El Instante Aleph

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Authors: Greg Egan

BOOK: El Instante Aleph
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Andrew Worth, periodista especializado en temas de divulgación científica, rechaza investigar una nueva y misteriosa enfermedad mental, la Angustia; en su lugar acepta un reportaje en la isla artificial de Anarkia, donde se celebra el Congreso del Centenario de Einstein y en el que se presentan a debate varias teorías candidatas a la TOE, la Teoría del Todo soñada por los físicos. Pero allí descubre una trama que amenaza la vida de los físicos más eminentes y se ve abocado a una carrera contrarreloj mientras se acerca el Instante Aleph, una catástrofe de dimensiones cósmicas que se extenderá por el tiempo hasta alcanzar el mismísimo Big Bang.

El Instante Aleph es una novela rigurosa que ataca con una valentía singular un tema que rara vez ha sido abordado por la ciencia ficción: la posibilidad de que se llegue a formular la TOE definitiva. Pero además, Greg Egan explora diversas y fascinantes premisas metafísicas y durante el trayecto elabora una de las novelas más complejas, personales y sugerentes que ha dado el género en toda su historia.

Greg Egan

El instante Aleph

ePUB v1.1

Abraxas
24.07.11

Título: El Instante Aleph

Autor: Greg Egan

Título original:
Distress

Traductor: Adela Ibáñez

ISBN: 9788493066376

PRESENTACIÓN

Greg Egan podría haber sido un espléndido escritor de terror.

Para comprobarlo basta con leer el primer capítulo de la novela que tienen entre manos. Adelante, hagan la prueba, no son más que unas pocas páginas. Yo espero aquí.

¿Listo? Bien.

¡Qué fantasía tan aterradora! De pronto te despiertas en un hospital, crees estar a salvo, pero no tardas en descubrir que simplemente te han resucitado durante unos segundos para cooperar en la investigación policial de ¡tu propio asesinato! Incluso la escena comienza con una frase, «De acuerdo. Está muerto. Adelante, habla con él», deliciosamente paradójica, señalándonos que el firme de la realidad puede desaparecer en cualquier momento.

Y de eso se trata. La experiencia de Daniel Cavolini es la de cualquier lector de Greg Egan. Estás leyendo tranquilamente, y de pronto, sin avisar, lo que habías considerado como base firme de tu existencia, desaparece y te encuentras flotando en el aire preguntándote cuándo empezará la caída. En las ficciones de Greg Egan, no sólo la realidad no es lo que parece; en ocasiones, simplemente no hay realidad a la que aferrarse. Poniendo en duda cualquiera de nuestras preciadas creencias, los relatos y novelas de Greg Egan siempre llevan con rigor y lógica sus ideas hasta las últimas consecuencias, y a pesar de ser ciencia ficción, producen ese sentimiento de terror metafísico que tanto amaba Philip K. Dick.

En particular, la búsqueda del fundamento final de la realidad es la base de la trilogía informal de la cosmología subjetiva, formada por Cuarentena, Ciudad permutación y la novela que hoy presentamos. Cosmología subjetiva porque la presencia de observadores inteligentes es imprescindible para la propia existencia del universo. En Cuarentena, la existencia de la mente humana fija una realidad cuántica entre las muchas posibles. En Ciudad permutación, es tarea de la mente ordenar el caos de puntos incoherentes del universo. En El Instante Aleph... No, mejor dejo que lo descubran por sí mismos.

Sí puedo decirles que El Instante Aleph es una novela apasionante, donde la fértil imaginación de su autor recrea un futuro cercano simultáneamente creíble, sólidamente anclado en las elucubraciones científicas, y extraño, porque sus habitantes (que para nosotros forman casi un catálogo teratológico: autistas voluntarios, muertos vivientes, nuevos géneros sexuales
[1]
y millonarios con ADN reconvertido) se han adaptado a vivir en él.

Por entre las peripecias de la novela, que se mueve inexorable hacia su conclusión rigurosa, Greg Egan introduce sus preocupaciones. Dos son claras, y es fácil leer algunos párrafos como declaraciones del autor. Tenemos la presencia continua de la idea que afirma la ciencia debería ser una actividad regida por condicionantes culturales y raciales, en lugar de un cuerpo de conocimiento objetivo. Es una idea tonta para cualquiera con conocimientos científicos y el autor la ridiculiza continuamente. Pero hay una variante que a Greg Egan le toca más de cerca: la idea de que no se puede hacer ciencia ficción a secas, sino que hay que hacer ciencia ficción australiana (en su caso). Idea intolerable para un autor que ha defendido siempre su derecho a elegir libremente su forma de escribir.

Y otro tema que lo preocupa es el culto a la ignorancia, tan común hoy en día y que es el antagonista real de su obra. Para un autor que ha hecho del rigor el eje de su obra, la idea de no saber le parece absurda. Si no se sabe, es imposible decidir ni actuar. Uno de los personajes de la novela lo articula muy bien al describir el sistema educativo de Anarkia y no me resisto a citarlo: «Si las personas conocen las fuerzas biológicas que influyen sobre ellas y quienes las rodean, por lo menos tendrán la oportunidad de adoptar estrategias inteligentes para conseguir lo que quieren con un conflicto mínimo, en lugar de dar tumbos por ahí cargados de mitos románticos y buenas intenciones cortesía de algún filósofo político muerto».

Me alegra mucho que Greg Egan escriba ciencia ficción en lugar de terror. El efecto de Greg Egan sólo puede obtenerse en la ciencia ficción, que al ser una literatura primero de ideas y luego de todo lo demás, permite al lector experimentar directamente el impacto de una noción, de una cábala informada, sin que un personaje la debilite. Poco valen las distinciones literarias clásicas con Greg Egan; se escapa y, como Borges, se extravía periódicamente en la metafísica.

Greg Egan no escribe novela social. Greg Egan no escribe novela psicológica. Greg Egan escribe novela neurológica. Puestos a analizar el ser humano, ¿por qué hacerlo desde aproximaciones toscas como la sociología o la psicología? Greg Egan desciende a niveles más profundos. No es un autor fácil, pero es un autor rico que nos obliga a pensar sobre lo que damos por supuesto.

Pasen y lean. Y maravíllense.

PEDRO JORGE ROMERO

No es cierto que se habrá completado el mapa de la libertad
cuando desaparezca la última frontera infame
mientras aún tengamos que trazar los polos del trueno
y delinear las arritmias de la sequía
para desvelar los dialectos moleculares de la sabana y el bosque
tan ricos como un millar de lenguas humanas
y comprender la historia más profunda de nuestras pasiones
más antiguas que cualquier mitología
Por ello declaro que ninguna empresa tiene el monopolio de los números
ninguna patente puede abarcar ceros y unos
ninguna nación tiene soberanía sobre la adenina y la guanina
ningún imperio gobierna las ondas cuánticas
Y debe haber sitio para todos en la celebración del entendimiento
porque hay una verdad que no se puede comprar ni vender
imponer por la fuerza, contener
ni evitar.

MUTEBA KAZADI
, Technolibération
(2019)

PRIMERA PARTE
1

—De acuerdo. Está muerto. Adelante, habla con él.

Eil bioético era un ásex lacónica y joven de pelo rubio estilo rasta. Su camiseta lucía el eslogan ¡NO A LA TOE! entre los anuncios de pago. Refrendó el impreso de autorización en la agenda electrónica de la forense y se retiró a una esquina. El traumatólogo y el enfermero apartaron el equipo de reanimación y la forense se abalanzó, jeringa hipodérmica en mano, a administrar la primera dosis de neuroconservante. Era inútil antes de la muerte legal, pues en cuestión de horas varios órganos acusaban su extrema toxicidad, pero el cóctel de antagonistas de glutamato, bloqueantes de los canales de calcio y antioxidantes detendría los procesos bioquímicos más perniciosos en el cerebro de la víctima casi de forma inmediata.

El ayudante de la forense la siguió de cerca con un carrito que contenía toda la parafernalia de la reanimación
post mortem
: una bandeja de instrumentos quirúrgicos desechables, varios estantes con equipo electrónico, una bomba arterial alimentada desde tres depósitos de cristal de unos veinte litros y algo parecido a una redecilla para el pelo hecha de cable superconductor gris.

Lukowski, el inspector de homicidios, estaba a mi lado.

—Worth, si todo el mundo estuviera equipado como tú —reflexionó en voz alta—, nunca tendríamos que hacer esto. Sería facilísimo reproducir el crimen desde el principio hasta el fin. Como si abriéramos la caja negra de un avión.

—Si todo el mundo tuviera derivaciones de nervio óptico, ¿no crees que los asesinos arrancarían los chips de memoria de sus víctimas? —Hablé sin apartar la vista de la mesa de operaciones. Luego podría eliminar nuestras voces con suma facilidad, pero quería una toma continua de la forense mientras conectaba el suministro de sangre.

—A veces. Pero nadie se entretuvo en dañar el cerebro de este tío, ¿no?

—Espera a que vean el documental.

El ayudante de la forense roció el cráneo de la víctima con una enzima depilatoria en aerosol, y a continuación apartó el pelo negro, rapado, con un par de pases de la mano enguantada. Mientras lo metía en una bolsita de muestras entendí por qué se mantenía compacto en lugar de dispersarse como la basura de una barbería: varias capas de piel iban incluidas en el lote. El ayudante pegó la «redecilla», una madeja de electrodos y detectores SQID, al desnudo y rosado cuero cabelludo. La forense terminó de revisar el suministro de sangre y procedió a hacer una incisión en la tráquea, en la que introdujo un tubo conectado a una pequeña bomba que reemplazaría los pulmones colapsados. No para mantener la respiración; simplemente como ayuda para el habla. Era posible controlar electrónicamente los impulsos nerviosos hasta la laringe y sintetizar los sonidos que la víctima intentara emitir, pero al parecer la voz siempre resultaba menos confusa si se emitía experimentando algo parecido a la sensación táctil y auditiva que produce una columna de aire que vibra. El ayudante le colocó una venda acolchada sobre los ojos; en casos extremos, la víctima podía recuperar esporádicamente la sensibilidad de la piel de la cara, y dado que se eludía a propósito reanimar las células de la retina, era más fácil mentir, alegando algún tipo de lesión ocular que explicara la conveniente ceguera.

«En mil ochocientos ochenta y ocho —me imaginé como posible comentario—, los cirujanos de la policía fotografiaron las retinas de una víctima de Jack el Destripador, con la vana esperanza de descubrir el rostro del asesino embalsamado en los pigmentos sensibles a la luz del ojo humano...»

No. Demasiado previsible. Y demasiado engañoso; la reanimación no consistía en extraer información de un cadáver pasivo. Pero ¿cuáles eran las referencias alternativas? ¿Orfeo? ¿Lázaro? ¿«La pata de mono»? ¿«El corazón delator»? ¿
Reanimator
? Ni la mitología ni la ficción habían imaginado la verdad. Mejor ahorrarse las comparaciones fáciles y dejar que el cadáver hablara por sí mismo.

El cuerpo de la víctima sufrió un espasmo. Un marcapasos provisional obligaba a latir a su corazón dañado; utilizaba una potencia tan elevada que envenenaría todas las fibras musculares cardiacas con subproductos electroquímicos en cuestión de quince o veinte minutos como mucho. En lugar del suministro de los pulmones se introducía sangre artificial preoxigenada en el ventrículo izquierdo del corazón, se bombeaba una vez por todo el cuerpo, se extraía a través de las arterias pulmonares y se desechaba. A corto plazo, un sistema abierto daba muchos menos problemas que la recirculación. Las heridas de arma blanca a medio coser del abdomen y el torso estaban hechas un asco: supuraban un líquido muy fluido, escarlata, que caía por los conductos de drenaje de la mesa de operaciones, pero no suponían amenaza alguna; se le sacaba una cantidad de sangre cien veces mayor a cada segundo, deliberadamente. Nadie se había molestado en quitar las larvas quirúrgicas, de modo que éstas seguían trabajando como si nada hubiera cambiado: cosiendo y cauterizando químicamente las venas más pequeñas con sus mandíbulas, limpiando y desinfectando las heridas, husmeando a ciegas en busca de tejido necrosado y coágulos que llevarse a la boca.

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