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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (74 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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Jovellanos soltó a Morico y retrocedió perplejo hasta dar de espaldas con la reja del coro. Las palabras del médico venían a otorgar consistencia a un vago presentimiento que había tenido por un instante al observar a Su Eminencia cuando oficiaba misa. Le había parecido que Solís no era la misma persona que él conocía, o cuando menos que sus facciones no concordaban exactamente con lo que recordaba. De ello deducía ahora que no es que estuviese dormido con los ojos abiertos, o rejuvenecido, como había supuesto, sino que esa cara no era en realidad la suya. Y para corroborarlo todo bastaba hacer memoria de la confesión que Aurelio Maraver había hecho en los calabozos de la Audiencia acerca de que quien le había entregado los vaticinios había sido Federico Quesada, cuando tal cosa no podía ser. Y que estando a su lado frente a la caja de tipos había notado un extraño y desagradable olor. Posiblemente igual al que ahora él notaba que provenía del caucho pegado al rostro de Morico.

—Por supuesto que comprende, Morico —respondió Twiss sacando, esta vez sí, sus pistolas—. Su Eminencia es en realidad el
interfector.

—... Y, de alguna forma que desconozco, ese condenado ha conseguido dar al caucho consistencia y resistencia —siguió explicando Morico con gran excitación—. ¡En nombre de la ciencia, señor alcalde, debe capturarle vivo para que hable...!

Gutiérrez se adelantó, medio desenvainando su sable.

—Señor alcalde, ¿qué obscenidad es esta?

—Es algo irreverente... —dijo el sacristán santiguándose.

Los gemelos Rubio intervinieron también.

—¿Por qué el asesino habría de querer suplantar a Su Eminencia?

—Y si Su Eminencia no es él..., entonces, ¿dónde está Su Eminencia en realidad...?

Jovellanos se abrió paso entre el grupo que le rodeaba y echó a andar a grandes zancadas hacia el presbiterio de la capilla mayor.

—Dejemos las respuestas para cuando haya tiempo...

En eso que el canónigo Trigueros salió corriendo de la sacristía, levantando un murmullo de inquietud entre los fieles, que todavía no se habían movido de sus sitios. Cruzó la capilla sin siquiera arrodillarse y fue a encontrarse con el grupo que avanzaba ligero en sentido contrario.

—¡Corra, señor alcalde...! —exclamó Trigueros con la cara congestionada—. ¡Algo raro le pasa a Su Eminencia!

—¡Ya sé...! ¡No es él!

Jovellanos ensayó una carrera, que se vio refrenada al verse agarrado de un brazo por Trigueros.

—¿Q... que no es él...? —Los ojos del canónigo parecían salirse de sus órbitas—. ¡Por la Virgen Santísima, escúcheme, Jovellanos! Su Eminencia está como poseído. Presenta la voz y el cuerpo diferentes, pero
tiene
que ser él. Hace dos minutos nos ha mandado parar a todo su cortejo y..., y él solo ha emprendido el camino hacia la torre con la agilidad de un muchacho. ¡Ahora debe de estar subiéndola...!

Jovellanos y Twiss se miraron absolutamente confundidos, momento que aprovechó Morico para salir corriendo hacia la sacristía.

—¡Deprisa! —gritó—. ¡Pretende huir en su aparato volador!

El nutrido grupo, formado por las gentes del Alcázar y varios clérigos, subía por la rampa de la Giralda con todas sus energías. De trecho en trecho se oía en la cabecera una voz proveniente de abajo que sonaba: «¡Nadie!», lo que significaba que el cardenal o quien fuese no se encontraba en la estancia dejada atrás. Y así continuaban todos subiendo.

Al llegar al primer cuerpo de campanas, Jovellanos dio alcance a Morico, que ya iba sin resuello. Detrás de ellos salieron de la rampa Twiss y todos los demás, que se dispersaron para buscar a Su Eminencia. «¡Nadie, nadie, nadie...!», se oyó por doquier. Tampoco estaba allí. Continuaron la subida por una escalera central hacia el cuerpo de campanas superior. También estaba vacío de presencia humana alguna.

Jovellanos llegó a la azotea de las azucenas. Desde allí contempló el esbelto torreón o capulino con su campana solitaria llamada
Cristus Vincit.
Sí, ese era un lugar apropiado para que allí los condujese el
interfector
a fin de culminar su burla —pensó Jovellanos mientras lo observaba—. Pero no necesitó seguir subiendo más porque de soslayo descubrió la figura del cardenal en uno de los lados de la azotea. Caminaba despacio, sin báculo, aunque sin vacilar en sus pasos, tan erguido como un joven. Jovellanos sacó su espadín.

—¡Herradura, date preso! —gritó.

El prelado continuó avanzando como si no hubiese oído nada. Se acercó al alto antepecho de la azotea, adornado cada pocos pasos por jarrones ornamentados de azucenas; todo de piedra. A Jovellanos le pasó por la cabeza que acaso se le había ocurrido saltar desde allí al vacío. Se aproximó al anciano esgrimiendo el arma, pero este seguía dándole la espalda, ajeno a su presencia. El viento soplaba fuerte, arrastrando hacia el norte las nubes oscuras, tan bajas que parecían rasgarse con el pendón de la estatua de la Fe. La ciudad aparecía aplastada en torno a la catedral, rodeada por el río y la llanura infinita.

Mientras tanto, fue accediendo a la azotea el resto del grupo, compuesto por Twiss, Morico, Gutiérrez, los Rubio, Trigueros, cuatro soldados y varios clérigos. A la mayoría aquella escena les paralizó, porque su anormalidad era como un hechizo.

Entonces el cardenal echó mano a la base de uno de los jarrones y, de detrás, extrajo algo parecido a una cachiporra. De ese modo fue cuando se volvió hacia Jovellanos y alzó la cachiporra hacia él como para golpearle. Jovellanos se quedó sin aliento, fijo en la expresión de aquel hombre, cuya carne parecía natural, pero cuyos rasgos se notaban suavizados, estirados, rejuvenecidos, y cuyos ojos veían sin mirar. Twiss levantó una pistola y apuntó al de la cachiporra. Hubiese disparado de no ser porque Trigueros se lo impidió desviándole el brazo. A continuación el canónigo corrió hacia su cardenal, que permanecía quieto con el brazo en alto como una escultura. Se arrodilló a sus pies y le besó el anillo llorando.

—¡Eminencia, Eminencia...! ¡Soy yo..., su Cándido María...!

En ese momento el cardenal Solís gruñó y refunfuñó de forma acorde a su edad, la tensión desapareció de sus arrugas, haciéndoselas más profundas en un instante, sus ojos adquirieron viveza y su cuerpo volvió a doblarse como el anciano venerable que era. Soltó la cachiporra y, sin fuerzas, se dejó caer en los brazos de Trigueros, que fue auxiliado pronto por sus hermanos. Mientras todos ellos atendían a su superior sentándolo en el suelo y recostándolo en un antepecho de la azotea, Jovellanos se apoyó con las manos en el antepecho perpendicular a aquel. Estaba exangüe, pero no por el esfuerzo de subir la torre, sino por el que tenía que hacer para mantener los mojones de la realidad en su sitio. Sus hombres se le acercaron, aunque no se atrevieron a tocarle.

—Richard, ¿qué es lo que está pasando? Hemos estado a punto de... —se lamentó.

—No sé, amigo Gaspar... —Twiss quiso echar una mano a la espalda de Jovellanos, pero se contuvo y se la llevó a su propia frente—. Si hubiese disparado...
Oh, my God...!

Una vez que hubo atendido someramente el estado de salud de Su Eminencia, Domingo Morico corrió hacia Jovellanos. Se abrió paso a empellones entre los granaderos y los gemelos y, de inmediato, se puso a tirar de la casaca del Alcalde del Crimen con violencia, nervioso, sin poder enhebrar tres palabras seguidas.

—Señor alcalde... Esto es terrible... No, maravilloso... Espantoso..., espantoso... Somos muñecos en manos del Diablo... —Y se echó a llorar como un niño.

Dadas las circunstancias, Jovellanos comprendió que si no recomponía su integridad, y pronto, más le valía subir al antepecho y tirarse al vacío, como momentos antes había pensado que haría un pobre anciano que apenas podía caminar. Se volvió, pidió calma a todos, especialmente a Morico, y le exigió que si tenía algo interesante que decir lo dijera de una vez y de forma comprensible, y no alterando más los nervios de los presentes. Después de enjugarse el sudor y las lágrimas con su pañuelo, Morico se explicó.

Habló de un colega suyo austríaco llamado Franz Antón Mesmer al que se citaba mucho en las gacetas que venían de París. En la ciudad del Sena, el tal Mesmer causaba sensación entre la buena sociedad. Actuaba en los mejores palacios dentro de escenarios, como si fuese un mago oriental. Sostenía Mesmer que todos los animales poseían fluidos magnéticos, los cuales, convenientemente manipulados, podían curar las enfermedades. Mesmer primero había empezado curando a las personas por medio de imanes, para pasar más adelante a hacerlo con los influjos de sus propias manos y de objetos brillantes en movimientos repetitivos. Pero es que, además de curar enfermedades, se hacía con la voluntad de la gente mediante su mirada. La dormía, la poseía, le ordenaba hacer cosas que luego, una vez despierta, no recordaba haber hecho...

—¡El
interfector
debe de ser un discípulo de Mesmer! —aseveró Morico con las lágrimas a punto de rebrotar en sus ojillos.

—¿En qué se basa para asegurar eso? —preguntó Jovellanos con cólera teniendo presente el fiasco de la máscara. Intuía que Morico podía estar en lo cierto, aunque se negaba a admitir hasta el último instante tal abominación.

—¿Es que no ha notado usted nada raro en Su Eminencia? ¿Es que él no actuaba como si estuviese poseído? En algún momento alguien, el asesino, se ha apoderado de los flujos magnéticos del cardenal y le ha ordenado que a partir de una señal actuase de acuerdo a unas órdenes previamente impartidas por él, y que más tarde, al punto de otra señal, regresase a su estado mental normal. ¡Oh, por todos los santos! Ese demonio de
interfector
ha conseguido entrar en lo prohibido. Posee un inmenso poder, y todos, todos, estamos a su merced. Ni siquiera yo, en mis experimentos, me he atrevido a ir más allá de gallinas y conejos... ¡Y él lo ha hecho con un cardenal! ¡Por el amor de su madre, señor alcalde, necesito tener a ese hombre para interrogarle en nombre de la ciencia...!

Morico volvió a llorar, agarrado y recostado en el pecho de Jovellanos. Este trató de desprenderse de él. Gutiérrez y los demás soldados se separaron del hombrecillo, como si fuese un pequeño y chalado
interfector.

—¿Ha oído hablar de esto? —preguntó Jovellanos a Twiss.

—Algo, en Londres... Creo que una comisión real francesa ha tachado de falacia el arte de Mesmer.

—¿Falacia...? —farfulló Morico—. ¿Es que no hemos visto lo que es capaz de hacer ese monstruo genial?

Jovellanos llamó al canónigo Trigueros y a un par de padres. Les preguntó si en algún momento habían dejado solo al cardenal. Por supuesto que no, le respondieron, tal y como él mismo lo había ordenado.

—Bueno... Hubo unos minutos esta mañana, al levantarse Su Eminencia —se explicó Trigueros con gran embarazo—. En el escusado... ¡Un príncipe de la Iglesia también tiene derecho a un poco de intimidad, señor alcalde...!

Jovellanos pateó y palmeó el antepecho con furia y gritó fuerte para que toda Sevilla a sus pies supiese de su rabia.

—Cálmese —dijo Trigueros mordiéndose los dedos y mirando de reojo a Solís, sentado y atendido en el suelo, sin saber aún muy bien lo que le había pasado ni dónde estaba—. No vaya a alarmar a Su Eminencia más todavía...

—¿Por qué el asesino habría de querer montar toda esta mascarada? —preguntó Twiss a los presentes.

Gutiérrez se agachó y recogió del suelo la cachiporra. La observó. Estaba formada por un mango largo y una gruesa cabeza, ambos de cuero relleno de trapo.

—Tal vez esto responda a su pregunta, caballero —dijo Gutiérrez mostrando el artilugio—. Esta es la cachiporra que usa el tarasca de Corpus Christi.

A una nueva pregunta de Twiss, entre Gutiérrez y los Rubio le explicaron qué significaba el
tarasca.
Este era uno de los muchos personajes que formaban parte de la fiesta del Corpus Christi, vestidos de gigantes y cabezudos. El tarasca sin duda resultaba el más popular, sobre todo entre los niños. Era un cabezudo con dos caras, de joven y de viejo, que, armado de su cachiporra, salía por las calles persiguiendo a los rapaces para azotarles, o arrebataba los sombreros de los mayores de un golpe en la cabeza dado con la cachiporra.

—Entonces esto es...

Para sorpresa de todos, Jovellanos salió corriendo en dirección a la escalera, al tiempo que completaba la frase de Twiss.

—¡Eso es un mensaje del asesino...!

Después de unos minutos de alocada bajada por la torre, los hombres del Alcázar llegaron a los sótanos del templo junto a sacristanes y diáconos. Alumbrados con velas y candiles, todos se pusieron a buscar no sabían muy bien qué dentro de lo que eran los almacenes de la catedral. Estaban llenos de imágenes, facistoles, pinturas, pendones, candeleros, ciriales, incensarios, blandones... Pero sobre todo albergaban aquello que servía para que de la catedral saliese la procesión del Corpus Christi: carrozas desmontadas, castilletes de madera, estandartes, hidras de siete cabezas hechas de cartón y mimbre, gigantes derrumbados sobre sus cuerpos de tela y cañas, sonrientes, burlones, y docenas de enormes cabezas de cartón y trapo de los pícaros cabezudos.

Al cabo de un rato, el teniente Gutiérrez dio la alarma desde un rincón apelando al Espíritu Santo varias veces. Los demás acudieron prestos a su vera, y sus luces se unieron a la suya. Descubrieron el cuerpo de un clérigo sentado en el suelo, con la cabeza del tarasca sobre sus hombros. Se la retiraron sin la menor dificultad. El hombre apareció decapitado, con todos los signos del
anima pinguis.
Algunas velas y candiles temblaron de miedo, y la mayoría de los atónitos presentes se lamentaron y se santiguaron.

—Twiss, ¿no había revisado el sótano? —preguntó Jovellanos.

El inglés sabía que no tenía excusa posible, pero aun así trató de dar una explicación.

—Pues claro... Muy someramente... Supuse que en el caso de que el
interfector
se encontrase en esta cueva no podría salir, pues la puerta quedaba cerrada con llave. Ahora veo que ya ni siquiera necesitaba entrar. Vaya usted a saber desde cuándo...

Jovellanos no quiso insistir en sus reproches. No era la ocasión. Además, también a él deberían hacerle algunos por lo sucedido en la torre. Ordenó a Morico que buscase en el cadáver cualquier signo con el que poder identificarle.

—No es necesario, señor alcalde... —dijo uno de los diáconos—. Ese es el cuerpo del diácono Silvestre Bujalance, el tarasca desde hace varios años. Lo sé porque tiene un brazo más largo que el otro. Muchas veces bromeamos sobre ello. Le decíamos que de ese modo alcanzaba más con su cachiporra.

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