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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (37 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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—¡No piense! ¡Actúe como si le fuese la vida en ello...!

Al ir a replicar de nuevo Jovellanos, el ruido de una rama rota en la quietud de la noche llamó su atención.

—¿Eh? ¿Quién anda por ahí?

Un rumor de hojas corrió a pocos pasos de ellos. Jovellanos se acercó a los arbustos, pero ese rebullir de ramas se alejó raudo de él hasta perderse.

—¿Quién demonios...? —preguntó mirando a Twiss.

—Apostaría a que era Fermín, que nos espiaba. Ese rapaz debería estar durmiendo ya.

—Voy a tener que hablar seriamente con él.

—Déjelo. Estoy seguro de que lo que haya oído le ha gustado.

—¿Usted cree que...? ¿Él hacia doña Mariana...?

Twiss asintió en silencio. A continuación ambos se rieron.

Capítulo 15

En el Salón de Embajadores apenas había unas cincuenta personas que hubiesen respondido a la convocatoria de la tertulia. Los acontecimientos de las últimas semanas habían provocado que muchos se lo pensasen dos veces antes de acudir a la llamada de Francisco de Bruna. Ya fuese porque, por temor, pensasen que peligraba su posición en Sevilla; ya fuese porque, por conveniencia o convencimiento, se hubiesen pasado a la tertulia del conde del Águila.

—Más vale ser pocos pero buenos, caballeros —comentó Bruna a Meneses y Sagrario en uno de los gabinetes de la planta superior mientras revisaban el papeleo del día antes de bajar al salón.

—¿No sería mejor a estas alturas parlamentar con el conde? —preguntó Meneses con cierta aprensión desde el extremo opuesto de la mesa.

—¿Qué? —Bruna echó el humo de su puro por las fosas de la nariz, como un dragón enfurecido—. ¡Antes preferiría mandarle a mis padrinos, dijese lo que dijese Jovellanos!

—Es que el señor Meneses alberga cierta simpatía por el conde, cree que con una reverencia se avendría a ser comprensivo... —dijo Esteban del Sagrario con un tono irónico.

—¿Ah, sí? —Bruna se levantó bruscamente y cerró violentamente una de las carpetas sobre la mesa.

—Él es diferente a los demás... —pareció excusarse un nervioso Meneses—, A él no le pueden sus ínfulas de alcurnia como a los otros señores. Es un hombre ilustrado a su manera.

Bruna señaló a Meneses con un dedo que cabeceaba.

—Mire usted... El conde del Águila solo se guía por sus intereses, que pasan por destruirnos. No lo olvide nunca. Y no olvide nunca de qué lado se encuentra...

Meneses asintió con movimientos confusos, que parecían negar.

Entretanto, la carroza de Mariana de Guzmán paraba junto a los demás en el patio de Armas. Seguida de sus dos damas de compañía, la marquesa penetró en el palacio y, precedida por el chambelán, avanzó por sus corredores y salones con paso decidido. Al alcanzar la puerta del gran salón, el chambelán anunció su llegada con énfasis y especial pompa, golpeando el piso varias veces con su largo bastón, para que todo el mundo se enterase de su presencia. Todas las miradas se volvieron hacia ella, a veces acompañadas con una sonrisa de alivio. Si la joven de los Guzmanes no les había abandonado, es que imperaba la voluntad de luchar. Pensaban muchos que los inquisidores acababan de recibir lo suyo, y ahora era cuestión de trazar un plan para seguir plantándoles cara. Doña Mariana era una garantía de que se perseveraría.

Sus damas y el chambelán se retiraron. Mariana avanzó sola, camino de su habitual silla al lado de la presidencia. En esto que Jovellanos cruzó sobre las faldas de muaré de algunas señoras sentadas en sus cojines y se plantó ante ella. Saludó con una inclinación y le ofreció su mano. Un sordo rumor recorrió el salón. Por unos segundos Mariana pareció algo aturdida, pero a continuación sonrió también, respondió al saludo y aceptó la mano de Jovellanos. De esa forma, sintiendo ambos a través de sus dedos el temblor del otro, cruzaron el salón en medio de una mezcla de asombro y simpatía general. Mariana tomó asiento al lado de un petimetre, el cual, viendo la actitud decidida del Alcalde del Crimen y su mirada que le traspasaba, hubo de cederle su silla muy amablemente. Twiss, que estaba enfrente de pie con algunos papeles en las manos, se congratuló, y así se lo hizo ver a Jovellanos con un casi imperceptible movimiento de cabeza. Este sentía caer el sudor por sus sienes, de modo que no sabía si agradecer a su amigo esa idea o maldecirle por haberle hecho caso.

Cuando poco después Bruna, Meneses y Sagrario hicieron acto de presencia, se podía dar por comenzada la tertulia. En realidad aquella reunión no era una tertulia propiamente dicha, puesto que había sido convocada ante todo para informar de la situación que se vivía en Sevilla y de determinadas decisiones que había que tomar. Secundado a veces por breves comentarios de Meneses y Sagrario, Francisco de Bruna fue quien llevó la voz cantante. Para desaliento de muchos, comenzó diciendo que aún no había noticias de Sierra Morena. El correo que se había enviado semanas antes para poner al corriente al asistente Olavide de los acontecimientos ya debería haber regresado a la ciudad. Sin embargo, se ignoraba incluso si había logrado llegar a las Nuevas Poblaciones.

—No queremos pensar que haya sido interceptado en el camino... —apostilló Sagrario de forma enigmática.

—Además, hay que contemplar como muy remota la posibilidad de que a colonias tan apartadas lleguen por casualidad las noticias de Sevilla —subrayó Bruna.

Por otro lado, nada había mejorado, a pesar de que se creyese que los incidentes de Triana con el Santo Oficio les favorecían. Muy al contrario, aseveró Bruna, eran una mala señal, puesto que indicaban que gran parte de la población estaba dispuesta a levantarse contra la autoridad por cualquier futesa. Todo era cuestión de que suficientes motivos impulsasen a la gente a ello y que inductores interesados les animasen con sus soflamas.

—Esta noche nos ha llegado un mensaje de Granada —se explicó Pedro Meneses desde detrás de sus antiparras—. En él se nos advierte que está camino de Sevilla fray Diego José de Cádiz, que, indignado por lo que ha llegado a sus oídos, viene juramentado a expulsarnos de la ciudad como si fuese un juez bíblico.

Estas palabras levantaron numerosos comentarios y cuchicheos. Excepto Twiss, todos los demás sabían a quién se refería Meneses. Fray Diego José de Cádiz, llamado en realidad José Caamaño Texeiro, era un miembro de la orden capuchina con fama de místico y santo, de taumaturgo, que por donde predicaba desencadenaba un furor frenético entre quienes le escuchaban. Tenía dos ideas obsesivas. Una era la de
convertir
a los miembros de la familia real, contra quienes no cesaba de predicar recordando sus existencias
disolutas.
La otra obsesión consistía en cerrar todos los teatros que hubiese abiertos en el país, por lo que, naturalmente, había chocado más de una vez con Olavide, que procuraba mantenerlo alejado de
su
reino de Sevilla.

Bruna volvió a imponer su voz sobre el murmullo del salón para hablar de lo que él consideraba más importante: la seguridad de los allí presentes, y acaso de la de muchos más ausentes. Puesto que todo indicaba que la situación tendía a empeorar, él, como teniente de alcalde del Alcázar y con plenos poderes delegados por Olavide, ofrecía el palacio a todos aquellos que temiesen por sí mismos y sus familias. La ciudadela podía acogerlos a todos hasta que aquel embrollo maldito que había caído sobre Sevilla se resolviese. Advirtió también que procuraría imponer el orden público, pero que, dada la dispersión de muchos de los hogares a proteger en caso de desórdenes, corrían un riesgo muy alto aquellos que no siguiesen su ejemplo. Confesó que él y su familia se habían trasladado al Alcázar el día anterior, aconsejando que se le imitase.

En dicha mudanza le había acompañado Twiss, que de esta forma no se separaba de Hogg y su pierna entablillada. Esta decisión de Bruna había sido juiciosa, ya que el barrio señorial donde vivía, el de San Lorenzo, al igual que el de San Vicente, eran islas en medio de la ciudad rodeadas de barrios cuajados de ánimos hostiles. Y ello muy a su pesar, pues dejaba desamparadas a gran parte de las pinturas y antigüedades que atesoraba en su casa. Aunque en el fondo confiaba en que su rival, el conde del Águila, las respetase como buen amante del arte. Si es que el conde se imponía sobre los suyos...

A continuación se sucedieron una serie de deliberaciones y diversas propuestas, entre las que destacaba enviar un nuevo correo a las colonias de Sierra Morena, acompañado de escolta esta vez. Finalmente, cuando Bruna se disponía a dar por concluida la reunión, Twiss se adelantó hacia la presidencia y pidió pronunciar unas palabras de agradecimiento por la ayuda prestada en el rescate de Hogg. Así lo hizo, y además adornó sus muy sentidas gracias con una breve disertación sobre el libro
Los viajes de Gulliver,
del irlandés británico Jonathan Swift. Por aquel entonces dicha obra no había sido traducida del inglés, pero todos más o menos habían oído hablar de sus escabrosos temas. Muchos se congratularon, pues, de que un lector directo de tan polémico relato les comentase sobre él.

Después de un muy sucinto resumen de sus cuatro partes, Twiss se preguntó cuál era la causa de la infelicidad del protagonista, Lemuel Gulliver, el médico de un buque mercante.

—Damas y caballeros —se contestó retóricamente, repasando con rapidez los apuntes que sostenía—, no es otra que estar en situaciones que no se acomodan a su verdadera dimensión. Gulliver en Liliput es demasiado grande, en Brobdingag es demasiado pequeño, en la isla volante de Laputa es demasiado virtuoso entre sus sabios bobos, y en el país de los nobles y excelsos caballos Houyhnhnms aparece como demasiado bestial. Del mismo modo, Jonathan Swift escribió esta su genial novela, despiadada y terrible, porque su insatisfacción de hombre brillante en una sociedad mediocre le había conducido a la misantropía. Odiaba a los niños, despreciaba a los cultos y minusvaloraba a las mujeres. En efecto, esta es la peor de las condiciones humanas: no estar nunca satisfecho con el mundo que nos rodea. Y es de esa insatisfacción de donde surgen las ideas y las obras más encomiables, pero también sus mayores peligros. A partir de este ejemplo, ¿qué lección podemos sacar nosotros de esta nuestra situación? No es otra que el aprecio de la prudencia y de la humildad, cualidades máximas de la razón. A ninguno de los aquí presentes nos gusta el mundo oscuro que nos rodea, mas debemos combatirlo sin rebajarnos en los vicios que lo animan desde antiguo, so pena de que, cayendo en la misantropía, juzguemos a las gentes del otro lado de los muros de este palacio vil e injustamente. En nombre de Hogg les reitero las gracias, una persona que vivió al otro lado del muro, pero que es noble y sabia.

Al concluir Twiss su parlamento hubo entre los presentes varios segundos de silencio y parálisis, como si nadie supiese si tomarse sus palabras a halago o a reproche. Hasta que el médico Morico rompió entusiasmado a hacer palmas, pues creyéndose igual que su colega Gulliver, se veía náufrago en un país fabuloso poblado por seres incomprensibles o que no le comprendían. Los demás le imitaron a continuación, aunque no con su ardor. Cada cual quiso entender a su manera que el viajero inglés les decía que su ilustración no debería llevarles a considerar al vulgo como a un atajo de villanos, seres iletrados a los que había que conducir, si fuera en contra de su voluntad, por el sendero de las luces.

Por su parte, Jovellanos y Mariana, y solo ellos, comprendieron el verdadero sentido del ejemplo. Twiss les había dicho entre líneas que ambos eran seres distintos de cuantos les rodeaban, porque su amor les elevaba por encima del mundo vulgar haciéndoles más lúcidos. Pero que ese sublime estado corría un terrible riesgo. Y era que, permaneciendo frustrados, su singular situación les convirtiese en misántropos, en almas en pena y en demanda contra sus semejantes por el resto de sus días. Bastó que Jovellanos y Mariana se cruzasen sus miradas mientras Twiss terminaba de hablar para que así se lo confirmase uno a otro. Dadas las circunstancias debían ser prudentes, pero también humildes para aceptarse mutuamente sin reparos.

Levantada ya la tertulia, todo el mundo fue saliendo del Salón de Embajadores con ánimos renovados. Jovellanos hizo una reverencia con su sombrero para despedirse. Y en eso que Mariana le tendió su pálida mano en demanda de acompañamiento. Él no vaciló, de modo que, tal y como antes habían cruzado el salón, salieron del mismo, ante la admiración y entre el pábulo de la sociedad sevillana. Avanzaron juntos hacia la salida del palacio por pasajes que les parecían ahora más luminosos y bellos, escoltados u observados por damas y caballeros que correspondían a sus saludos. Ellos dos saludaban con insolencia, henchidos de felicidad.

—A pesar de su juventud, su amigo parece muy avezado en cuestiones espirituales...

Habló Mariana del amor con la virtud de la prudencia.

—Ha dicho lo que hasta ahora yo no he sabido expresar —contestó Jovellanos con humildad.

Ella sonrió y le apretó los dedos.

Tras unos pasos de grato silencio, Jovellanos retomó la palabra, a fin de que no desapareciese sin oírse el encanto de aquellos momentos.

—¿De veras cree que la bondad de sentimientos mal comprendidos puede conducir a ese estado del alma tan áspero del que hablaba Twiss?

—Ya lo creo, don Gaspar. Yo misma puedo atestiguarlo.

—¿U... usted...? —preguntó Jovellanos con aprensión, temiendo que la sinceridad fuese demasiado cruel.

—Sé de un hombre que es una bendición, que en su vida no ha hecho mal a nadie, sereno, generoso y culto, y que, sin embargo, está lleno de resentimiento hacia la humanidad.

—Debe ser digno de conocer su ermita. Porque sin duda que es un ermitaño... —comentó él más aliviado—. Ya sé que usted es una entusiasta de la naturaleza salvaje, pero no la veo subiendo un monte en pos de un huraño y santo varón...

Jovellanos procuraba que no llegase el momento de la despedida exprimiendo el tema; querría que aquellos pasillos fuesen eternos, para que no se presentase el instante de decidir qué hacer. Mariana se dio cuenta y tomó la responsabilidad de hacer que esos momentos maravillosos no muriesen allí.

—¿Le quiere conocer? —preguntó ella, y luego se detuvo y se le encaró.

—Doña Mariana, yo... —él se azaró.

—Bien. Venga conmigo...

Mariana le asió firmemente de la mano y le obligó a correr detrás de ella de sala en sala y de patio en patio. Parecían dos niños escapados del escenario de una travesura. Se cruzaron entre grupos de viejas matronas que al verles pasar así quedaban con los ojos desorbitados, dejando ellos a su vez un reguero de frufrú del vestido de ella y la risa de ambos. Sin acordarse siquiera de sus doncellas y sin preparativo alguno, una vez los dos solos en su carroza, Mariana ordenó a su cochero Guillén que se dirigiese a La Algaba con presteza. Jovellanos, divertido y sin salir de su asombro, se dejó llevar.

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