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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (60 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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—Bien, amo...

El muchacho los condujo por las callejuelas con una seguridad asombrosa. Pronto distinguieron a Sabas iluminado por la luna en el callejón donde Fermín le había dejado. Permanecía igual: de rodillas y con las piernas separadas en uve, con los brazos abiertos y atados a la reja de la ventana. A Twiss le recordó con sus cabellos sueltos, con su cara ensangrentada, a uno de los cristos crucificados que tanto había contemplado en la ciudad; pero no quiso decir nada al respecto para no molestar a Jovellanos. Cuando alcanzaron a Sabas la estupefacción se apoderó de todos. En verdad que presentaba la herida que Fermín le había producido en la frente, pero también muchas otras por la cara, cuello y brazos. Y además tenía clavado en el corazón su propio estilete.

—¡Yo no he sido, amo, yo no he sido...! —exclamó Fermín todo descompuesto—. ¡Cuando le dejé estaba vivo!

Fue a refugiarse llorando entre los dos gemelos. Twiss se entretuvo en observar las heridas del cadáver.

—Juraría que a este joven le han sacado una confesión de la peor manera —comentó—. También juraría que ha sido Silva, o algunos de sus esbirros, quien le ha asesinado. Caballeros, ¿se dan cuenta de que en realidad estamos en un callejón sin salida?

—¿Cómo no, Richard? ¡Señor, Señor...! —se lamentó Jovellanos sin atender a la ironía de Twiss, al tiempo que se quitaba su tricornio a la chamberí y golpeaba repetidas veces con él lleno de rabia la pared de la casa—. No sabemos nada, aquí, en medio de esta condenada noche. Y, lo que es peor, la gente de Ruiz sí sabe dónde se encuentra ahora Thiulen.

Todos observaron en silencio y abatidos la desolación en la que había caído aquel hombre. Apoyado en la pared, de cara a ella para que nadie viese su expresión. Pero de imprevisto se oyó relinchar a una mula. Algunos volvieron sus miradas a una bifurcación de la calleja, allí estaban las cuatro bestias de Sabas, una detrás de otra donde se habían parado solas.

—Señor alcalde, fíjese en las mulas —dijo uno de los gemelos—. Caballeros, vean que están en fila, como las dejó Sabas, según el muchacho. ¿Por qué en esa dirección y no en otra? ¿Por qué no en ese otro callejón del suroeste o en aquel de más allá del oeste?

Su hermano intervino.

—Ya sabe que somos hijos de labrador, señor alcalde. Conocemos los hábitos de los animales. Las mulas siguen solas el camino que les marcan, pero llega un momento en que se paran en cuanto dejan de sentir por unos segundos los pasos o la vara de su amo. Sabas conducía a esas bestias hacia el sur, caballeros.

Jovellanos, y con él Twiss, los otros dos soldados y Fermín, se quedó como extasiado fijo en los dos brazos que habían alargado los gemelos como un solo hombre. Se puso el sombrero y se restregó la cara con las manos.

—El Cielo no nos ha abandonado... —dijo con voz renacida—. ¡Al sur, hay que ir hacia el sur...!

—¿Y qué hay al sur? —preguntó Twiss haciéndose el despistado.

De nuevo se pusieron a correr. Uno de los soldados se quedó rezagado con Fermín, con la orden de llevar al muchacho a la Audiencia. Ya había pasado por demasiados riesgos aquella noche. Todos los demás hombres siguieron rumbo a la universidad, o antigua casa profesa de los jesuitas.

Cuando se acercaban a ella se fueron desviando hacia el oeste a fin de evitar toparse con la procesión que se desarrollaba por la zona de la plaza de la Encarnación y las calles Regina e Imagen.

Se trataba del paso del Cristo de la Buena Muerte, que salía de la iglesia de la Anunciación, aneja a la universidad. Aquel año tenía una significación especial, por cuanto que era el del regreso de los colegiales al poder. En las últimas semanas dominicos y agustinos se habían empeñado con ahínco en devolver el fervor religioso a la institución, lo que había ocasionado no pocos conflictos con los manteístas, de modo que aprovecharon la salida de su patrón en Jueves Santo para concitar nuevas y piadosas adhesiones, voluntarias o por la fuerza. Todo el alumnado pertenecía, por el mero hecho de serlo, a la Pontificia Archicofradía Patriarcal e Ilustre Hermandad de Nazarenos del Santísimo Cristo de la Buena Muerte y Nuestra Señora de las Angustias, llamada vulgarmente «Los Estudiantes». Por lo tanto, todo el mundo estaba obligado a asistir a la procesión, y para asegurarse de ello los colegiales habían procurado que nadie quedase en el edificio, ni siquiera los enfermos. Asimismo, para que nadie tuviese la tentación de dejar desfallecer su fe y regresar a media procesión, se había cerrado el edificio a cal y canto desde el exterior. El paso discurría, pues, con gran tensión, ya fuese por el entusiasmo fanático de los victoriosos colegiales, ya fuese por el afán de los manteístas en demostrar que no eran menos devotos.

Cuando el grupo llegó a la calle Laraña vio a su izquierda la constelación de velas de Los Estudiantes, que desfilaba dando la vuelta a la gran plaza del mercado. En cambio, apenas había nadie por aquella parte del edificio. Nada extraño parecía ocurrir en la universidad. Sin embargo, pronto advirtieron movimientos sospechosos entre las sombras de la oscura boca de la calle de la Sopa, posterior al edificio. Parecía haber cinco o seis individuos allí. Se oyeron los ruidos de las armas desenvainándose, y acto seguido los aceros brillaron pálidamente.

Cara a cara ya ambos grupos, podían haber iniciado la lucha de no ser porque reconocieron lo que les distinguía de cualquier facineroso de la calle: sus sables militares. Aquellos soldados pertenecían al grupo del sargento Bustamante. Pero este no estaba con ellos. Un tal Varela explicó a Jovellanos y los demás por qué se hallaban allí emboscados en lugar de vigilar desde los tejados. Mientras que Varela relataba lo sucedido sus compañeros se desplegaron varios pasos alrededor con los ojos bien abiertos hacia las calles circundantes.

Resultaba que, estando en los tejados, hacía casi una hora y media que habían visto aparecer por la estrecha calle de la Sopa a cinco individuos con túnicas de nazarenos. Estos se acercaron sigilosamente a una de las pequeñas puertas del callejón, dieron en ellas unos golpes y al poco alguien desde el interior les abrió. Entraron todos y la puerta se volvió a cerrar. Testigos de ese hecho, Bustamante y los suyos comenzaron a cavilar. Al principio supusieron que aquellos penitentes pudieran ser estudiantes poco contentos con la procesión y que regresaban a sus cuartos. Sin embargo, había muchas posibilidades de que fuesen aquellos que esperaban, de modo que había que mantener a todos los hombres alerta y concentrarlos en aquella parte del edificio. Con esta idea, el viejo soldado había decidido ir a buscar al resto de sus hombres que vigilaban en los tejados de la calle Laraña. Pero ni él ni ellos habían dado señales de vida desde entonces.

—Eso ha sido una estupidez de su parte —sentenció Jovellanos—. ¿Por qué Bustamante no fue acompañado de alguien más? ¿Por qué no envió a alguien joven?

—Tiene razón, señor alcalde —repuso Varela—. Pero ya sabe cómo es el sargento. Se cree un recluta, aún vigoroso. Ya aparecerá con los otros. Tal vez la procesión los esté reteniendo. Aunque esto no me gusta nada. Hace cosa de quince minutos otros tres sujetos anduvieron rondando por las fachadas del edificio, y esos no eran penitentes precisamente. Luego se largaron corriendo. Nosotros decidimos actuar y bajamos del tejado para bloquear la salida de este callejón. Estamos convencidos de que Thiulen y su banda se encuentran dentro, y puede que estén esperando la llegada de un carro para sacar el oro.

—Ese transporte se va a demorar algo... —comentó Twiss pensando en Sabas y sus mulas.

—Estamos a sus órdenes, señor alcalde —dijo Varela.

Jovellanos pensó durante unos segundos, mientras que hasta allí llegaban los sones de los tambores y las trompetas de la procesión.

—Han hecho bien en bajar —habló por fin—. Somos once, y este callejón se puede bloquear fácilmente, así que nos apostaremos cinco en cada entrada, unos por aquí y otros por la calle de la Compañía. El hombre restante deberá ir a los demás puntos y dar el aviso para que acuda a apoyarnos la mayor cantidad de gente posible.

Se volvieron para escoger al mejor corredor cuando algo comenzó a suceder en las penumbras de las calles circundantes. Algo parecido a un rumor de pies que se hendían en la tierra del suelo y de capas que tremolaban en el aire.

—¡Alerta! —se oyó gritar a uno de los soldados del círculo exterior—. ¡Gente armada se acerca!

De inmediato hubo un entrechocar de aceros. Todos acudieron allí donde se había iniciado la lucha, entre la universidad, la calle de la Sopa y la plaza de la Campana, que era una simple prolongación de la calle Laraña. Atacaban una docena de sicarios, en una variopinta mezcla de tipos del castillo de Triana y de la Cárcel Real. Dirigidos por los hábiles y valerosos Rubio, los soldados les hicieron frente con gran ventaja. Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que no dejaban de llegar uno tras otro más de aquellos gañanes. Entre ellos estaban el sujeto de la cicatriz de serpiente y Silva. Aunque este en tal ocasión procuraba no enfrascarse en los lances, quizá con el convencimiento de que el incesante aumento de sus hombres doblegaría la resistencia de los del Alcázar. Twiss sacó sus pistolas y se dispuso a reventar la cabeza embozada de aquel demonio. Pero Jovellanos se lo impidió en el último momento.

—¡Ni se le ocurra, Twiss! No necesitamos llamar más la atención sobre este punto. No sabemos cómo reaccionaría la muchedumbre de la procesión al oír el disparo, ni cómo los que están dentro del recinto.

—¡Nuestra posición aquí es insostenible, Jovellanos!

—Lo sé. No podremos resistir mucho tiempo. Hay que tomar una resolución. No podemos entrar, pero tampoco esos bellacos, y de esta forma cualquier vigilancia es inútil. Por otro lado, ¿por qué no sale Thiulen? Ya debería haberse dado cuenta de que las mulas de Sabas tardan más de lo razonable. Algo raro pasa dentro, y tenemos que entrar a averiguarlo.

—Ha tardado mucho en llegar a esa conclusión, Gaspar —Twiss se interrumpió para rechazar a un rufián de un culatazo—. ¿Se le ocurre algún modo de traspasar una de esas robustas puertas?

Jovellanos señaló hacia el cielo estrellado, hacia los tejados paralelos de la universidad y de las casas de enfrente, apenas separados por el tajo que formaba la calle de la Sopa. Twiss comprendió a qué se refería.

—¿Está seguro? —preguntó.

—No hay más remedio...

El éxito de su plan dependía de dos circunstancias: salir de aquel rincón donde estaban acorralados, y a la vez alejar a los facinerosos de la universidad. Por lo tanto, siguiendo breves y contundentes órdenes de Jovellanos, los soldados del Alcázar Real hubieron de realizar un esfuerzo supremo para rechazar a sus atacantes a lo largo de la calle Laraña hacia el comienzo de la plaza de la Campana.

—¡Huyan! —dijo Varela a Jovellanos y Twiss, con su capa hecha jirones de los tajos recibidos—. ¡Estos matasietes están aprendiendo a luchar en formación...!

—¡Resistan solo unos segundos! —ordenó Jovellanos a su espalda—. ¡Después repliéguense a callejones más seguros!

La pareja se alejó del metálico rechinar entre sables y espadines por una sombra que conducía a la calle de la Campana, paralela por el sur a la calle Laraña. A través de ella alcanzaron la manzana que se alzaba por detrás de la universidad. Allí había unas ruinas escalonadas, que habían sido el camino por el que Bustamante y sus hombres se habían encaramado a los tejados. Poco más tarde caminaban con tiento sobre las techumbres de las casas. Llegaron a una esquina, desde donde se divisaba a la luz de plata de la noche lo que ocurría en la calle Laraña. Casi treinta truhanes estaban a punto de envolver a los soldados. Sin embargo, de repente aparecieron seis o siete soldados provenientes de la plaza de la Encarnación y acudieron en ayuda de sus camaradas. Atacada por la retaguardia, la morralla de Silva comenzó a desorganizarse, cuando no a huir de manera atropellada.

—Esos deben de ser Bustamante y el resto de sus muchachos —comentó Twiss.

—Sabía yo que algo debía haberle entretenido... —añadió Jovellanos con una sonrisa de alivio.

Más tranquilos al ver que los soldados saldrían de aquel trance, se aproximaron al borde inclinado del alero. Por abajo corría la umbría calle de la Sopa, con dos pequeñas puertas de arco en la fachada de la universidad. Su nombre se debía a que antaño en ella los padres jesuitas repartían alimentos a los menesterosos que allí acudían. Era un lugar recogido, propicio para esconder la vergüenza de quien no está acostumbrado a pedir limosna. La distancia entre los aleros era más grande de lo que parecía desde el piso de la calle. Había que realizar un buen salto corriendo por el alero y cuesta abajo. Si se fallaba, al alba habría nuevos viajeros para el carro de la muerte de Chacho Pico y su sobrino Rodrigo.

Saltaron uno detrás de otro, mal que bien, de forma que tiraron algunas tejas al vacío. Ya en el tejado de la universidad, ganaron la vertiente opuesta hasta ir a dar a un gran patio de dos plantas, con galerías porticadas ambas. Un inquietante silencio y una sospechosa quietud lo dominaban. Solo se oía el rumor de una fuente en su centro, y solo se movían levemente por causa de una ligera brisa las hiedras que trepaban por varias pérgolas sujetas a las columnas de mármol blanco. Descendiendo por una de estas, alcanzaron el piso del patio. Twiss sacó sus pistolas, y animó a Jovellanos a que desenvainase su espadín.

—¿Cree que con esto podremos enfrentarnos a todos ellos...? —murmuró Jovellanos.

—No. Pero con un tiro sobre Thiulen nos bastará para dominarlos a todos.

—¿Y cómo le reconocerá?

—Él se identificará.

—No nos vale si le mata.

—Solo le heriré.

¿Por dónde buscar y a la vez evitar ser sorprendidos por la banda?, se preguntaron sin necesidad de hablar nada. La cuestión previa era determinar dónde podía haber estado el oro oculto. Era imposible que se hallase en la zona del edificio ocupada por las aulas, las oficinas y los dormitorios. Debía de encontrarse en algún sótano, o en algún espacio grande con los suficientes recovecos y escondrijos para que cientos de tejas de oro pasasen desapercibidos. El mejor sitio que se les ocurría era la anexa iglesia de la Anunciación. Sin embargo, con seguridad que el oro ya no estaba allí, sino que habían tenido tiempo suficiente para trasladarlo al lugar más cercano a donde se cargaría en las mulas, la calle de la Sopa.

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