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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (66 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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—Aguante, caballero... —murmuraba ella entre dientes, más que nada para infundirse ánimos a sí misma, mientras que un par de tomates impactaban en el carruaje—. Ya sé que ahí hace calor, pero qué le vamos a hacer. Falta poco para llegar. Allá delante veo que la calle está cortada..., y veo también un grupo de granujas... Pero no tema, Nuestra Señora nos acompaña...

Al final de la calle de los Simios había una barricada compuesta por toneles, sacos, muebles y un carro atravesado. Se apreciaba que al otro lado se movían las bayonetas y los sombreros azules y blancos de los soldados. Pero entre ellos y la carroza no solo se encontraba la barricada, sino también el grupo de granujas a modo de guardia. Parecían fugados de la cárcel, y sin duda algunos estaban borrachos. Varios de esos tipos se adelantaron y echaron mano a los aparejos de las bestias.

—¿Adónde va la noble dama? —preguntó el que parecía ser más bellaco—, ¿No sabe que una mujer de su condición al atravesar El Arenal, o paga peaje en oro, o debe rebajarse de su alta posición?

Él y sus compañeros se rieron a la vez que refrenaban el tiro. Mariana esgrimió el látigo, aunque sin determinarse a usarlo. Inspirado por ello, uno de los bribones se bajó los calzones, mostrando acto seguido las nalgas.

—¡Azóteme en el culo si desea, noble señora, pero sepa que luego yo habré de cobrármelo entre sus muslos!

Las risas arreciaron, y parecía que se disponían a pasar a hechos más contundentes. Pero en eso que apareció un cura alto y fuerte, dando tal patada al de los calzones bajados que le hizo rodar por el suelo. El grupo de rufianes enmudeció y se apartó del carruaje al ver cernirse sobre ellos la imponente figura negra con el sombrero de alas retorcidas como guías de mostachos.

—¡Dejad pasar a la
marquesita!
—dijo el cura con una sonrisa malévola—. Dejad que la lasciva se queme en el infierno junto a todos esos del Alcázar...

Poco más tarde los soldados de la barricada corrían el carro para dejar vía libre a la carroza.

—Ya se encuentra a salvo, señor. Pero será mejor que permanezca donde está... Aguante un poco más, ya nos falta menos... —continuó susurrando Mariana con los ojos humedecidos y las mejillas encendidas de cólera ahogada.

Cuando la carroza llegó a la plaza del Triunfo, Mariana se detuvo de nuevo. Por un capricho del destino, al rodear el edificio de la Casa Lonja divisó a Gaspar de Jovellanos, que salía a rápidas zancadas de la puerta del León, y a quien trataba de alcanzar su secretario en actitud lastimera.

—¡Se lo ruego, señor alcalde! ¡Refrene sus impulsos...! —gritaba Fernández detrás de él en vano.

A través del reguero de mulas y carros que iban y venían desde el Alcázar a la Casa de la Moneda y la fundición también Jovellanos reconoció a la carroza y a su bella conductora. Se detuvo sorprendido y luego corrió hacia el carruaje todo exaltado, cruzando entre los carros y apartando a sus peones. Ella bajó del asiento con agilidad a pesar de sus faldas y se abrazó a él casi sin tocar el suelo. En ese momento Mariana rompió a llorar, desconsoladamente, mascullando palabras inconexas de tal forma que multiplicaban el sentido abrumador de su emoción.

—Mariana, Mariana... —dijo Jovellanos besando sus lágrimas y apretándola contra su pecho como si quisiera guardarla dentro de su ser—. ¡Cuánto he pensado en usted todas estas horas...!

—¿Por qué se preocupa? —replicó ella besándole también y entre sollozos—. ¿Qué podría pasarle a una Guzmán? Además, ¿no estoy aquí ya entre sus brazos que tiemblan, caballero...?

A pocos pasos de ellos Fernández se contagió del llanto, que entreveró con risas de alegría por ver la felicidad de su jefe y por comprobar aliviado que ya no cometería la locura de atravesar el perímetro.

Pasados los primeros momentos de entusiasmo, Jovellanos se paró a reflexionar. Su sentido de la responsabilidad parecía volver a prevalecer sobre sus impulsos.

—¿Pero qué chiquillada ha hecho? ¿Cómo se le ha ocurrido venir aquí, y sola?

La sonrisa orlada de lágrimas que se dibujó en Mariana daba a entender que se congratulaba de encontrarse de nuevo con todo aquello que adornaba al hombre que más quería.

—Le repito que soy una Guzmán, y nadie osaría levantar su mano contra quienes conquistaron este país. Bueno..., nadie decente... Y usted, ¿adónde iba? ¿No sabe que se le acusa de horrendos crímenes?

—Son injurias... —Jovellanos se dolió por la perfidia suprema que parecía haberse instalado en Sevilla.

—Por otro lado —continuó ella—, no he venido sola...

Y dicho eso, Mariana abrió una portezuela de la carroza. Entonces dio unos golpes con los nudillos en el bajo del asiento posterior.

—Caballero, ya puede salir de ahí.

El bajo del asiento se abrió como una larga y estrecha portezuela, y de su seno apareció tendido y girando sobre sí Alonso Berardi, maestre de la logia francmasónica.

Minutos más tarde, acuciado por su jefe, Fernández corría por los pasillos del palacio. Se presentó en el aposento de Twiss, a quien despertó con modos bruscos. Le comunicó que debía apresurarse a ir al gabinete de Bruna, pues el señor Alcalde del Crimen le reclamaba urgentemente. A él y también a su criado Hogg.

A Twiss le molestaba tener que presentarse en público sin afeitar, pero, según le decía el secretario, el asunto era lo suficientemente importante como para hacer ese sacrificio. Nada más acceder al gabinete, Twiss se dio cuenta de por qué era así. Alonso Berardi se encontraba sentado de cara a la puerta, de forma que se tropezó de inmediato con su mirada. Mientras que él se sorprendía, al ingeniero del río se le iluminó la expresión por verle, descubriéndole una sonrisa. Ese hombre tenía un aspecto lamentable, le recordó al Fernández de la noche anterior. Sus habituales ropas, mezcla de distintas modas, estaban desgarradas por doquier, tenía barba de varios días y por su rostro y manos se apreciaban heridas diversas, aunque superficiales.

Jovellanos, que había estado paseando nervioso de aquí para allá, se detuvo al ver aparecer a Twiss y Hogg, y soltó un suspiro de alivio. Bruna también se encontraba de pie, según su costumbre, al lado de la ventana y fumando, rodeado de volutas de humo. Y doña Mariana se hallaba sentada en un rincón apartado, lejos del influjo primaveral que penetraba por la ventana, abanicándose con parsimonia. Twiss dedujo enseguida que Jovellanos se disponía a interrogar a Berardi, y que no había querido comenzar sin él, y sin Hogg, en virtud de su arte en desenmascarar mentiras. También pensó, en contra de las primeras apariencias, que Berardi no había sido capturado. Y que ni mucho menos, por lo tanto, podían recaer ya sobre él las sospechas que albergaban sobre su participación en el asunto del oro o de los asesinatos, sino que más bien parecía haber llegado allí voluntariamente, a juzgar por su expresión y por la falta de guardia en la puerta.

Después de unos escuetos y cordiales saludos entre Berardi y Twiss, Jovellanos puso al corriente a los recién llegados sobre el periplo que su
invitado
había seguido hasta alcanzar el Alcázar Real.

Contó que durante la noche pasada Berardi había saltado la tapia de la casa de doña Mariana, donde había solicitado refugio. Después, mientras era atendido de sus lesiones, hacía partícipe a la dama de una información muy valiosa que podría aportar alguna luz en el asunto de los asesinatos. Juzgando Mariana que, en efecto, era así, había decidido que se hacía urgente comunicárselo al Alcalde del Crimen. De forma que había optado entre varias alternativas por la más eficaz y directa: trasladarse al Alcázar con el ingeniero, a pleno día para mayor seguridad. Ella misma conduciría el carruaje, ya que no podía consentir poner en riesgo a ninguno de sus criados, y, por supuesto, Berardi iría oculto en un compartimento secreto.

Parecía evidente —siguió pensando Twiss— que Berardi era otro más de los perjudicados por aquella noche tan sañuda. A pesar de los recelos que había albergado contra él, sentía simpatía por tal individuo. Sin embargo, la experiencia amarga le decía que resultaba conveniente mantener alta la guardia. Bien sabía ya que en Sevilla muy poco era lo que aparentaba. Comprendía, pues, que Jovellanos hubiese reclamado a Hogg. ¿Quién podía asegurar que Berardi no estuviese corriendo el riesgo de ser apresado, y aun muerto, en pos de algún oscuro designio? Jovellanos siempre le había advertido en contra de Berardi, y había llegado un momento en que parecía tener razón. Así que ahora, cuando gran parte de sus presupuestos sobre el
interfector
se habían venido abajo, en buena medida por un exceso de confianza, se imponía extremar las prevenciones. Por lo tanto, Twiss se sentó frente a Berardi en una actitud fría y distante, cosa que este no dejó de advertir con contrariedad, pero también con comprensión. Hogg se colocó a sus espaldas, de cara a su amo y a Jovellanos.

—¿Por qué esperaba encontrar en casa de doña Mariana un refugio seguro?

A esta pregunta de Twiss, el
invitado
contestó sin titubeos, como si supiese que debía pasar una prueba de sinceridad.

—Porque la gente de nobles principios no los cambia al albur de los acontecimientos adversos. No tenía el honor de conocer a la señora marquesa, pero por lo que había oído sabía que no me negaría la ayuda que le solicitase. Nada más encontrarme en manos de sus criados, le revelé mi condición de perseguido masón y ella supo apreciar mi sinceridad. Por lo que me han contado, entiendo que mantengan ciertos recelos sobre mi persona. Mas, en prueba de mi sinceridad, les repetiré pormenorizadamente los sucesos que me han traído hasta aquí. Sé que a ustedes lo que más les importa es lo que pueda saber sobre el asesino, o lo que pueda arrojar luz sobre él, y se lo contaré. Pero antes despejaré cualquier duda sobre mis intenciones, ya que, señor Twiss, me interesa aclararle que cuando hablamos en el cortijo no sabía lo que sé ahora.

Envuelta su cabeza en humo, Bruna se inquietó por lo que observaba: los suaves gestos de asentimiento que ejecutaba el gigantesco Hogg, que permanecía de pie con sus muletas, mientras Jovellanos y Twiss no cesaban de atenderle con fugaces miradas. Desde su rincón Mariana advirtió el desconcierto de Bruna y sonrió detrás de su abanico. Pensó que debían haberle puesto sobre aviso acerca de las cualidades de ese buen salvaje.

Alonso Berardi continuó hablando, y comenzó remontándose a días atrás, a cuando se encontraba en Las Horcadas —los astilleros de reparación y carenado de San Juan de Aznalfarache— dragando unos bancos de arena con su brigada. Inesperadamente recibió la visita de un mensajero proveniente de Sevilla. Le comunicaba que su hijo Eugenio estaba herido y que se temía por su vida. Berardi sabía que corría un gran riesgo regresando a la ciudad sin ninguna cautela previa, pero debía hacerlo dadas las circunstancias. A su hijo le habían asestado una cuchillada durante una reyerta entre manteístas y colegiales. Le encontró en su casa con una herida muy fea en un costado, perdiendo abundante sangre. Le atendían un par de amigos manteístas y una vieja criada; manos inexpertas todas para algo tan serio. Fue por ello por lo que acudió a los servicios de un hermano de la logia, a los del cirujano Sebastián Tovar, del hospital de San Gregorio de los Ingleses.

Cuando mencionó dicho nombre, Berardi se interrumpió, dada la reacción de quienes le escuchaban. Había sacado del anonimato a una de las desdichadas víctimas de la universidad, cosa que produjo cierta zozobra en Jovellanos, Twiss y Bruna.

—¿Sabe usted que ese cirujano está muerto? —preguntó Jovellanos.

—¿Tovar muerto?

Berardi se removió en su silla, en tanto que Twiss remachaba la cuestión.

—Es uno de los varios hombres que sucumbieron anoche en la universidad...

—Dios bendito... —Berardi inclinó la cabeza lleno de desaliento—. Eso encaja con lo que tengo que contarles. Hubiese preferido que no fuese así con tal de que Sebastián aún viviese.

—Como le sugerí en el cortijo, podía haber alguien
raro
dentro de su logia —comentó Twiss con tono de conmiseración.

Berardi asintió en silencio, dolorido. Bruna se despegó de la ventana y se le acercó.

—¿Por qué nos ha dado nombre y apellido de ese cirujano? ¿Es que va divulgando por todas partes quiénes son los miembros de su logia? Hasta donde yo sé, al día de hoy la francmasonería es ilegal en España...

Jovellanos y Twiss intercambiaron sendas miradas de inteligencia. La pregunta de Bruna era muy pertinente.

—Entiendo sus suspicacias —arguyó Berardi—. Si lo he hecho, es porque en este momento algo así resulta irrelevante. ¿Es que cree que como están hoy las cosas en Sevilla a los masones nos importan mucho nuestros
secretos?
Quien no haya sido ya apresado por el inquisidor Ruiz posiblemente habrá muerto o huido. Más nos vale, pues, que la justicia civil, por muy hostil que sea a la francmasonería, nos proteja como ciudadanos aun a riesgo de desvelar nuestra actividad. No obstante, si hablaba en concreto de Sebastián Tovar, se debía a que de ese modo apoyaría mis palabras con más convicción. Por desgracia, ahora se darán cuenta de que no iba muy desencaminado.

Hogg confirmó la sinceridad de aquellas palabras con un movimiento de cabeza. Berardi se dispuso a proseguir su relato. Mientras lo hacía, Jovellanos se acercó al rincón de Mariana y asió una de sus manos, y la apretó con una ternura exquisita.

Berardi contó cómo el cirujano Tovar había operado la herida de su hijo Eugenio. Diestramente le dejó cosida la cuchillada con hilo de seda. El estudiante había perdido mucha sangre, pero era joven y fuerte, de forma que con reposo llegaría a reponerse pronto. Sin embargo, dos días después, en la noche de Jueves Santo, estallaba el motín que se apoderaría de la ciudad. Por algún medio que Berardi sospechaba, Gregorio Ruiz había aprovechado el desorden general para dar con alguno de sus hermanos. Sin duda que le había arrancado con tormento la identidad de miembros de la logia, en especial de la de su maestre. De modo que de madrugada había mandado un nutrido grupo de familiares para prenderle. Por suerte, los amigos manteístas tenían el sueño muy ligero, y dieron la alarma cuando la gente del castillo rodeaba la casa.

—¿De madrugada? —le interrumpió Twiss, pensando en Silva, y en que posiblemente ese asesino hubiese tenido tiempo más que suficiente durante la noche para llevar su mal desde la iglesia de la Anunciación a otro lugar—. ¿Mandaba a esa gente Ruiz o lo hacía algún otro en especial?

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