El Instante Aleph (8 page)

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Authors: Greg Egan

BOOK: El Instante Aleph
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—Violadora —murmuré—. Necrófila. —Quise hacer un largo y encendido discurso sobre el sexo y la comunicación, pero Gina parecía dispuesta a refutar mi tesis antes de que pudiera empezar—. Mira que llega a ser oportuno.

—¿Eso es un sí o un no? —dijo.

—Adelante. —Dejé de intentar abrir los ojos.

Empezó a pasar algo vagamente agradable, pero mis sentidos se desvanecían y mi cuerpo caía dando vueltas en el vacío.

Escuché una voz, a años luz, que me susurraba algo sobre dulces sueños.

Pero me sumergí en la oscuridad sin sentir nada. Y soñé con las silenciosas profundidades del océano.

Soñé que me precipitaba por unas aguas oscuras. Solo.

6

Tenía entendido que Londres se vio muy afectada por la llegada de la red, pero tenía menos de ciudad fantasma que Sydney. Las Ruinas eran más extensas, pero se explotaron con mucha más diligencia, incluyendo las últimas torres de cristal y aluminio que se construyeron para los banqueros y agentes de bolsa en el cambio de milenio. Las últimas imprentas de «tecnología avanzada» que «revolucionaron» la edición de periódicos (antes de que quedaran totalmente obsoletos) se calificaron de históricas y el sector turístico se hizo cargo de ellas.

A pesar de todo, no tuve tiempo de visitar las silenciosas tumbas de Bishopsgate y Wapping. Fui con un vuelo directo a Manchester, una ciudad que parecía prosperar. Según el resumen que me había hecho
Sísifo
, el equilibrio entre los precios inmobiliarios y el de las infraestructuras favoreció a la ciudad en los años veinte, y miles de empresas del sector de la información, con una gran plantilla de teletrabajadores, pero que también necesitaban una pequeña oficina central, se trasladaron allí desde el sur. Este resurgimiento industrial reforzó el sector académico, y la Universidad de Manchester mantenía un liderazgo mundial reconocido al menos en una docena de materias que incluían la neurolingüística, la química neoproteica y las técnicas avanzadas de visualización.

Volví a pasar lo que había grabado en el centro de la ciudad, lleno de peatones, bicicletas y
quads
, y elegí unas tomas como referencia. Había alquilado una bicicleta, yo solo, en uno de los almacenes automatizados que había a la salida de la estación Victoria; diez euros y era mía durante un día. Era un modelo Whirlwind reciente, una máquina preciosa: ligera, elegante y casi indestructible, fabricada en la cercana Sheffield. Podía comportarse como una bici de pedales si se quería (una opción que se añadía fácilmente y que alegraba a los puristas masocas), pero no había ninguna conexión mecánica entre los pedales y las ruedas; en esencia, era una bici eléctrica propulsada por energía humana. Bobinas de superconductores ocultas en el chasis almacenaban energía a corto plazo para suavizar la aportación del ciclista y aprovechar al máximo la energía de frenado. Ir a cuarenta kilómetros por hora no requería más esfuerzo que andar a paso ligero y las cuestas apenas tenían importancia; el ascenso y el descenso casi se contrarrestaban mutuamente, entre la energía perdida y la ganada. Debía de valer unos dos mil euros, pero el sistema de navegación, los faros y los candados eran casi a prueba de manipulación: para robarla habría necesitado una pequeña fábrica y un doctorado en criptología.

Los tranvías llegaban casi a cualquier sitio de la ciudad, pero el carril bici cubierto también, así que había ido en la Whirlwind a la cita de la tarde.

James Rourke era el directivo a cargo de las relaciones con la prensa de la asociación Autistas Voluntarios. Era un masc delgado y anguloso de treinta y pocos años, y en persona me dio la impresión de estar muy incómodo; mantenía poco contacto visual y no evidenciaba ningún tipo de lenguaje corporal. Se expresaba con soltura, pero distaba de ser telegénico.

Sin embargo, al verlo en la pantalla de la consola me di cuenta de lo equivocado que había estado. Ned Landers había puesto en escena una actuación deslumbrante, tan pulida y perfecta que no dejaba lugar para preguntarse qué había bajo la superficie. Pero lo de Rourke no era ninguna actuación, y el efecto resultaba a la vez hipnótico e inquietante. Ver aquel reportaje justo después de los portavoces de Biosistemas Delphic, elegantes y seguros de sí mismos (dentadura y piel a cargo de Masarini de Florencia; sinceridad de Condicionamiento Operativo), sería como despertarse de un sueño de una patada en la cabeza.

Tendría que atenuarlo como fuera.

Yo tenía un primo autista total, Nathan. Sólo lo había visto una vez, cuando éramos niños. Era uno de los pocos afortunados que no padecían ninguna otra lesión cerebral congénita, y en aquella época todavía vivía con sus padres en Adelaide. Me enseñó su ordenador, y mientras describía todas sus características de forma exhaustiva no sonaba muy distinto de cualquier otro niño entusiasta de trece años apasionado por la técnica con un juguete nuevo. Pero después empezó a enseñarme sus programas favoritos: solitarios aburridos, juegos de memoria raros y rompecabezas geométricos; me parecieron arduas pruebas de inteligencia en lugar de juegos. No prestó ninguna atención a mis comentarios sarcásticos. Me quedé allí, insultándolo cada vez con más saña, y él se limitó a mirar la pantalla y sonreír, no tolerante sino ajeno.

Me había pasado tres horas entrevistando a Rourke en su pequeño apartamento; AV no tenía oficina central en Manchester ni en ningún otro lugar. Contaba con miembros en cuarenta y siete países, casi mil personas en el mundo, pero sólo Rourke accedió a hablar conmigo y únicamente porque ése era su trabajo.

Por supuesto, no era autista total. Pero me enseñó la imagen de su escáner cerebral.

Volví a pasar la grabación sin montar.

—¿Ve esta pequeña lesión en el lóbulo frontal izquierdo? —El puntero señaló un espacio negro diminuto, un minúsculo vacío en la materia gris—. Ahora compárelo con la misma región de un individuo de veintinueve años autista total. —Otro espacio negro, tres o cuatro veces mayor—. Y aquí tiene un sujeto no autista de la misma edad y sexo. —Ninguna lesión—. La patología no es siempre tan obvia; la estructura puede sufrir malformaciones en lugar de no estar presente, pero estos ejemplos demuestran que existe una base física precisa para nuestras peticiones.

La toma pasaba en ángulo de la agenda a su cara.
Testigo
creó una suave transición desde un punto fijo de cámara a otro, además de suavizar los movimientos rápidos y bruscos de los globos oculares que recorrían la escena una y otra vez incluso cuando se fijaba la mirada de forma subjetiva.

—Nadie le negará que tiene lesiones en la misma zona del cerebro —dije—. Pero ¿por qué no agradecer que sean lesiones leves y dejarlo estar? ¿Por qué no considerarse afortunado por poder funcionar en sociedad y seguir con su vida?

—Ésa es una pregunta complicada. Para empezar, depende de lo que se entienda por «funcionar».

—Puede vivir sin estar internado en una institución. Desempeñar trabajos especializados. —La ocupación principal de Rourke era la de ayudante de investigación de un lingüista de la universidad: no se trataba exactamente de un empleo para minusválidos.

—Desde luego —dijo—. Si no pudiéramos nos clasificarían como autistas totales. Ése es el criterio que define el autismo parcial: podemos sobrevivir en la sociedad normal. Nuestras deficiencias no son abrumadoras y normalmente somos capaces de fingir para compensar gran parte de nuestras carencias. A veces, incluso podemos convencernos a nosotros mismos de que nada va mal. Durante un tiempo.

—¿Durante un tiempo? Tienen trabajo, dinero, independencia. ¿Qué más hace falta para funcionar?

—Relaciones interpersonales.

—¿Se refiere a relaciones sexuales?

—No necesariamente, pero son las más complicadas. Y las más... reveladoras. —Pulsó una tecla de su agenda y apareció un complejo mapa neuronal—. Todas las personas, o casi todas, intentan de manera instintiva entender a los otros seres humanos. Adivinar lo que piensan. Prever sus acciones. Conocerlos. Las personas crean en el cerebro modelos simbólicos de los demás. Estos modelos actúan como representaciones coherentes, relacionando toda la información que se puede observar en realidad: habla, gestos, acciones pasadas. —Mientras hablaba, el mapa neuronal se disolvió, y se formó en su lugar un diagrama funcional del modelo de una «tercera persona»: una elaborada red de bloques etiquetados con rasgos objetivos y subjetivos—. También contribuyen a hacer suposiciones fundamentadas sobre los aspectos que no se pueden saber de manera directa: motivos, intenciones, emociones.

»Esto sucede con muy poco o ningún esfuerzo consciente por parte de casi todas las personas, que tienen una habilidad innata para crear modelos de otros individuos. Se perfecciona con el uso durante la infancia y un aislamiento absoluto paralizaría su desarrollo, del mismo modo que la oscuridad total inutilizaría los órganos visuales. La educación no tiene relevancia cuando hay una carencia de tal magnitud. Las únicas causas del autismo son las lesiones cerebrales congénitas o, más adelante, los daños físicos adquiridos en el cerebro. Hay factores de riesgo genéticos que implican una propensión a las infecciones virales en el útero, pero el autismo en sí no es una simple enfermedad hereditaria.

Ya había grabado a un experto de bata blanca que decía casi lo mismo, pero el conocimiento detallado de los miembros de AV de su condición era una parte crucial de la historia, y la explicación de Rourke era más clara que la del neurólogo.

—La estructura del cerebro afectada ocupa una pequeña región del lóbulo frontal izquierdo. Los detalles específicos que describen a los otros individuos están repartidos por todo el cerebro, como cualquier recuerdo, pero esta estructura es el único lugar en el que estos detalles se integran de forma automática y se interpretan. Si está dañada, las acciones de otras personas se pueden percibir y recordar, pero pierden cualquier relevancia especial. No generan las mismas asociaciones obvias y no tienen el mismo sentido inmediato. —Volvió a aparecer el mapa neuronal, esta vez con una lesión. De nuevo se transformó en un diagrama funcional, ahora claramente trastocado y cubierto por docenas de líneas rojas discontinuas que mostraban las conexiones perdidas—. Probablemente, la estructura en cuestión empezó a evolucionar hacia su forma humana actual en los primates, aunque tenía precursores en los mamíferos anteriores. En el año dos mil catorce, un neurólogo llamado Lamont identificó y estudió esta estructura en los chimpancés por primera vez. Unos años después se trazó el mapa de la versión humana.

»Puede que el primer papel crucial que desempeñó el área de Lamont fuera posibilitar el engaño, aprender a ocultar las verdaderas intenciones mediante el entendimiento de la percepción ajena. Si sabes aparentar que eres servil o cooperativo, con independencia de lo que tengas en mente, tienes más oportunidades de robar comida o echar un polvo rápido con la pareja de otro. Pero entonces, la selección natural subió la apuesta y favoreció a quienes podían ver qué había tras la treta. Una vez inventada la mentira no podía haber vuelta atrás; el desarrollo fue a más.

—Así que los autistas totales no pueden mentir ni distinguir si alguien miente —dije—. Pero ¿y los autistas parciales?

—Algunos pueden y otros no. Depende del tipo de lesión. No somos todos idénticos.

—De acuerdo, pero ¿qué hay de las relaciones?

—La creación correcta de modelos de otras personas puede favorecer la cooperación tanto como el engaño. —Rourke apartó la vista, como si el tema le provocara un dolor insoportable, pero continuó sin dudar; parecía un orador profesional que pronuncia con fluidez un discurso conocido—. La empatía puede mejorar la cohesión social en muchos aspectos. Pero a medida que los primeros humanos desarrollaron un mayor grado de monogamia, al menos en comparación con sus antepasados inmediatos, los procesos mentales implicados en el emparejamiento se complicaron. La empatía por nuestra pareja reproductora alcanzó una condición especial: su vida podía ser, en determinadas circunstancias, tan crucial para la transmisión de los genes como la propia.

»Desde luego, casi todos los animales protegen de manera instintiva a sus crías y parejas, incluso en su detrimento; el altruismo es una estrategia de comportamiento antigua. Pero ¿cómo se puede compatibilizar el altruismo instintivo con la conciencia humana de la propia identidad? Cuando emergió el ego, un sentido creciente del "yo" detrás de cada acción, ¿cómo se evitó que ensombreciera todo lo demás?

»La respuesta es que la evolución inventó la intimidad. La intimidad nos permite atribuir algunas o todas las cualidades determinantes asociadas con el ego, el modelo del yo, a modelos de otras personas. Y no sólo lo posibilita, sino que lo hace placentero. Un placer reforzado por el sexo, pero que no está restringido al acto en sí. A diferencia del orgasmo. Y entre los humanos, ni siquiera está restringido a las parejas sexuales. La intimidad es la creencia, recompensada por el cerebro, de que se conoce a los seres queridos casi de la misma forma que a uno mismo.

La palabra «queridos» me sorprendió mucho en medio de toda esa sociobiología. Pero la utilizó sin el más leve indicio de ironía o afectación, como si fundiera a la perfección los vocabularios de la emoción y la evolución en un solo lenguaje.

—¿Incluso el autismo parcial imposibilita la intimidad al no poder crear un modelo de otra persona suficientemente correcto para conocerla en realidad? —pregunté.

—Como he dicho antes, no somos todos idénticos. —Rourke no creía en las respuestas sencillas—. A veces los modelos son bastante precisos, tanto como los de cualquiera, pero no se recompensan: se han perdido las partes del área de Lamont que hacen que casi todas las personas se sientan bien con la intimidad y la busquen activamente. A los que les ocurre esto se los considera fríos, distantes. Y a veces sucede lo contrario: buscan la intimidad, pero sus modelos son tan insuficientes que no pueden aspirar a encontrarla. Pueden faltarles las aptitudes sociales necesarias para establecer relaciones sexuales duraderas, e incluso si son lo bastante inteligentes y cuentan con suficientes recursos para sortear los problemas sociales, el cerebro puede juzgar que el modelo es defectuoso y negarse a recompensarlo. Así que el impulso nunca se satisface, porque físicamente resulta imposible.

—Las relaciones sexuales son difíciles para todos —dije—. Se ha llegado a decir que ustedes simplemente se han inventado un síndrome neurológico que les permite eludir la responsabilidad de enfrentarse a los problemas como cualquiera hace a diario.

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