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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (61 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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La pareja se introdujo en el claustro y se dirigió a través del ala meridional hacia los muros que daban al callejón. Alcanzaron con gran sigilo una de las dos puertas que habían visto desde el tejado. Nadie ni nada había allí. Fueron hacia la otra, que estaba al fondo de un corredor lóbrego al que iban a parar puertas interiores y una ancha escalera que subía de la cocina. Parecía que de esta surgía una débil luz. Se acercaron pegados a ambas paredes, aguantando la respiración y con los músculos tensos. Se observaron uno a otro. El sudor caía por sus sienes.

Tampoco había nada ni nadie en el pequeño vestíbulo que rodeaba aquella angosta puerta. Sus ojos parpadearon de desconcierto. No era concebible que la banda hubiese aprovechado la lucha en la calle Laraña para cargar el oro y escapar, aunque fuese en mulas o en un carro de cuya existencia ellos no supiesen.

Twiss llamó la atención de Jovellanos con un gesto. Señaló hacia el hueco de la cocina de donde se desprendía la tenue claridad que alumbraba aquel fondo del corredor. Jovellanos apretó aún más su espadín antes de mirar. Lo que descubrió no era nada agradable de contemplar. El cuerpo de un individuo vestido de nazareno yacía al fondo de la escalera. Unos candiles de la cocina iluminaban el cadáver, que estaba con las piernas sobre los escalones y con la cabeza, sin capirote, hundida en un espeso y enorme charco de sangre, extendido hasta por debajo de unas mesas. Ambos descendieron con gran precaución. Después de comprobar que no había nadie más en la cocina, se agacharon a inspeccionar el cuerpo.

—Vea qué manos: grandes y callosas como las de un estibador —comentó Twiss, y acto seguido recogió una de las mangas de su túnica—. Aquí están los tatuajes de motivos marineros...

Jovellanos no dijo nada. Había apartado la vista del tajo que seccionaba el cuello de aquel hombre por la mitad. Era la marca inconfundible del
interfector,
la propia de siempre cuando había querido matar a alguien sin contemplaciones y sin ritual simbólico.

—¿Por qué esto, Gaspar? ¿Por qué Thiulen habría de querer desprenderse de sus cómplices si todavía no ha sacado el oro?

—¿Está seguro de que no? ¿Usted ha visto las tejas por alguna parte?

Twiss dudó confuso y nervioso. Dio un rodeo con su pensamiento.

—Aunque le haya parecido una eternidad —dijo—, desde que empezó la lucha en la calle hasta que hemos llegado aquí apenas han pasado diez minutos. A menos que la cantidad de oro sea menor de la que suponemos, no ha habido tiempo material de cargar las alforjas de
cuatro mulas,
matar a este tipo y largarse. ¿Sabe lo que pesa el oro?

Jovellanos se levantó y se quedó fijo en la oscuridad del corredor, como si esperase que de un momento a otro fuese a aparecer por allí Thiulen con su daga.

—Cabe también la posibilidad de que hayan salido por otra puerta, Richard. Conocemos de sobra el ingenio y la temeridad de Thiulen.

Podía tener preparado otro medio de transporte, de modo que Sabas y sus bestias tan solo fuesen el último cebo que nos ofrecía. ¿Por qué no pensar que ha salido por la puerta principal, por el portón de la iglesia, de cara a todo el mundo de la procesión? Recuerde cómo entró en la Fábrica de Tabacos con el cadáver de Mateo Berrocal. Vestidos de nazarenos, a nadie extrañaría su quehacer. Serían unos hermanos más que algo estarían haciendo por el bien de la Iglesia.

—Estamos empezando a divagar. —Twiss también se incorporó—, ¿Por qué no comprobamos todo personalmente?

Jovellanos asintió con severidad.

Volvieron al claustro y avanzaron por la galería refugiándose de trecho en trecho detrás de las columnas. Al poco advirtieron por delante unos bultos en el suelo, a unos pasos de una puerta que conducía al ala oeste del edificio. La tenue luz de la noche los iluminaba, de forma que al acercarse a ellos sus temores se vieron confirmados de inmediato: eran otros dos
nazarenos
que andaban sin capirotes antes de ser degollados. Dieron la vuelta a sus ensangrentadas cabezas. A pesar de que se imaginaban quiénes pudieran ser aquellos hombres, la visión de sus rostros horriblemente desfigurados por la mortal sorpresa y el más atroz de los pánicos les arrancó unos breves lamentos. Uno era el médico Jacinto Horcajo, de San Gregorio; el otro, que tenía una verruga en el mentón, el cirujano de dicho hospital.

—Esto confirma que vamos por buen camino, Gaspar —susurró el inglés.

—Vamos por mal camino, Richard... Porque esto quiere decir que esta noche en la Universidad de Sevilla ha pasado algo espantoso. ¿Qué podemos encontrar más adelante? Muerte y más muerte. Esta institución quedará marcada para siempre. —Jovellanos se santiguó—. Cielo santo, ¿qué necesidad había de hacer esto?

—Es lo que me pregunto yo. Parece que Thiulen ha matado a todos sus cómplices, ¿pero por qué? ¿Qué sentido lógico tiene?

—Usted siempre tan sensible...

—Dejemos las lamentaciones para más tarde. —Twiss señaló con una pistola a los dos cuerpos y el camino del claustro por donde ellos habían llegado desde la escalera de la cocina—. Vea. Hemos seguido el camino natural desde la calle de la Sopa hacia la iglesia, como esos desdichados. ¿No le parece que Thiulen les fue matando nada más entrar la banda en el edificio? Primero al estibador, que seguramente cayó escaleras abajo de la cocina, luego a estos, y quién sabe a cuántos más por delante...

Jovellanos le interrumpió azarado, sabiendo que el inglés podía llevar razón en el fondo.

—Pe..., pero ¿qué dice? En ese caso, él solo tendría que haberse ocupado del oro. Y si lo podía hacer con sus únicas manos, ¿por qué habría de reclutar a esos infelices?

—Señor Jovellanos, si usted mismo lo ha dicho antes. Para que este lugar quedase maldito por tanta sangre. Quién sabe si Thiulen no ha pensado que, puesto que la universidad y la Anunciación ya no pertenecen a la Compañía, ha preferido que caiga sobre ambas una mancha horrorosa. Por otro lado, estoy de acuerdo con sus palabras. Thiulen solo se debe haber deshecho del oro. Ha contado con tiempo más que suficiente nada más asesinar a sus compañeros. Todo parece confirmar nuestra primera suposición: ha tenido que sacar el tesoro por la puerta más cercana, por la puerta principal. Ese monstruo no podía hacerlo de otra forma.

Jovellanos dio unos pasos titubeantes de aquí para allá y a continuación se aproximó a los cuerpos.

—No vaya tan rápido. ¿Qué piensa de esto? ¿Cómo es posible degollar a un hombre sin que el que camina a su lado se aperciba de ello?

Aquella pregunta se quedó sin contestar hasta que se tropezaron con el siguiente cadáver.

Era el del actor Antonio Barral, que yacía en el medio de una bien iluminada sacristía. Jovellanos y Twiss quisieron creer que era una ironía del destino el que aquel maestro del vestuario teatral hubiese ido a fenecer en el sitio donde los sacerdotes se cambiaban de ropas para oficiar misa. Además pensaron que la estancia estaba desordenada, como si Barral hubiese ofrecido resistencia.

Mientras que Jovellanos se ponía a indagar sobre aquellas circunstancias, Twiss comprobó que una de las puertas conducía a un lateral del presbiterio. Sin más precauciones se atrevió a salir al centro de este, delante mismo del altar. Al fin y al cabo —pensó—, ya no habría nadie vivo allí más que ellos. Desde su posición escudriñó en lo que pudo la nave en cruz latina del templo, elegante como todos los de la Compañía. Se fijó en el retablo mayor a sus espaldas, iluminado por centenares de velas. Luego en las columnas dóricas que, mediante un majestuoso arco, enmarcaban el presbiterio, a los pies y a ambos lados del cual se alzaban dos esculturas que representaban a san Ignacio de Loyola y a san Francisco de Borja. Observó la barroca yesería de los adornos del cimborrio central, por cuyas ventanas penetraba la floja luz lunar. Y vislumbró los sepulcros que se alineaban en los brazos del crucero, entre espesas tinieblas. Pero no se acercó a ellos, sino que, bajando por las gradas del presbiterio, fue hacia el portón de la calle. Comprobó que su cerrojo estaba echado. Un escalofrío le recorrió el espinazo. Thiulen no podía haber sacado el oro por allí.

Regresó con paso ligero a la sacristía.

Twiss entró dispuesto a comunicar la extraordinaria novedad a Jovellanos, pero la actitud de este le enmudeció. Estaba de pie al lado del charco de sangre que rodeaba el cadáver de Barral, reflexivo, con algo pequeño en la palma de una mano. También Twiss centró su mirada en ese objeto. Era un dardo de cerbatana, similar al que habían encontrado en el pozo del corral del Agua, aunque el presente tenía su punta manchada de rojo sangre. Jovellanos alzó la mirada hacia él y se explicó.

—Lo he encontrado por ahí. —Señaló el rincón que formaban una cómoda y una pared—. Señor Twiss, esta es la punzada que precede a la daga de Thiulen. Con dardos como este, que no contienen
anima pinguis
, sino otra sustancia, debe de medio paralizar a sus víctimas antes de cortarles el pescuezo. Fíjese debajo de la oreja de Barral, en el picotazo que le ha producido. De este modo Thiulen cuenta con tiempo y comodidad para degollar a uno y luego a otro. Seguramente que mientras que Thiulen se
entretenía
por detrás con Horcajo y el cirujano, aquí había dejado a Barral inoculado con la sustancia paralizante, cuyo efecto no debe de ser fulgurante, sino que tal vez pueda permitir a la víctima debatirse por unos momentos. De ahí todo este desorden, que con probabilidad produjo Barral dando patadas desde el suelo.

Twiss sacó un pañuelo y se acercó a Jovellanos dispuesto a envolver aquella diminuta flecha para Morico. No habló hasta que no la tuvo entre sus dedos.

—Es como una espina, un aguijón. Quién sabe si Barral no pensó lo mismo y se deshizo del dardo de un manotazo en un acto reflejo. Después, cuando regresó Thiulen para concluir su tarea, no lo pudo encontrar.

—En efecto. No le gusta dejar pistas innecesarias, aunque tampoco tenía mucho tiempo para andar buscando por los suelos. —Jovellanos rodeó el cadáver y se acercó a la puerta que conducía al presbiterio—. ¿Qué ha encontrado por ahí? Según nos contó Varela, contando a Thiulen fueron cinco los sujetos que penetraron en el edificio, más uno que desde dentro les flanqueó la puerta. Es decir, por ahí delante habrá otro cadáver.

—O por detrás, o por fuera, o por ninguna parte...

Jovellanos se sorprendió de la actitud un tanto histérica de Twiss, como si la avalancha de acontecimientos hubiese desbordado su capacidad de aguante racional.

—Explíquese.

Twiss hizo algo más, le condujo prontamente hacia el portón del crucero. Ya frente al mismo, le hizo ver que su cerrojo estaba echado, así como dos grandes pasadores de hierro que iban de hoja a hoja de la puerta. ¡Y todo ello por dentro!

A partir de ahí se produjo una agria y confusa polémica entre ambos hombres. Si una vez cargado el oro en el transporte el cómplice interior de Thiulen había cerrado la iglesia por dentro, eso quería decir que aún estaba en el edificio. Cosa harto improbable, ya que el jesuita no le iba a dejar vivo entre tanto muerto. Por contra, si en realidad lo había matado como a los otros, dejando su cuerpo por algún lugar que ellos no habían descubierto, no podía ser que Thiulen hubiese sacado el oro por la puerta. Puesto que tampoco lo había hecho por la de la calle de la Sopa, ni por otra que daba a la calle Laraña, donde se había producido la lucha con la gente de Silva, ni por otra que se abría en plena plaza de la Encarnación, abarrotada de fieles, ¿dónde estaba en ese momento el oro?

—Le repito que puede que no exista —insistió Jovellanos, de forma que sus palabras resonaban en la inmensa oquedad de la nave—. Lo del oro ha sido una mera añagaza para conducir aquí a sus desdichados cómplices y a la vez víctimas. A Thiulen lo que le interesaba era una escena enrojecida de sangre, y no brillante de oro.

—¿Pero qué dice, Jovellanos? Me niego a pensar que alguien, por mucha perversidad que le domine, sea capaz de llevar a cabo una comedia tal. ¿Se imagina que en ese caso tendría que haber comenzado por engañar a Sentina hace años? Ni al más loco de los hombres se le ocurriría...

Twiss apuntaba con una vela como si fuese una de sus pistolas, en tanto que con la suya Jovellanos parecía manejar el espadín.

—Precisamente, Twiss. Es el propio Thiulen el que anda engañado, el que vive engañado desde hace décadas tal vez, desde cuando el Reino de las Siete Misiones se derrumbó. Alguna condenada pócima de las que probó en la selva le debe de haber sorbido el seso. Y ahora él nos lo está haciendo a nosotros.

Se sucedieron unos segundos de silencio e inquietud. Aun tan agitados como estaban, se dieron cuenta de que no podían seguir al lado de ese portón perdiendo el tiempo. Twiss cambió su voz a un tono más contemporizador.

—¿Qué le parece si buscamos ese hipotético escondite del oro, Gaspar? Si no lo encontramos, le daré la razón.

Jovellanos negó con la cabeza y esgrimió una sonrisa. Ese inglés siempre con sus sutiles falacias.

—Está bien. Pero deprisa. La procesión estará a punto de regresar.

No necesitaron ir muy lejos. Al comienzo de uno de los brazos del crucero, las velas iluminaron una túnica echada en el piso, horriblemente ensangrentada, pero sin nadie dentro.

—Podría ser la túnica del propio Thiulen, que se ha deshecho de ella —comentó Twiss.

—Sospecho que nos dejó marcado el camino —murmuró Jovellanos fijo en la oscuridad densa frente a ellos.

Siguieron avanzando. A un lado y a otro se alzaban retablos y pinturas; sepulcros ricamente labrados, con estatuas yacentes de sus moradores, tan vívidamente esculpidas en mármol que parecían verles pasar. Pertenecían a la familia de los Per Afanes de Ribera, echados para la eternidad sobre figurados paños y almohadas de piedra. Destacaba entre todos el de don Pedro Enríquez, Adelantado Mayor de Andalucía, con columnas y un frontón de mármol al estilo griego que enmarcaban arcos genoveses del Renacimiento. Todo ello ornamentando el pedestal de la urna, a cuyos pies lloraban dos geniecillos en actitud de apagar las antorchas de la vida. Aquellos admirables trabajos al cincel, que daban la sensación de adquirir movimiento en sus relieves al incidir la luz cambiante sobre ellos, abrumaron la vista de ambos de tal manera que no se apercibieron del estado en que se encontraba el último de los sepulcros hasta que no llegaron a él. Primero leyeron su inscripción latina, donde se decía que aquella morada pertenecía a los restos de don Lorenzo Suárez de Figueroa, Gran Maestre de Santiago. Jovellanos explicó a Twiss que, por lo que él conocía, aquel sepulcro era un cenotafio, es decir, sin restos algunos en su seno. Después se dieron cuenta de que la lápida con la estatua estaba ligeramente corrida de su marco original.

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