,
naufragados en el islote de Portaló, cerca de Cadaqués. Posiblemente ese fue el artilugio que usaron los jesuitas. Si han descubierto la quinina para la malaria a partir de la corteza de un árbol, no es disparatado pensar en esa posibilidad. Es gente ingeniosa. De cualquier forma, dudo que rescatasen una mínima parte de las tejas de oro. ¿Se imaginan cuánto sedimento se puede acumular en el Guadalquivir a lo largo de una centuria y media?

Twiss comprobó que Hogg seguía dando credibilidad a las palabras de Berardi. Nada hasta entonces había desmentido el buen concepto que tenía de aquel hombre; otra cosa era que
su verdad
fuese
la verdad.
Sacó de su casaca una cajita de rapé y se la ofreció.

—Bien, don Alonso... —le dijo Jovellanos—. Estamos de acuerdo en que ese oro existe, aunque haya vuelto a desaparecer como por arte de magia. Mas no debemos olvidar que su presencia en el Alcázar se debe a algo más importante, a que usted dice poseer información respecto a los asesinatos que nos ocupan. Le escuchamos, pues.

Berardi estornudó y devolvió la cajita de rapé a Twiss. A continuación se adentró en lo que suscitaba más interés e inquietud.

De nuevo se remontó a la noche en que el cirujano Tovar cerró la herida de su hijo Eugenio. Al aroma de un buen café, Tovar reveló algunos pormenores de la empresa en la que estaba embarcado. En realidad él no sabía mucho del oro y de la forma de hacerse con él, simplemente seguía los pasos que le marcaba su amigo el médico Jacinto Horcajo. Tampoco este trataba directamente con el que conocía el paradero del tesoro, al que llamaba
el jesuita.
Más bien lo hacía un estudiante manteísta, que era quien recibía las órdenes del
jesuita
y divulgaba las directrices para llevar a cabo la operación. Por lo tanto, ni Tovar ni Horcajo sabían mucho de los planes de ese anónimo
jesuita,
ni cuántos más componían el grupo que habría de hacerse con el oro, ni cuándo tendría lugar su rescate. Transcurría el tiempo, pero debían seguir esperando; esa era la orden habitual que recibían. Entretanto, Horcajo frecuentaba las tabernas con el manteísta, un joven muy exaltado y extremo, alguien que se peleaba con cualquiera por defender una idea. El muchacho era un fanfarrón que no paraba de amenazar con una vaga venganza a quien le plantaba cara, ya fuese en la taberna, ya fuese en el espacio de su imaginación. A cada día que pasaba parecía más poseído por una fuerza como sobrenatural. Llegó a advertir a Horcajo que no había vuelta atrás en la empresa. También le confesó que algunos habían abandonado el plan del
jesuita
y que habían pagado muy caro su defección. Le sugirió que por ello algún que otro cura había recibido lo que se merecía. No se podía confiar en los curas, repetía a menudo. Por supuesto que esto solo podía producir desazón en Horcajo, por ver que se le había reclutado para una maquinación más peligrosa de lo que había supuesto en un principio. Y esos temores se los comunicaba y contagiaba a Tovar. A este cirujano Berardi trató de hacerle desistir de su empeño aquella noche. Vano intento, pues Tovar únicamente esperaba de él aliento para vencer su miedo, y no palabras prudentes que le alejasen de su parte del oro.

—Todavía no ha dicho nada que nosotros no sepamos o no hayamos deducido —interrumpió Jovellanos a Berardi—. Veo que ignora que ese
jesuita
del que habla es otro de los que anoche perecieron en la universidad...

Al oír eso Berardi giró violentamente la cabeza hacia Mariana. Ella se levantó perpleja de su silla. Bruna abrió los brazos, como exigiendo claridad.

—Creía que doña Mariana estaba al corriente de todo y que...

—Sabe que lo estoy, señor Bruna —replicó ella con resolución—. También lo está el señor Berardi de mi parte. Y es por ello por lo que a ambos nos ha sorprendido conocer que Thiulen ha muerto. Huelga decir ahora que a manos del verdadero
interfector.
Circunstancia que viene a corroborar la importancia de las palabras del señor Berardi. Concluya, por favor.

El ingeniero se estiró con una mano las comisuras de los labios antes de continuar.

—En fin, caballeros... Parece que el riesgo que hemos corrido para llegar aquí puede haber merecido la pena. Tovar se explayó conmigo aquella noche. Me contó que Horcajo estaba asombrado por la fascinación que ejercía sobre el joven manteísta un personaje que parecía pertenecer al grupo formado para rescatar el tesoro. El muchacho lo llamaba
el peruano
y hablaba maravillas de él, de su inteligencia, de sus ideas incomparables y de su capacidad para predecir sucesos, como si fuese un profeta antiguo. También de su rigor moral, y de la consecuente aprensión que le infundía. Sabía cosas de él que le entusiasmaban, pero intuía otras que le hacían temblar. Y no dudaba, en su inconsciencia de joven, en hacer alarde de esa oscura y poderosa amistad. Un día el muchacho tuvo un encontronazo con un cura en una taberna por causa de unas blasfemias sacrílegas vertidas temerariamente. El manteísta sacó un estilete y trató de apuñalar al sacerdote, pero este era tan gordo que el arma resbaló en su sotana como si hubiese agredido a un cántaro. El muchacho quedó desarmado delante de los demás parroquianos, a merced de sus burlas y risas. No contento con esa lección, el cura se encargó de arrojar fuera del local al joven a empellones dados con su enorme barriga. Humillado así un ser tan iracundo y soberbio, desde la calle profirió amenazas, jurando que se vengaría de ese obeso cura en cuanto hablase de él a su amigo
peruano.
Según me ha contado la señora marquesa, ese sacerdote era conocido por preste Juan, que apareció más tarde decapitado en la calle. Todo indica que puede haber una relación entre tal crimen, uno de entre los que les ocupan, y ese sujeto al que el manteísta llamaba
peruano.
Esto es todo lo que les tengo que contar. El resto es cosa suya.

Nada más terminar Berardi su relato, Hogg se separó de su espalda, asintiendo exageradamente como para enfatizar su juicio. A Bruna le volvió a intrigar ese proceder y, desconcertado, ensayó una pregunta al respecto. Mariana se le acercó toda sonriente y le alejó hacia su rincón, donde le explicó con cuchicheos el don de Hogg para discernir por el sentimiento entre la verdad y la mentira. Asimismo, Twiss se llevó a Hogg al rincón contrario, cerca de la librería, donde comenzaron a hablar bajo en inglés. Por su parte, Jovellanos se apoyó en la ventana, y con el sol pegando en un costado se puso a reflexionar sin perder de vista a Berardi. El ingeniero permanecía sentado, sereno, devolviéndole una mirada de circunstancias.

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