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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (11 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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El interpelado expelió gran cantidad de humo.

—Sin duda, Jovellanos, no ha leído los últimos trabajos de David Hume...

—No, Twiss... Por eso espero que usted me enseñe bien inglés. Así, de paso, le podré explicar lo que opinan Malebranche o Spinoza...

Bruna y Morico se cruzaron unas miradas de inquietud; quizá aquella conversación estaba yendo demasiado lejos.

Antes de que Twiss volviese a replicar, la voz de un muchacho hizo girar todas las cabezas hacia la puerta del salón. Al poco irrumpía en el mismo un criado, tratando de contener a un niño que no llegaría a los once años. Se trataba de Fermín, el mancebo al servicio de Jovellanos. Sudaba algo de haber corrido y llevaba la coleta castaña medio salida de su lazo. Su expresión era vivaz, de ojos grandes y oscuros. No era muy alto, pero se le advertía un gran vigor. Portaba un pliego de papel enrollado a la antigua, rodeado por una cinta roja sellada con dos lacres. Bruna hizo un gesto al criado para que se retirase, al tiempo que el muchacho se acercaba al grupo de caballeros.

—Tenga, amo... —dijo Fermín con la respiración entrecortada—. Un capellán del arzobispado lo ha traído a casa...

—¡Huy, huy...! Esto me huele mal... —comentó Bruna apoyando un codo en el friso de la chimenea.

Jovellanos sacó unos quevedos de su chupa y se los colocó con tiento, abrió la carta con parsimonia y la leyó detenidamente. Morico, no pudiendo aguantar más tanta incertidumbre, se levantó alterado y habló.

—Ahí está la mano oculta del comisario inquisidor Gregorio Ruiz...

—No sea tan susceptible, Morico —dijo Jovellanos con una media sonrisa—. Su Eminencia simplemente nos invita a comer mañana en su mesa. A Twiss y a mí...

—¿A mí...? —exclamó Twiss atragantándose con una bocanada de humo.

Capítulo 5

El conato de enfrentamiento de aquel día entre Jovellanos y Twiss no menoscabó su capacidad de entenderse. Muy al contrario, sirvió para que ambos aceptasen sin ambages las posiciones del otro, ya que, debido a la casi total escasez de pistas que poseían sobre el caso, no podían permitirse el lujo de despreciar cualquier especulación, por escabrosa o estrafalaria que apareciese. Acordaron, por lo tanto, seguir toda idea que les surgiese hasta donde razonablemente les pudiera llevar. Asimismo, se hicieron el propósito de no descuidar las lecciones de inglés, dado que Jovellanos se lamentó de que una parte del pensamiento más actual le estuviese vedado, y no poder realizar por medio de él los análisis más sagaces. A partir de entonces aprovecharían cualquier circunstancia para practicar la lengua de las islas.

Como no cabía descartar nada, por descabellado que fuese, y la idea de Morico de un cuerpo en remojo de mercurio lo era, aprovecharon la tarde para visitar las Atarazanas de Azogues. Las Atarazanas era un simple almacén de mineral de mercurio sito en la calle del Aceite, cerca de la Aduana y el río, no lejos de la puerta de Jerez. El mineral se traía de las minas de Almadén, en la vertiente norte de Sierra Morena, y desde allí se exportaba, vía Cádiz, a las Indias y Europa. Era un producto insustituible para separar químicamente el oro y la plata de su ganga por medio de la amalgama, de modo que gran parte de él se enviaba a México y a Perú.

El mineral se almacenaba en grandes tinajas de cerámica, a su vez metidas en enormes barriles rellenos de viruta. No se conocía otro método más seguro para trasladar el mercurio a través del océano. El encargado, un hombre muy atento, se quedó vivamente sorprendido cuando Jovellanos y Twiss le preguntaron si podría sumergirse a un hombre en una de esas tinajas que se alineaban ante ellos.

—Poder sí se puede, caballeros, pero ¿para qué? —dijo con un candor muy campechano.

A continuación él mismo introdujo uno de sus brazos arremangados en una de las tinajas, y lo sacó tal y como lo había metido, sin rastro de mineral. Jovellanos y Twiss se quedaron boquiabiertos. Tales eran las propiedades del mercurio, explicó el encargado, que una persona podría estar horas enteras en la tinaja sin hundirse en el mineral, y además sin haberse impregnado de él.

—Para mantener un cuerpo sumergido haría falta la fuerza de varios hombres. Aunque nunca llegarían a mojarle —aseguró.

—Yo tenía entendido que el mercurio era muy venenoso... —comentó Twiss.

—¡Ah...! Esa es otra cuestión, caballeros. Si se calienta se convierte en vapores de solimán, que respirados afectan a la cabeza. El hombre que lo sufre acaba endemoniado. Por algo dicen que el mercurio es el mineral del Infierno...

—¿No es el azufre?

—También.

—¿Y si se traga? —preguntó Jovellanos.

—No lo sé, señor alcalde. En las Atarazanas nadie lo bebe...

—¿Últimamente alguien ha comprado aquí mineral en abundancia? —insistió Jovellanos tratando de contener su sonrisa.

—¿De la ciudad? Nadie. ¿Para qué? En Sevilla no hay oro ni plata que refinar...

—¿Está seguro? —intervino Twiss con un súbito interés en su tono—. Pudiera ser que alguien lo haya intentado con mineral de oro y que haya sucumbido por causa del solimán, y que alguien más se haya deshecho de su cadáver de una forma tan sorprendente que nadie pudiera asociar a ese hombre con tal actividad...

El encargado hizo un gesto de absoluta ignorancia. Jovellanos, aturdido por las palabras de su acompañante, se despidió del encargado de forma expeditiva y se llevó a Twiss en dirección a la salida.

—¿Se puede saber qué está elucubrando? Bastante complicado es este asunto para que encima usted lo asocie a otra actividad fuera de lugar. ¿Qué es eso del oro? Le repito que en Sevilla el movimiento de los metales preciosos está rígidamente controlado. Absurdo sería que además pensásemos en ellos en su estado bruto. Qué fijación tiene con ese tema, Twiss...

Twiss parpadeó mirando a Jovellanos, como si tratase de controlarse. Hasta que se dibujó una sonrisa en su angulosa cara.

—¡Bah! Olvídelo. A veces me dejo llevar por la mayor leyenda que existe en torno a Sevilla. Los viajeros somos así. Nos atrae lo más fabuloso de las ciudades que visitamos. ¿Hay algo más característico en Sevilla que sus riquezas pasadas?

—Sí, Twiss. Sus curas.

—Comprendo. Centrémonos en ellos...

Cuando ya pasaban bajo el último arco de la nave antes de alcanzar su portón, el encargado del lugar les habló desde la distancia.

—¡Ah! Se me había olvidado, señor alcalde... Esta misma mañana, antes de comer, el médico Morico ha comprado dos azumbres de mercurio en una jarra de cristal. ¿No les parece raro, caballeros?

—Sí, muy raro... —contestó Jovellanos con un énfasis que el encargado no podía interpretar.

Por lo que parecía, Morico estaba dispuesto a llevar a cabo sus experimentos con presteza.

Ya en la calesa puesta a su disposición por Bruna, de camino a la Audiencia, acordaron avisar cuanto antes a Morico por medio de Fermín para que tomase precauciones en el manejo del mercurio. No es que fuese un insensato, pero podría llegar a serlo por mor de los vapores mercuriales.

A continuación se pusieron a practicar las nociones básicas de la lengua inglesa. Avanzaban por la calle de la Aduana repasando los tiempos del verbo
to be
cuando algo duro impactó en la ventanilla derecha del coche. Un pequeño fragmento del cristal roto fue a dar en la frente de Jovellanos. Inmediatamente otra piedra golpeó en la portezuela opuesta del carruaje. Twiss la abrió y se asomó en marcha, llegando a advertir como varios individuos se disponían desde un callejón a lanzar nuevos proyectiles.

—¡Aprisa, cochero! —gritó dando unas palmadas en el techo del carruaje.

El cochero azuzó los caballos, alejándoles rápidamente de allí, aunque no lo suficiente como para evitar que en la trasera del coche se sintiese el impacto de nuevas piedras. Twiss maldijo a los agresores a través de la ventanilla posterior y luego se fijó en Jovellanos, que se limpiaba con un pañuelo la sangre que manaba de una pequeña herida del ancho de un dedo encima de su ceja derecha.

—¿Ve, Twiss? —dijo sin perder la compostura—. Ciertos ánimos empiezan a agitarse. ¿Ve como no podemos separar la investigación del asesinato de las implicaciones que conlleva?

—Nunca comprenderé por qué la muerte de un sacerdote, por muy desagradable que haya sido, puede tener tanta importancia en una ciudad...

—Porque es un símbolo, amigo Twiss. —Con la misma mano del pañuelo Jovellanos se señaló la cabeza—. Un símbolo producto del intelecto. Quizá equivocado, pero tan real como la piedra que me ha herido.

—No voy a discutir sobre ello...

Por fin los cascos de los caballos resonaron en el patio empedrado de la Audiencia Real. En cuanto se hubieron lavado manos y caras en un aguamanil del despacho de Jovellanos, ambos hombres bajaron a la celda de Federico Quesada; esta vez sin el secretario Fernández.

El preso seguía en su aparente tranquilidad. Tanto más desconcertante para Jovellanos y Twiss por cuanto que debía de haber deducido ya que había sido descubierta la falacia de su principal coartada. Jovellanos se sentó en el camastro que estaba frente al suyo tratando de infundirle confianza.

—Mire, Quesada... Sabemos que a partir de más o menos las once de aquella noche nadie le volvió a ver. Yo creo que usted no estuvo ni en la catedral ni en la fábrica, pero díganos dónde fue para comprobarlo.

Quesada le miró, pero sin decir nada.

—Tal vez el señor Quesada intente proteger a alguien —dijo Twiss con toda su mala intención. Quesada desvió la mirada hacia él, con un atisbo de odio, aunque también de indefensión ante la sagacidad de ese extranjero. Habló con palabras pesadas.

—No tengo que ocultar nada criminal.

—Bien... —le animó Jovellanos—. Entonces, díganos dónde estuvo.

Quesada permaneció callado. Twiss volvió a intervenir con su perversidad.

—¿No se da cuenta, señor alcalde? Un hombre como él, fuerte, gallardo, ¿dónde podría ir en la noche que no sea en pos de amores?

—¿Es así...?

—Sí —respondió Quesada con precipitación, cayendo en la celada.

—Eso está mejor... —Jovellanos se echó para adelante juntando las manos—. Ahora díganos con qué mujer estuvo. Puede que esto le perjudique en casa, pero es imprescindible para su defensa.

Quesada se tumbó en el camastro, con las manos bajo la cabeza.

—No diré su nombre.

—Comprendo... Se trata de una dama decente, quizá de una dama de alcurnia.

El preso permaneció inmutable, mirando fijamente el oscuro techo. Jovellanos se levantó y se inclinó sobre él, sacudiendo con fuerza el tricornio en sus narices, pero sin pasar de rozarle.

—¡No sea estúpido, Quesada! ¿No ve que quiero ayudarle?

—¿A mí o a sí mismo?

—A todos los vecinos de esta ciudad. Usted sabe que unos cuantos llevamos años luchando para que aquí se implanten leyes más humanas. Hace dos lustros al día de hoy su cuerpo ya sería un despojo de carne en manos de la Inquisición. Usted mismo ha luchado en la fábrica por sus compañeros. Sabe lo duro que es ganar un poco de libertad en estas condenadas y retorcidas calles, que más parecen olvidadas de Dios que dedicadas a Él cada tres pasos. Lo poco que hemos conseguido no lo eche a perder. ¡Hable, se lo ruego...!

Quesada cerró los ojos en su mutismo. Jovellanos se le quedó observando con rabia, hasta que Twiss le alejó de los camastros con un par de toques en sus hombros. Ya en el pasaje de las mazmorras, precedidos por el candil de luz color vinagre del carcelero, Jovellanos recobró el aliento de la serenidad, e incluso el optimismo.

—Al menos podemos colegir que una mujer podría hablar a su favor.

—O uno o varios hombres, aunque podrían ser sus cómplices.

Jovellanos se paró para encararse a Twiss.

—Usted siempre dando ánimos, ¿eh?

—¿De veras ha creído el cuento de la dama?

—¿Por qué no? Deme una razón contraria.

Twiss se rió bajo y brevemente, obligando a Jovellanos a mirar desconcertado al carcelero. Este había llegado al inicio del pasaje, al pie de la escalera, con el candil alzado, con su rostro hirsuto, como si no entendiera nada.

—¡Ay, don Gaspar...! Por lo que sé de Sevilla, la experiencia me indica que las damas precisamente pasan las noches con sus maridos...

Jovellanos comprendió la sutileza y se rió también.

—Como usted dice, Richard: no voy a discutir sobre ello.

Al día siguiente, puesto que ya había pasado por el ritual de ofrecimiento de casa, Twiss se presentó muy temprano en el domicilio de Jovellanos. Iba con su mejor traje; había que causar buena impresión a Su Eminencia. Mientras que Jovellanos se aseaba todavía en su cuarto, doña Amelia, la mujer mayor que atendía la casa, se preocupó de dar los últimos toques a la vestimenta de Twiss. Le colocó mejor la pañoleta del cuello y le obligó a quitarse el capote, la casaca y la chupa.

—No quiero que se manche mientras desayuna, señor Twiss —dijo la señora como si fuera una tía severa, al tiempo que se llevaba el sombrero para cepillarlo—. Almorzar con Su Eminencia no pasa todos los días...

—Dígame, doña Amelia... —llamó Twiss su atención con un ademán—, ¿Qué clase de hombre es el cardenal?

—¡El cardenal no es un hombre, es un santo! —respondió la mujer casi ofendida—. Da todo lo que tiene para los pobres. Es más, le diré que el Santo Padre que hoy en día nos bendice desde Roma le debe el trono a él. El voto de Su Eminencia fue decisivo. Al menos eso dice la gente...

No andaba muy desencaminada doña Amelia. Que Francisco de Solís y Folch, hijo del duque de Montellano, daba todo lo suyo a los pobres sería exagerado decirlo, pero su munificencia era proverbial en el reino. Gran parte de sus rentas las dedicaba a obras de caridad o a contribuir para cualquier empresa piadosa que se presentase. En los días que le correspondía dar limosnas, verdaderas turbas de menesterosos se agolpaban en la calle de Don Remondo, detrás del arzobispado. Los ilustrados, por principios, no veían con buenos ojos ese proceder; opinaban que la pobreza jamás llegaría a erradicarse mientras lo necesitados estuviesen acostumbrados a la caridad. ¿Cómo convencer a un anciano de otros tiempos de que así tal vez hacía más mal que bien? No obstante, para los ilustrados no era un prelado ultramontano, simplemente era algo
antiguo.
Siempre tenían presente que su más profundo anhelo era restaurar en España la primitiva Iglesia visigótica. Y que, por otro lado, había sido uno de los que habían dado su aquiescencia al rey para la expulsión de los jesuitas, considerando a la Compañía un cuerpo extraño dentro de la Iglesia tradicional.

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