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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (17 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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A Twiss le vinieron las imágenes de dos cabezas cortadas. La respiración se le hizo más intensa.

—¿Podría conocerlos yo también? —se atrevió a sugerir.

Juana se calló y estuvo pensativa durante un buen rato. El único sonido que volaba por aquel rincón enrejado de sombras de la catedral era el vaivén de su abanico. Twiss aguardó inmóvil, como uno de esos santos en las paredes, esperando que se le abriesen las puertas del Cielo.

—Pudiera ser, señor inglés... —respondió Juana por fin—. Aunque antes tendría que hablar con un amigo de mi protector Vázquez para que dé su conformidad. No se fían de nadie. Pero a mí ya me conocen...

Twiss despejó la mantilla del rostro de Juana, agarró a la mujer por los hombros y besó intensamente sus labios. Al principio hubo resistencia por parte de ella, mas luego solo abandono. Después él retrocedió varios pasos sin perderle la cara y, con una sonrisa plena, ejecutó una exagerada reverencia con su tricornio.

—¡Canalla, condenado...! —exclamó Juana apagando su grito a la vez que apartaba de sí con el abanico a doña Irene, que acudía en su auxilio—. Me ha hecho cometer un pecado mortal en esta santa iglesia...

A continuación giró el abanico para tapar con él la sonrisa de sus labios carmesíes.

Mariana de Guzmán acababa de irse con sus dos damas por el lateral opuesto del coro en dirección a la sacristía. Jovellanos se alejaba ya de los asientos cuando se encontró con Twiss, que repetía su reverencia hacia Juana, que iba seguida de una doña Irene malhumorada. No tardaron ambas en perderse tragadas por los reflejos de luz y tinieblas de la nave central.

—Esa casquivana va detrás de usted a cualquier lugar...

Twiss se volvió, y en ese momento cambió su determinación a compartir la buena nueva que acababa de recibir. Tales palabras por parte de Jovellanos le hicieron pensar que quizá no sería buena idea hacérsela saber, teniendo en cuenta lo que opinaba sobre la persona que la había originado. Lo haría más adelante, en cuanto hubiese comprobado por sí mismo la veracidad de la pista.

—Sin embargo, ahí donde la ve tan voluble, es una persona muy desgraciada —replicó Twiss—. La suerte de su hija y la amenaza de su marido Silva le quitan el sueño. Juana es muy religiosa y sufre terriblemente por verse despreciada incluso por aquellos que comparten su fe. Usted, Jovellanos, no piensa que su oficio sea censurable como tantos otros, pero sí cree que es un pavo real que habla por los codos, y se equivoca. Doña Juana es más sensible de lo que se imagina, muy inteligente a su manera. Lo supe en cuanto crucé las primeras palabras con ella. Una mujer que es capaz de enfrentarse al mundo como lo hace ella es que tiene mucho que ofrecer, mucho cariño que dar.

Jovellanos se estremeció por Twiss y por sí mismo. Qué forma tan fácil tenía de comprender el espíritu femenino. Hacía sencillo y práctico algo que para él aparecía tortuoso e inasequible a la razón equilibrada. No hacía un minuto que había hablado con Mariana de Guzmán y ya tenía la sensación de que lo que le había contado minuciosamente lo había entendido ella de otra manera, con unos detalles y unas impresiones que no habían salido de su boca. A saber qué llegaría a entender Solís.

Al hilo de estos pensamientos, Jovellanos relató a Twiss cuanto había sucedido en su entrevista con Mariana, y le comunicó lo que debían hacer a continuación. Dijo que no había escatimado detalles respecto al asesinato del cura Andrés Palomino, porque ella así se lo había exigido. Los había oído sin descomponer su dejo aristocrático. Una vez concluida la relación de los macabros datos, le había pedido que transmitiese al cardenal dos ruegos. El primero consistía en que advirtiese enérgicamente a todas las parroquias y conventos de su arzobispado de que sus miembros debían extremar su cuidado, debían procurar no andar solos, aunque fuese por estancias conocidas, y menos de noche, y que cada cura o fraile debía avisar a su superior de si iba a hacer algo fuera de lo corriente, o si observaba algo inhabitual. El segundo ruego era que le permitiese a él acceder a cuantos lugares de la archidiócesis considerase conveniente para proseguir la investigación; siendo el primer sitio que quería ver la habitación que había ocupado el padre Mateo.

—Deduzco de ello que usted espera que haya más asesinatos...

—Lo que espero es que no haya más, Richard. Y acerca de ello, ¿sabe lo que me acaba de decir Mariana de Guzmán? —Jovellanos apartó a Twiss hasta donde momentos antes el inglés tenía acorralada a Juana—. Opina que el asesino, oiga bien,
el asesino,
porque cree que es una persona sola, ha roto la primera cadena del contrato que une la sociedad de los hombres, que no es otra que la del miedo a la sangre derramada. A la sangre derramada impunemente, ha recalcado. El asesino ha comprobado que es posible matar con asombrosa facilidad y sin atisbo de ser descubierto. Y no parará, porque la cadena no tiene modo de volver a engarzarse.

—¿Y por qué cree la dama que el asesino es una única persona?

—Ella lo achaca a su sensibilidad de mujer. —Jovellanos hizo unos ademanes y un gesto de extrañeza—. Dice que los asesinatos que nos ocupan son demasiado refinados para que los haya cometido más de un individuo. Ha puesto el ejemplo de la decapitación del cura Andrés. Si hubiesen sido dos los asesinos, le hubiesen cortado la cabeza en el muladar mismo, para así cubrir uno a otro las espaldas, y para así tener a buen seguro lo que parece ser la pieza más valiosa, uno se quedaba con la cabeza mientras que el otro subía el cuerpo a la torre. Además, aduce que la paja del muladar es un firme menos apropiado que la piedra del campanario para un corte tan limpio y preciso como el producido.

—Bien mirado, parece lo más sensato —reflexionó Twiss—. Puesto que el asesino no se conforma con un corte cualquiera, sino que parece que quiere uno perfecto, el campanario le venía mejor. Ahora, respecto al número, es cierto que más de dos sujetos serían una multitud suelta por la parroquia, con demasiadas posibilidades de que alguno hubiese sido descubierto. No obstante, nada impide que no fuese así...

—También se lo he dicho yo.

—¿Y qué ha argüido ella?

—Que si hubiesen sido dos no hubieran usado la soga para izar el cadáver. Pero el asesino, sabiendo que dejaría esas marcas en el cuerpo, ha querido dejar el mensaje de que está solo.

Twiss entornó los ojos y se mordió un dedo en actitud reflexiva. Nada de esas deducciones femeninas tenía coherencia racional, y, sin embargo, aparecía como lo más lógico.

Con estas y otras cavilaciones permanecieron en aquel rincón del coro por más de una hora; al cabo de la cual volvió a aparecer Mariana a través de la misma puerta por donde había desaparecido. Esta vez sin sus damas de compañía. Después de agacharse y santiguarse ante el altar, se aproximó a ellos.

—He dejado a Su Eminencia llorando —dijo nada más llegar, con vestigios en sus ojos de que también ella había llorado.

Adivinarlo produjo en Jovellanos una honda impresión, cercana a la misericordia. Aunque muy afectado por las malas nuevas —prosiguió Mariana—, el cardenal había recibido las nefastas noticias con entereza y dolor contenido. Veía bien que se advirtiese a todas las parroquias y congregaciones acerca del peligro que corrían, so pena de provocar alarma, sobre todo entre los feligreses. Asimismo, estaba conforme con que el magistrado tuviese acceso libre a todos aquellos recintos de la Iglesia, siempre que lo hiciese con suma discreción y sin interferir en otras investigaciones.

—¿Qué significa eso? —preguntó Jovellanos con cierta desazón.

—Pues que el Santo Oficio también quiere hacer sus pesquisas, está en su derecho.

—¿No habíamos acordado...?

—Y se mantiene ese acuerdo, caballero. Pero comprenda que bastante hace Su Eminencia con que la Inquisición no arrebate por completo el caso a la justicia civil. Las detenciones, si hubiese más, las hará usted. Aunque Gregorio Ruiz querrá hacer las suyas, se tendrá que conformar con meras indagaciones, que no serán muy profundas según su costumbre. Aparte de que no podrá interrogar con sus consabidos y horrendos métodos.

—No hay garantías sobre ello, señora.

Twiss dio una palmada en la espalda de Jovellanos con expresión risueña.

—Vamos, don Gaspar. Cuatro ojos ven mejor que dos, aunque unos lleven quevedos ahumados...

—En estos horribles sucesos nadie nos garantiza nada, señor alcalde —dijo Mariana, que dio media vuelta, se ajustó la mantilla y volvió la cabeza hacia los hombres—. ¿Me siguen, caballeros?

Esa era una nueva sorpresa. Porque ahora resultaba que Mariana estaba recomendada por el cardenal Solís para que siguiese las pesquisas más de cerca, como si fuese sus mismos ojos y sus propios oídos en los lugares de los crímenes. Jovellanos, que sentía por esa dama más que afecto, nunca iría a asegurarse para sus adentros que mentía respecto a la realidad de esa recomendación. Aunque, por otro lado, no le extrañaría que hubiese convencido al anciano para que ese proceder lo viese con agrado.

Siguieron a la dama hacia el costado norte de la catedral, rodearon unas capillas y fueron a dar a la nave lateral llamada del Evangelio. Antes de salir por su espléndida puerta cruzaron por delante de otra pequeña capilla, ricamente adornada y cubierta de infinidad de milagros de cera y de plata, en la que se venera al Santo Cristo de los Desamparados. Desembocaron en el luminoso y abierto patio de los Naranjos. Este patio en realidad era como una plaza bastante grande, con varias puertas, algunas de ellas con nombres tan sugerentes como la del Lagarto y la del Perdón. En su centro se alzaba una preciosa fuente de estilo visigótico, en medio de hileras de naranjos plantados con sentido, y a un lado se extendía un pequeño cementerio donde se daba sepultura a determinados pobres y a algunos ajusticiados. El perímetro del patio se conformaba por las fachadas de varios edificios o subdivisiones de la inmensa catedral: el sagrario, la biblioteca, tres capillas, la torre de la Giralda, las oficinas del juzgado eclesiástico y una galería con habitaciones para los clérigos y los sirvientes del templo.

Hacia esta galería iban los tres encaminados cuando vieron salir del juzgado a varios dominicos. Ambos grupos se detuvieron a observarse mutuamente en la distancia durante unos segundos. Entre los dominicos destacaba la figura longilínea de Gregorio Ruiz, con las pronunciadas bolsas de sus ojos metálicos. Jovellanos y Twiss se inquietaron por un instante y se cruzaron miradas de desconcierto, a través de ellas se preguntaban si no estaría allí ese personaje porque ya se hubiese enterado del asesinato del cura Andrés Palomino. En ese caso —pensó Jovellanos tan fuerte que de cerca podían oírse sus ideas—, algo fallaba entre su gente.

—Me apuesto un barril de jerez a que no lo sabe... —murmuró Twiss sin apenas abrir la boca.

Nadie podía aceptarle la apuesta, puesto que ambos grupos ya estaban uno frente a otro a escasos metros. El padre Gregorio Ruiz, imitado por los suyos, saludó cortésmente a doña Mariana, aunque no disimuló la escarcha de su lengua con los dos caballeros.

—Deduzco por tan alta compañía que le trae a este templo un asunto muy importante —dijo Ruiz, dirigiéndose a Jovellanos con suficiencia después de mirar a la marquesa.

—Siempre deduce bien, padre.

—También deduzco, por tan
singular
compañía —el dominico miró de soslayo a Twiss—, que van hacia el aposento del padre Mateo. Ahórrese esos pasos, señor alcalde. Hace días que estuvimos ahí y le puedo asegurar que no hay nada que le pueda servir. Nosotros también sabemos observar.

—Sería la primera vez que optan por el intelecto antes que por el esfuerzo físico —comentó Mariana, levantando una enervante risita en Twiss. El inquisidor agachó la cerviz y entrelazó los dedos con fuerza, con un débil temblor que le delataba.

—Señora... Su categoría me impide que le responda adecuadamente... —también sabía herir con sutileza—. Como sabe, Su Eminencia ha limitado nuestras competencias, puesto que cree que estamos ante un crimen de derecho común. Ignoramos
quién
le haya podido infundir tales pensamientos... Pero para nosotros no hay duda de que el asesinato del padre Mateo a manos de Federico Quesada es un ataque directo a la religión católica.

Jovellanos y Twiss volvieron a mirarse, esta vez con satisfacción. Definitivamente, Ruiz todavía no sabía nada de lo acontecido en Santa Catalina.

—Parece estar muy seguro de que Quesada sea el asesino —le dijo Jovellanos con ánimo renovado—. Podría ser otra persona cualquiera, incluso un hombre de Iglesia como usted, o como sus hermanos. Si se fija bien a alrededor no es fácil sacar de aquí un cuerpo muerto, a menos que se conozcan con detalle todos los recovecos del recinto y las costumbres de sus muchos moradores. Yo le puedo asegurar que Quesada pisaba poco este templo.

Ruiz echó un vistazo a ambos lados del patio, asintiendo y sonriendo al mismo tiempo. Replicó cambiando de inmediato el semblante por otro más duro, con un timbre de voz más punzante.

—Tengo pruebas de ello, señor alcalde. Ahora mismo he tramitado una confesión al respecto por el juzgado eclesiástico para que no se repita por la maledicencia que nuestra forma de trabajar es irregular y que no respeta ninguna norma.

—¿Una confesión? Seguro que sacada con cortesía...

—Siempre supone bien, hijo. Bienvenida, la mujer de Quesada, acaba de parir. Perdón por la expresión, marquesa. Ha dado a luz una preciosa criatura del Señor. Pero hete aquí que el mismo Todopoderoso ha querido que sea enfermizo, que haya temores sobre una pronta llamada a Su divino seno. Sin embargo, Bienvenida no encontraba a ningún sacerdote que quisiera bautizar a su hijo, porque hay mucho resquemor en esta ciudad. Es por ello por lo que nosotros hemos intercedido para que a esa criatura le sea administrado el sacramento del bautismo. Incluso hemos prometido una misa de parida para su pronta recuperación. En agradecimiento, la buena mujer nos ha revelado la maldad de Federico Quesada, sin más sangre que la que haya brotado de su vientre. Nos ha contado la relación de ese hombre con una secta satánica, con una llamada logia masónica que ha anidado en Sevilla. Esto ya son palabras mayores, señor alcalde —advirtió con una mano abierta como garra de rapaz—, Federico Quesada tenía motivos para asesinar al padre Mateo, pero es que además estaba impulsado por la vesania del odio de los francmasones a la religión.

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