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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (21 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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Jovellanos buscó la sección indicada, no con demasiado entusiasmo. Leyó y leyó, de forma que su rostro, de natural agraciado, se fue transformando en una mueca de horror. Hubo de hacer grandes esfuerzos para que, delante de la dama, su inquietud nerviosa no aflorase a las manos que sostenían aquel papel portador de mensajes tan abominables.

Los llamados
piscatores
eran unos almanaques muy populares por aquel entonces, especialmente entre las clases bajas, que, aunque no supieran leer la mayoría, se procuraban quien lo hiciera por ellos. Entre los ilustrados solo cabía el desprecio, pues consideraban que iban contra el buen gusto y fomentaban las supersticiones. No escaseaban sus duras diatribas contra tales papeles, e incluso no faltaban leyes tratando de impedir su publicación. En muchas partes así se había hecho, pero en Sevilla el asistente Olavide se había opuesto a su prohibición. «Si pedimos libertad para nosotros, ¿cómo vamos a negársela a otros?», había dicho la principal víctima de esos almanaques.

Sin embargo, lo que ahora tenía Jovellanos delante de sus ojos colmaba las burlas y las críticas para entrar de lleno en lo criminal. No es que augurase hechos basados en injurias, era que acertaba a la luz de los sucesos recientes, por medio de pronósticos expresados hacía poco. De los doce acertijos, no cabía ninguna duda acerca de los dos siguientes:

Con cincuenta él cumplido

en los veinticinco justos,

sobre la torre subido

con la primera vez los sustos,

el vicio del pescador sonará

y el muerto antes se atrasará.

La doncella en la parra

en ultraje mal pagado,

que el hermano socorra

tras tres años desahogado,

el seductor en la otra piedra

donde el molino molerá hiedra.

Jovellanos levantó la mirada del cuadernillo y buscó las de sus acompañantes. Sin decir palabra alguna, con sus solas expresiones, los tres estaban de acuerdo en que aquello era extremadamente delicado. Podía ser una mera coincidencia entre unos vaticinios estrambóticos y sus correspondientes aciertos, cosa que resultaba difícil de creer. O en verdad eran avisos, advertencias, y entonces el caso adquiría unas dimensiones insospechadas veinticuatro horas antes.

—De lo que no hay ninguna duda —advirtió Morico con una sonrisa forzada— es de que el autor de esas estrofas es un pésimo poeta.

No hubo acabado Morico cuando, después de unos toques en la puerta, esta se abrió y pasaron dos doncellas, al cuarto cada una con su bandeja. Las colocaron en una mesa y se fueron ejecutando venias. Era, según Mariana, un tentempié para la mañana, y rogó a los caballeros que se sirviesen. Los manjares se presentaban bien: chocolate, dulces de leche, carne de membrillo, bizcochos y rosoli. Como viera que ella no iba a probar nada, Jovellanos le recriminó su falta de apetito, que, a su parecer, se debía a aprensiones infundadas. Apremiado por Jovellanos, pues, el médico Morico salió un momento para ordenar que se preparase un caldo de gallina a la señora según una receta de su invención. Por un rato ellos dos se quedaron solos en la alcoba, pareciéndoles que el aire ya de por sí cargado de aromas se hacía más denso, más entrañable, pero también más molesto.

Mariana trató de rellenar el incómodo vacío que producía la ausencia de Morico con una pregunta.

—Dígame, don Gaspar, ¿es que no se acuerda de cuando yo sufría estos ataques de pequeña?

—¿Era asma? —preguntó Jovellanos, atribulado porque Mariana se remontase a una época que creía olvidada—. Su padre nunca me lo aclaró del todo.

—Es que yo se lo prohibí —repuso ella endulzando su voz, con la osada libertad del convaleciente—. No quería que usted supiese que era una niña aquejada de un mal aristocrático. Me horrorizaba la posibilidad de que usted me tomase por un delicado jarrón chino. ¿Cree que obré bien...?

Durante unos instantes, por los ojos de Jovellanos pasó la imagen fugaz de una niña de cabello dorado escondida tras las plantas de un patio. Era Mariana, espiando traviesa mientras él recibía lecciones de su padre. Ah... Qué turbadora sensación había sentido por aquella tierna criatura. Nunca imaginó que llegaría el momento de contemplarla acostada a dos pasos, con todo el esplendor de sus atributos de mujer. Al cabo de ocho años la había vuelto a ver transfigurada; de la enfermiza hija pequeña de su maestro había surgido la diosa de la luz y la sabiduría. Dueña, a pesar de todo, de una fortaleza y una vitalidad que ya advirtiera en su infancia.

—Qué chiquilladas... —replicó Jovellanos por fin—, pero ahora me imagino que sabrá que no hay males exclusivos de una clase de gente, sino que a todos nos aquejan más o menos los mismos.

Mariana notó la incomodidad de aquel hombre por su situación. Como tantas otras veces, procuraba eludir los temas personales acogiéndose a generalidades. Y, sin embargo, se advertía en su actitud y se adivinaba en sus palabras un deseo de romper el dique que los separaba. Pensó en lo complicado que era acceder al espíritu de un ser tan reservado. También pudiera ser —se dijo— que ella no supiese sortearlo desde su lado por ser asimismo un alma prisionera de prejuicios. Se desapegó del almohadón y deseó que Jovellanos leyese a través de su piel.

—Sí, caballero... —suspiró—. Cuánto hemos de sufrir, y no solo por enfermedades del cuerpo, sino también por los desvarios de los sentimientos...

Jovellanos se había quedado extasiado en la claridad que parecía emanar del rostro de Mariana. Pero de repente las palabras que oía de sus labios incandescentes le hicieron reaccionar. Vaciló azarado y sacó su reloj.

—Ese condenado inglés... ¿cuándo se presentará?

Y se dio media vuelta.

Capítulo 9

El mayordomo anunció a Richard Twiss, que penetró en la alcoba con paso ligero, sin señales de cansancio. Había llegado al caserón en su caballo, con Fermín a la grupa indicándole el camino, por unas calles al paso y por otras al trote. Pocas veces en su corta y aciaga vida el muchacho había disfrutado tanto, sobre todo cuando, a la altura de la Fonda de San Basilio, se cruzó con Carahigo y su cuadrilla. Les hizo, a modo de burla, una señal con el dedo corazón de una mano estirado, signo que le había enseñado Hogg, y los pequeños rufianes se quedaron pasmados con la boca abierta.

Jovellanos se precipitó rápido hacia Twiss, a fin de hablar confidencialmente, antes de que presentase los obligados respetos.

—¿Se puede saber dónde estaba? Por lo visto, su actriz le tiene muy ocupado...

Twiss sonrió por no replicar. No le parecía conveniente ni siquiera sugerir que había salido a entrevistarse con los amigos masones de Quesada. Podría poner en peligro hasta su propia labor. Así pues, hizo un gesto de condescendencia y se acercó a la cama. Saludó como correspondía a la enferma y a su médico. Morico, sentado a la mesa, daba buena cuenta del membrillo y los bollos, mojándolos en el chocolate.

—¿Supongo que ya conoce el motivo de mi llamada...? —preguntó Mariana.

—Algo me ha contado el chico sobre los piscatores.

Jovellanos le entregó el ejemplar de El Único Piscator abierto por la página que interesaba.

—Será mejor que lea.

Twiss leyó en voz alta.

—«A un hortelano de Valencia llamado Vicente de Gandía le entró un rayo por un hombro y le salió por sus partes pudendas sin causarle daño alguno. El susodicho hortelano asegura que ese milagro se lo debe a la gracia de la Virgen de los Desamparados...»

—¿Qué...? —Morico se levantó de un brinco, dejando bruscamente su taza sobre la mesa—. ¡Eso contradice los experimentos de Benjamín Franklin...!

Twiss le miró de manera tan especial que Mariana no tuvo más remedio que echarse a reír, con una mano en el pecho. Morico se sonrojó como una cereza. Jovellanos, que sabía que eso no estaba escrito allí, gruñó a Twiss. Era otra de sus artimañas inglesas para arrancar una reacción comprometedora.

Twiss leyó, ahora sí, los vaticinios con detenimiento. Los demás, que le observaban mientras lo hacía, no apreciaron en él ningún signo de preocupación; bien al contrario, una sonrisa de satisfacción se dibujó en su boca. Después se acercó a la mesa, dejó el cuadernillo y se sentó a comer. No lo había hecho desde la tarde anterior, antes de salir de la ciudad. Los otros esperaron impacientes a que hablara.

—Señora, caballeros... —dijo por fin—. El asesino o asesinos cometieron su primer error antes de llevar a cabo su primer crimen. La publicación de estas predicciones falsas nos dice más del asesino de lo que él se haya propuesto por el mero hecho de propagarlas. En principio...

Morico le interrumpió con un gesto ejecutado por medio de un bizcocho. Tragó con dificultad antes de hablar.

—Perdón, señor Twiss. Pero ya que estamos ante un asunto tan escabroso, en el que solo la ciencia y la razón podrán hacer la luz, sería conveniente que usásemos un lenguaje más apropiado para denominar sus términos. Del mismo modo que a la misteriosa sustancia que ha corrompido los cuerpos de las víctimas la llamamos con la expresión latina de
anima pinguis,
sugiero que al asesino o asesinos los denominemos
interfector,
que significa
el que mata violentamente.
Si la señora marquesa no tiene ningún inconveniente...

—¿Quién soy yo para oponerme a los clásicos? —dijo Mariana, tratando de disimular su sonrisa con un pañuelo. Jovellanos conocía de sobra las manías de ese
diletante
de la alquimia, de forma que enseguida le cogió la palabra para no tener que dar más vueltas al tema.

—En efecto —prosiguió Jovellanos la argumentación de Twiss—. En principio podemos colegir que el
interfector
es un engreído, que pretende que todo el mundo sepa de él. El poeta que anuncia, el que lleva a cabo esos crímenes. O más exactamente que es un prepotente, alguien a quien, debido a su astucia o a su poder, no le importa prevenir contra sus futuros asesinatos puesto que los realizará con impunidad.

—Así es, don Gaspar. Pero como yo hace años que dejé de creer en las hadas, no me creo que las verdaderas razones para dar a la luz esos versos del
interfector
sean tales. —Twiss miró a Morico, que asintió complacido por la expresión, aunque todavía estaba resentido por el ridículo que le había provocado—. Mucho me temo que el
interfector
pretenda conseguir un efecto parecido al producido por mí antes con la broma.

Mariana de Guzmán respiró hondo un par de veces, con dificultad.

—Acaso el pánico entre el clero de Sevilla —dijo ella—. Porque convendrán conmigo, caballeros, en que las amenazas van dirigidas a servidores de la Iglesia. En esas estrofas se habla de «cáliz», «penitentes», «Papa»...

—Pudiera ser, pero todavía no tenemos los suficientes datos para confirmarlo categóricamente —repuso Twiss.

Jovellanos se sacudió de las manos las migas del bollo que acababa de comer.

—Es que, señora... —resopló—. Al usar esas palabras, tal vez comunes en su habla, el
interfector
podría ser él mismo un hombre de Iglesia.

Mariana pidió que le acercaran el cuadernillo de
El Único Piscator.
Como Jovellanos era el único de los presentes que estaba de pie, se lo pasó. En ese momento, mientras él entregaba y ella recogía, sus dedos resbalaron unos con otros, de modo que sus miradas fueron a encontrarse como si estuvieran imantadas. Fue un momento de embarazo fugaz, pero que no pasó desapercibido a la agudeza visual de Twiss. La joven leyó la última estrofa de «Los vaticinios de la noche que son del amanecer».

Después de dos el tercero

y el más inocente vendrá,

por ser también forastero

como todos culpable será,

en las aguas del río Jordán

beberá sin boca y todos temblarán.

—¿Han oído? «Todos temblarán...» —recalcó.

Morico acudió en apoyo de la idea de Mariana.

—Creo que la señora marquesa está en lo cierto. Caballeros, puedo hablar por experiencia. Los curas de la iglesia de la Caridad, adjunta al hospital que me honro en dirigir, están aterrorizados. He tenido que recomendarles infusiones de tila y valeriana, e incluso a alguno le he administrado láudano. Las advertencias del cardenal les han prevenido, pero también han aumentado su inquietud. ¿Y saben qué es lo que más pavor les produce? No la muerte, que al fin y al cabo pudiera tomarse como un martirologio. Lo más terrible es la posibilidad de sucumbir con sus carnes hechas
anima pinguis.
Suponen que sería como morir sin cuerpo humano, por lo tanto, no llamado para la resurrección del final de los tiempos. Les aseguro que, junto con la decapitación, el
interfector
no podía haber inventado peor manera de extender el miedo. Nos podemos imaginar qué sucederá cuando las amenazas de los piscatores se hagan evidentes a partir de ahora para todos, como nos ha ocurrido a nosotros. Ni que pensar cuando se produzcan nuevas víctimas... Habría que ver al
interfector
andar por las calles, orgulloso de su diabólica labor...

Jovellanos y Twiss cruzaron sus miradas, animadas por la misma idea de alarma. Las palabras de Morico les habían puesto ante sus narices la más evidente de las situaciones. Twiss se levantó de un salto y se limpió con una de las servilletas.

—¡Pero qué estúpidos somos...! —exclamó Jovellanos, haciendo atragantarse a Morico—. Nosotros aquí comiendo bollos y hablando futesas en lugar de estar ya en el piscator, donde deben darnos muchas explicaciones.

—¿Así que eso es lo que piensa de su presencia en esta casa...? —dijo Mariana con indignación forzada.

—Perdón, señora. Pero usted lo comprende…

Claro que Mariana lo comprendía; y se reprochaba que hubiese desviado de sus deberes a aquellos hombres por atención de su estado de salud. ¿O es que acaso el piscator no había sido una excusa para hacerlos pasar a
todos
a su alcoba? Ese súbito enfado consigo misma le provocó un ligero ahogo y que sus ojos se humedeciesen de la angustia, circunstancia que trató de ocultar a los demás con el pañuelo.

Jovellanos levantó al médico de su silla.

—¡Pronto, Morico...! Coja un coche de la casa y vaya corriendo al Alcázar. Juan Gutiérrez está con Bruna en el Cabildo, pero diga a Esteban del Sagrario o a Rafael Artola que cursen orden para cerrar de inmediato todas las puertas y postigos de la ciudad. Que no dejen salir a...

Twiss leyó en la portada del almanaque.

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