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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (14 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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A ruego de la mujer, Twiss pidió a Jovellanos que intercediese ante el teniente mayor del Alcázar, Francisco de Bruna, para que, por medio de un correo oficial, avisase al corregidor de Málaga de la llegada de Silva a fin de impedirle raptar a la niña. Así se hizo. Y a raíz de ello el ánimo de la Malagueña sufrió un cambio como de la noche al día. Volvió a ser la persona dicharachera y despreocupada de antes. Que presentó a Twiss a los otros comediantes como su
tercer protector;
que no se recataba de ir más allá de los besos dentro de alguno de los
aposentos
del teatro reservados para personajes ilustres; que incluso una mañana, siempre con doña Irene no muy lejos, se plantó en casa de Bruna en busca de Twiss. Se excusó aduciendo que para pasear por la alameda de Hércules y para hacer compras.

Twiss se dejó llevar durante varios días. Ese diablo con miriñaque le parecía que tenía el encanto de la fierecilla domada. Puesto que Hogg seguía recuperándose de su herida en cama y Jovellanos estaba ahora más preocupado por dar con el paradero del cura Palomino, consideró que unos días de relajo no le vendrían mal. Sevilla, mostrando ya su siempre prematura primavera, le parecía un lugar un poco más agradable para vivir. Después de todo, ¿qué pedía Juana?, se preguntó Twiss. No era muy exigente en el lecho, aunque se mostraba fabulosa, y, por otro lado, se podía pasar las horas enteras escuchando los relatos sobre sus viajes por tierras lejanas. Que si escribía todo eso para no olvidarlo, preguntaba ella a menudo. Y Twiss le contestaba que preguntaba demasiado, sin pretender ofenderla.

—¿Y para qué querrá el señor Ricardo esas pistolas...? —preguntó de nuevo ella algo tontamente, a horcajadas sobre él en la cama.

—¿A doña Juana le queda algo por registrarme? —replicó Twiss bromeando.

Ella se encabritó de mentirijillas y empezó a castigarle con la almohada. A Twiss le faltaban fuerzas para esquivarla y contener la risa al mismo tiempo.

Estaban en esas cuando unos golpes y unas voces en la calle llamaron su atención. Abrieron la ventana del balcón y descubrieron al muchacho Fermín discutiendo con doña Irene bajo el umbral del portón que la mujer acababa de abrir.

—¿Qué pasa, Fermín? —preguntó Twiss desde arriba, cubriéndose las vergüenzas con la almohada.

El chico se retiró de la fachada, recobró el aliento apoyando las manos en sus rodillas y luego contestó.

—¡Señor Twiss, el señor alcalde quiere verle...! ¡Es urgente!

—¿De qué se trata?

—¡Venga! ¡Corra...!

Pocos minutos después iban los dos a paso ligero por el laberinto de callejas. Mientras que Twiss se lamentaba de tener que andar a pleno día sin afeitar, Fermín, con breves pausas para coger aire, explicaba el frenético periplo que había seguido aquella mañana.

Había acompañado al señor alcalde hasta la parroquia de Santa Catalina, porque, estando en la Audiencia para hacer unos recados, no quería que se separase de él. En Santa Catalina el señor alcalde había interrogado de nuevo a su párroco y a los presbíteros que en ella vivían acerca de la relación que había entre el desaparecido cura Palomino y el asesinado padre Mateo. Exigió que no se le ocultase nada. Luego habló otra vez con el sacristán, que en esta ocasión recordó haber visto por última vez al cura Andrés la noche del 24 al 25 de enero. El sacristán también se quejó de que la campana de la torre ya no sonara como cuando la tocaba el cura Andrés, que tenía muy buen oído y que era muy diestro tirando de la soga. Además —confesó—, ahora el campanario parecía estar poseído por humores malignos, pues desde hacía días desprendía un olor nauseabundo. El párroco le había dicho que sin duda se trataba de una paloma que había muerto allí y que subiera a cogerla; pero el sacristán se negaba a subir por superstición. ¿Cómo iba a oler tan mal el cadáver de una paloma, siendo la representación del Espíritu Santo? Tenía que ser algo mucho peor. Entonces, siguiendo un difuso presentimiento, el señor alcalde había optado por subir él mismo. Fermín había seguido a su amo por la estrecha escalera de madera hasta la mitad del trayecto, momento en que el señor alcalde, visiblemente alarmado, le había ordenado que bajara. Al poco, el señor alcalde también descendía, con el semblante lívido y la voz descompuesta. El señor alcalde ordenó de inmediato a los dos alguaciles que le acompañaban que no dejasen entrar ni salir a nadie de la parroquia, a menos que fuesen el médico Morico o su amigo inglés. También mandó a Fermín que buscara con urgencia a estos y los hiciera venir a Santa Catalina. El muchacho corrió al teatro El Coliseo, donde sabía que el señor Twiss se veía con la Malagueña, pero allí le habían dicho que seguramente estaban en casa de ella. Corrió de nuevo hacia la casa, aunque de paso entró en el hospital de la Caridad para avisar al médico Morico; siguió la carrera, y hasta ese momento.

—¿Tienes una idea de qué ha alarmado tanto al señor alcalde?

—No sé, señor Twiss —contestó Fermín con expresión inquietante— Yo solo he visto la punta de un zapato asomando por el hueco por donde sube la soga...

Como tantos otros templos cristianos en Sevilla, la parroquia de Santa Catalina se levantaba sobre sucesivas ruinas romanas y árabes. Originariamente el lugar había estado dedicado a Júpiter. En la actualidad su construcción se componía de una mezcla de estilos árabes, góticos y platerescos. Constaba de tres naves y dos puertas; pero sobre todo destacaba su torre, de las más altas del arzobispado, desde donde antaño los mulás invitaban a los fieles muslimes cinco veces al día a la oración. Ya en el radio de la torre Twiss creyó advertir en su campanario una figura humana, pero las sombras le hacían imposible reconocer quién era.

Los alguaciles dejaron paso libre al interior de la parroquia a Twiss y a Fermín. Cuando estos cruzaban por la nave de la capilla mayor, observaron algunas siluetas arrodilladas rezando cara a la capilla. Eran los moradores del lugar, quienes a su vez les vieron pasar con un temor infinito en los ojos. Detrás de la sacristía unos escalones y un rellano conducían a la torre. Allí mismo se tropezaron con un impaciente Jovellanos.

—¿No estaba ahora en el campanario? —le preguntó Twiss algo sorprendido.

—Llevo esperando aquí un buen rato. Arriba no hay quien pare ni cinco minutos.

Twiss sacudió la cabeza para borrar de ella la ilusión óptica que sin duda había tenido.

—Es el cura Palomino, ¿no? —preguntó Twiss, y Jovellanos asintió en silencio, aunque también quisiera matizar—. Decapitado...

—¿Cómo lo sabe?

—Lo leo en sus manos, don Gaspar.

Jovellanos se agarró una mano con otra, tratando de dominar su temblor.

Momentos después ambos subían por la estrecha escalera de madera, que se elevaba en zigzag. A un lado de la misma pendía la larga soga que hacía sonar la campana, y que en las alturas traspasaba un hueco para ir a dar al campanario. Solo les iluminaba una claridad débil que caía desde ese hueco de la cúspide. Conforme avanzaban, el olor se iba haciendo más y más insoportable, de forma que Twiss hubo de imitar a Jovellanos, que se cubría la cara con la pañoleta del cuello. Durante el trayecto, este explicó a aquel la forma por la que había llegado a sospechar en un final trágico para el cura Andrés partiendo de la asociación que había hecho aquella mañana Fernández entre el clérigo y Quesada.

Una puerta-trampa de tablas daba paso al campanario. Primero salió Jovellanos. Y cuando le llegó el turno a Twiss, con medio cuerpo fuera, se quedó observando el lugar. Era un recinto cuadrado, con una ventana de doble arco a cada lado. Bajo el techo abovedado pendía la campana asida a su percha, que a su vez se sustentaba en robustos arcos. Por todas partes abundaban los excrementos y las plumas sueltas de palomas. Pero lo que enseguida reclamó la atención de Twiss era algo que se alzaba a su altura. Desde un rincón hasta casi el agujero de la cuerda de la campana estaba extendido un bulto negro de forma humana. Una vez de pie, pudo comprobar que al cadáver le faltaba la cabeza, con el mismo corte preciso y limpio que el del padre Mateo. Aunque en este caso los signos de descomposición ya eran más que evidentes, y las palomas se habían cagado en su sotana. La textura de la sangre, jabonosa y ocre, parecía ser idéntica. Twiss, no pudiendo aguantar más esa visión o el hedor pútrido que desprendía, tuvo que acercarse a una de las ventanas, donde el aire corría menos viciado. A sus pies se extendían los tejados de Sevilla la soñadora, inmersa en sus sueños de pasado esplendor, que debería prepararse para un nuevo golpe de esa horrible pesadilla de su presente.

—¿Hay alguna otra herida? —preguntó Twiss detrás de su embozo circunstancial.

—He mirado por encima y creo que no —contestó Jovellanos de igual manera, pegado a la ventana opuesta, a su respiradero—. El médico Morico dirá la última palabra cuando llegue, pero yo no he notado ningún roto de herida ni en la sotana, ni en las medias, ni en los calzones, por más vueltas que le he dado.

—Ha movido el cuerpo... —se lamentó Twiss—. ¿Dónde estaba su tronco cuando llegó usted, Gaspar?

Jovellanos se adelantó un par de pasos y señaló justamente en el centro del cuadrilátero, a dos palmos de la puerta-trampa, debajo mismo de donde pendía la campana. Twiss se quedó observando el lugar señalado y, poco a poco, en su fijeza, se fue agachando hasta aproximar su cara al sitio. Hizo una señal a Jovellanos para que también se acercara.

—Fíjese... Esto sí que es un regalo. ¿Ve estas raspaduras? —Jovellanos asintió, cogiendo con dos dedos una pizca de piedra rayada del suelo—. Apostaría mi cabeza, y nunca mejor dicho, a que aquí mismo el asesino se la cortó a su víctima. Tal y como suponía con el padre Mateo, también aquí ha usado una sierra muy fina. Y estas líneas en la piedra son sus huellas, cuando ya la hoja metálica estaba terminando el corte. Parece que lo estoy viendo. ¡Qué miserable...!

—Ciertamente. En esta parroquia, en la soledad de la noche, no tenía necesidad de cortar la cabeza para apoderarse de ella antes de desprenderse del cuerpo, al contrario de lo que ocurrió en la Fábrica de Tabacos. De todas maneras, ¿por qué dejó el cadáver aquí precisamente, en un lugar tan inaccesible y empinado? ¿Qué opina, Richard? Debe de ser un tipo muy fuerte para subir un cuerpo muerto de este peso hasta aquí...

—Yo repito que a lo peor son varios los criminales.

—Está bien, Richard... Ya sé que puede ser así. Los datos de la experiencia y todo eso... Pero ahora centrémonos en una persona, en Federico Quesada. Él es bastante robusto, cierto, mas no creo que sea idiota. Todo indica, y más tarde Morico nos lo confirmará, que Andrés Palomino murió días antes que Mateo Berrocal. Ahora bien, por qué Quesada habría de asesinar al padre Mateo días después de que lo hiciera con el cura Andrés sabiendo que ya se habría descubierto el cadáver de este y que la gente no tardaría en asociarlo con el caso de su hermana, tal y como hizo Fernández esta mañana. Había muchas probabilidades de que antes de que cometiese el segundo asesinato ya estuviese preso por el primero.

—Muy interesante ese razonamiento cartesiano, mi querido Gaspar. Pero olvida que desde la desaparición del cura Andrés nadie lo había asociado a Quesada hasta hoy, y que incluso nadie había subido hasta el campanario. Quizá el asesino contaba con que se diesen esas circunstancias fortuitas.

—Tal vez. A menos que... ¡Dios nos valga, Richard...! —Jovellanos se subió el pañuelo hasta la frente y se restregó con él los ojos—. A menos que contase con la
no
descomposición del cuerpo...

—Veremos qué es lo que nos dice Morico —arguyó Twiss con flema.

En ese momento un estruendoso campanazo, seguido de otros más leves, sonó en el recinto de tal forma que les hirió los oídos, obligándoles a levantarse y trastabillar sin rumbo fijo, completamente aturdidos.

—¡Señor alcalde! —atinaron a oír la lejana voz de Fermín, desde la base de la torre—. ¡El médico Morico ya sube!

Al cabo de unos segundos, con las manos todavía en los oídos dolientes, vieron aparecer por la puerta-trampa a Morico. Primero una de sus manos con un maletín, que parecía pesado y que sonó a hierros al depositarlo en el suelo. Después la cara regordeta del médico, sin pañuelo que le protegiese.

—Ustedes perdonen por el campanazo, caballeros —dijo con una expresión traviesa—. Pero es que he resbalado en un peldaño y he tenido que agarrarme a la soga...

—¿Cómo es que ha tardado tanto? —le recriminó Jovellanos con rabia—. No tenemos todo el día.

—He llegado cuando he podido. Ya no soy un mozo como ustedes. —Morico acabó de subir y se sacudió el polvo de la casaca—. ¿Y esos pañuelos? No soportan el olor, ¿eh? Deberían haber estado como yo en Lisboa después de su terremoto. Seis mil cuerpos pudriéndose bajo los escombros. Aquello sí que eran miasmas fétidos elevándose de las ruinas...

—¿Quiere hacer el favor de ver el cadáver de una vez?

Morico siguió la indicación de la mano imperiosa de Jovellanos. El médico masculló otras frases ininteligibles y se agachó sobre el cuerpo.

—¿No le habrán tocado con alguna herida abierta en las manos? —preguntó, volviendo la cabeza.

Los caballeros jóvenes se miraron las manos con temor.

—No. ¿Por qué? —respondió Jovellanos.

—Más tarde se lo cuento... —dijo el médico, aliviado.

A continuación tanteó las muñecas hinchadas del cadáver. Abrió un par de botones de la sotana y hurgó detenidamente por la tripa y por los costados.

—Este hombre no lleva ni diez días muerto. —Jovellanos y Twiss se miraron con desasosiego—. ¿Desde cuándo dicen que había desaparecido?

—Desde hace veintiún días —respondió Twiss.

—¡Hum...! Qué curioso... —Morico reflexionó por unos segundos— Bueno... Luego les explico el porqué de esa aparente contradicción según mi parecer.

Morico prosiguió su examen. Observó la herida circular del cuello, al tiempo que movía su cabeza lamentándose por dentro. Con una pinza extraída de su maletín tomó muestras de la sangre y la carne jabonosas, que guardó en pequeños frascos. Y por último movió las articulaciones del cuerpo, una extremidad superior y otra inferior.

—Caballeros —se pronunció—, tal y como me temía, ni hay ni ha habido
rigor mortis.

Jovellanos se bajó el pañuelo y se arrojó hacia el alféizar de una de las ventanas. Respiró hondo mientras el viento agitaba sus rizos y su coleta.

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