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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (33 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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Twiss elevó las córneas por sus cuencas oculares durante un par de segundos. Como si así, debido a aquellas palabras que acababa de oír, tratase de coger al vuelo una idea reveladora. No obstante, contestó sin compartirla.

—Si fuese así, se han equivocado del todo. Respecto a ese libro, ¿qué trabajo me hubiese costado deshacerme de él antes de que la patrulla llegase a aquel cuartucho de El Coliseo?

Jovellanos se acercó y extendió el librillo, mostrándoselo a Twiss, como si fuera una pequeña biblia sobre la que el inglés debería jurar.

—¿Por qué no lo hizo? ¿Y por qué se preocupó de él en plena pelea?

—¡Porque era lo último que me daba mi mejor amigo! —contestó Twiss con rabia—. El bueno de Hogg sabía lo importante que es para mí escribir una obra sobre mis viajes.

—¿Y por qué tenían tanto interés los inquisidores en él? —insistió Jovellanos manteniéndoselo como un puñal frente al pecho.

—Porque estaban tan errados acerca de su contenido como lo está ahora usted.

—¡Basta! —gritó Fermín, quien, a continuación, se acercó a ellos veloz, cogió el libro con ambas manos y lo arrojó al suelo con gran violencia.

Ante la sorpresa de todos aquellos hombres hechos y derechos, el muchacho, tratando de contener las lágrimas, plantó cara a su amo.

—¡Basta de tonterías! —prosiguió—. ¿Es que no piensa en Hogg? ¡Hogg está preso en el castillo sufriendo tormento! ¡Debe obligar a Ruiz a soltarle, amo...!

—¿Cómo te atreves...?

El chico se encorajinó aún más.

—¡Siempre con su estúpida ley en la boca! ¡Pero no se preocupa de los hombres! ¡Hogg es un hombre, Hogg es mi amigo...!

Dicho eso, Fermín se echó a llorar y salió corriendo de la cámara. Jovellanos se quedó aturdido, mientras que los demás, con la persistencia de un silencio, parecían reprocharle también su actitud. Jovellanos solicitó comprensión en sus miradas, pero las desviaban de la suya.

—Pero, caballeros, yo me debo a mi cargo... —dijo a modo de disculpa—. Nuestro primer deber es velar por las leyes y por la seguridad del reino. Suponiendo que el señor Twiss no sea el espía que parece ser, ¿qué me dicen de su prevista cita en El Coliseo? ¿No me negará ahora que no se presentó en el teatro para hablar con determinado masón?

—No lo niego, y así se lo he confesado al señor Bruna. —Twiss se levantó de la silla, como si ese circunstancial refugio ya no sirviese de tal, y se acercó a la ventana, desde donde habló cara al jardín para que nadie viese la humillación reflejada en su rostro—. Le ruego que me perdone, don Gaspar... Reconozco que me he comportado como un imbécil. Desde el principio debí hacerle partícipe de mis contactos con la masonería, pero quise proteger a Quesada. Temí que usted no lo comprendiese, y, sobre todo, me dejé llevar por la soberbia. Esa competencia intelectual que mantenía con usted me había excitado y a la vez cegado. A los ingleses nos gusta mucho competir, ¿lo sabía? Creí que yo solo podría encontrar una pista buena sobre el asesino y deslumbrarle a usted después, sin darme cuenta de que era un muñeco en manos de..., de Juana.

—¿Y qué me dice del oro? Todos los aquí presentes sabemos de su insistencia en preguntar por el oro que se mueve en Sevilla. Ese es un asunto muy delicado. Así en la paz como en la guerra, el oro siempre es una fuente de financiación estratégica. Cualquier gobierno pagaría muy bien por conocer qué cantidad de oro se mueve en reinos hostiles.

Twiss se volvió y mostró a Jovellanos unos ojos húmedos. Este se inquietó, nunca había visto a aquel hombre tan conmovido, tan transido de sentimientos. Twiss respondió yendo a apoyarse con ambas manos en el espaldar de la silla.

—Perdóneme si le he molestado por ello. En el fondo estoy poseído por humores sanguíneos. No soy tan imperturbable como parezco. —Se llevó una mano a un bolsillo de su chupa, sacó las miniaturas de estuche nacarado que un día le descubriera Juana y se las mostró a Jovellanos—. Estas dos damas son mi madre y mi hermana. Fíjese en mi madre, en el collar que luce y que era de oro. Digo
era
porque hace años que ese collar desapareció del seno de nuestra familia. Un día alguien penetró en nuestra casa de Norfolk y nos lo robó. Lo peor fue que a consecuencia del disgusto mi madre falleció poco después. Era un legado que se transmitía de madres a hijas desde hacía cuatro generaciones. Desde entonces he vivido obsesionado por recuperarlo, por encontrarlo en algún rincón perdido del mundo, como si con ello así quisiese restituírselo a mi difunta madre, como si así buscase revivirla de algún modo. Absurda idea que a veces me ha arrastrado como arrastra un capricho a un niño. ¿Sabe lo que hice en La Rochelle? Lo mismo que en Santo Domingo, que en La Habana, que en Ámsterdam, que en Filadelfia y que en tantos otros sitios. Preguntar acerca de un collar por mí muy querido. ¿Cómo no iba a hacerlo en Sevilla, el lugar que para mí aparecía como el mítico emporio del oro? Vano empeño, sin embargo, porque vaya usted a saber dónde esté esa joya, qué cuello de qué dama esté adornando, o si ya no existe por haber sido fundido. Este ha sido todo mi delito, caballeros, no querer dar por perdido el legado de una madre.

Las palabras de Twiss sonaban tan sinceras que Jovellanos no dijo nada. Y aunque hubiese querido, un nudo en la garganta se lo hubiese impedido. Rafael Artola se despegó de la librería, se acercó a él y le habló como si fuese su hermano mayor.

—Parece que han ido de malentendido en malentendido, don Gaspar. Lo peor es que hay alguien que sabía muy bien lo que hacía. ¿Por qué Gregorio Ruiz preparó esa trampa al señor Twiss en El Coliseo en vez de en un sitio más apartado y discreto? Pensemos, caballeros... Porque en realidad la hipotética condición de espía de Twiss le tenía sin cuidado. A él le basta con lo que crea o haga creer, aunque no se atenga a la verdad. Pues solo buscaba con la detención de este caballero por supuestos cargos tan graves en el teatro, en un lugar protegido por Su Excelencia el asistente, implicarnos irremediablemente a todos. Su afán es dividirnos y destruirnos como César hizo con los galos. Y lo más terrible de todo esto es que ahora tiene en su poder a ese pobre hombre, Hogg, sobre el que caerá su vesania para arrancarle una confesión, si no los planes de una
conjura
del Alcázar y del enemigo inglés contra Su Majestad y la religión.

El parlamento de Artola estaba lleno de sensatez y moderación, cosa inusual en él, e hizo reflexionar a Jovellanos. Twiss se le acercó también, en ese momento en que la rigidez de sus principios parecía ablandarse por dentro.

—Don Gaspar, le suplico que haga valer su autoridad para liberar a Hogg. No ya por mí, ni siquiera por él, sino por lo que defendemos. Si Ruiz acaba con Hogg, habrá acabado también con todas nuestras ideas. ¿Todavía duda de mi sinceridad, eh? Haga el favor de leer un párrafo de la última hoja escrita del libro. Está en inglés, pero creo que sus conocimientos de la lengua le permitirán entenderlo. Dígame si un espía tendría necesidad de apuntar algo así...

Jovellanos se agachó y recogió el libro. Lo abrió por la página indicada y leyó dicho párrafo lentamente, con dificultad, para sí.

Imagino que durante estos días Gaspar debe de estar sufriendo como nadie. La sombra del asesino le ha acercado más que nunca a la luz de su amada. Una luz que debería ser venturosa, pero que, por creerla inalcanzable a pesar de la cercanía, le traspasa y le hiere en lo más profundo.

Por un segundo una mirada de compasión mutua se cruzó entre ambos. Acto seguido Jovellanos se dejó caer en la silla que antes había ocupado Twiss. Luego habló con una voz pesarosa.

—Todo lo que intente por Hogg será inútil. El Santo Oficio posee una prerrogativa de cárcel secreta. Alegará que no guarda en sus mazmorras a ese prisionero. Y me temo que ni siquiera la intercesión del cardenal podría servir de nada, teniendo en cuenta la importancia que le da Ruiz a este asunto. En este momento Hogg no existe para el mundo...

Juan Gutiérrez se adelantó echando mano a la empuñadura de su sable.

—Para nosotros sí existe —dijo con vigor—. Y sabemos dónde está, y sabemos cómo traerlo de vuelta.

A continuación, la idea que estaba en la mente de todos se hizo explícita: había que ir al castillo de San Jorge y rescatar a Hogg. Al principio Jovellanos se opuso a ese atropello a la legalidad, pero luego admitió la propuesta, siempre que él
oficialmente
no supiese nada. Se expuso el plan a seguir. Twiss advirtió que cabía la posibilidad de que los inquisidores les estuviesen aguardando, y los demás le dieron la razón. No obstante —dijo Bustamante, cosa que Gutiérrez confirmó—, el castillo era muy vulnerable a un asalto. Era demasiado grande para tan poca gente como habitaba en él. Sus días de bonanza hacía mucho que habían pasado.

De esta forma, más animados y unidos, estuvieron por un buen rato estudiando el modo de entrar y salir del castillo con garantías de éxito. Entretanto, al otro lado de la ventana abierta, sentado junto al muro y detrás de unos setos del jardín, Fermín oía todo con claridad. Las huellas del llanto en su cara se transformaron en expresión de júbilo.

Nada más caer la noche, un grupo de hombres con vestimenta vulgar pasó desde el Alcázar a la torre del Oro a través de uno de los lienzos de muralla que los unían y por la que se abría la puerta de Jerez. La torre del Oro, un dodecágono, por aquel entonces albergaba las oficinas de la administración del puerto, a cuyos pies se extendía hacia el sur. Estaba tan pegada al río que, vista desde la orilla opuesta, se diría que flotaba como un navío de sillería entre los barcos anclados a su vera. Los componentes del grupo descendieron desde su segundo cuerpo por una escalera interior de caracol hasta ir a parar a unos peldaños al aire libre que conducían al malecón. Allí abordaron una barca de las muchas amarradas entre los bajeles y falúas, y remaron.

El grupo lo componían Twiss, Gutiérrez, Rafael Artola, José de Herradura y dos soldados hermanos gemelos conocidos como los Rubio, a los cuales el sargento Bustamante había recomendado como muy valientes y buenos luchadores, ya que él, por su edad, no podía emplearse en tal misión.

Conforme fueron remontando el río y se iban acercando más al puente de barcas, Twiss se fijó en él con más detenimiento que la primera vez que lo viera. No cambió la lamentable impresión que le había producido al principio. Las barcazas estaban muy deterioradas a pesar de que se las iba sustituyendo por otras nuevas cada diez años. Apenas estaba sujeto el puente flotante a gruesas y largas maromas que lo unían a ambas riberas, de tal forma que, con gran elasticidad, lo salvaguardasen de los vaivenes de la propia corriente del río y de la marea del cercano océano. Los dos extremos de las maromas principales estaban amarrados a sendos cabrestantes que se alzaban al lado de los terraplenes de las orillas, uno en la parte de Sevilla frente al convento del Pópulo, al lado de la puerta de Triana, y el otro por el arrabal de este nombre, pegado a la fachada del castillo de San Jorge. Amparada en la oscuridad, la barca cruzó por debajo de la plataforma de tablones. Sabían sus ocupantes que desde el otro extremo del puente siempre había ojos que estaban avizor. Por encima de sus cabezas el maderamen crujió como un mueble de junturas desvencijadas. Al salir, fue que el objeto de su destino apareció en todo su sórdido esplendor. La oscura muralla del castillo se extendía pegada al río de norte a sur, con sus diez torres dentadas y melladas, vigilantes de la cercana ciudad y acechadoras de todo aquel que osase moverse alrededor de su ominosa sombra.

Doscientos metros más de arduo remar, justo en el seno del meandro de San Jerónimo que daba forma por la parte de poniente a Sevilla, la barca viró hacia la izquierda y se internó por un brazo de agua que dividía el cauce del Guadalquivir. El río formaba allí una gran isla y no volvía a unirse a una corriente principal hasta varias millas más al sur, en San Juan de Aznalfarache. A cubierto por un denso cañaveral, los seis hombres desembarcaron y, después de poner la barca a buen recaudo bajo montones de cañas, caminaron tierra adentro. Ya que el puente estaba de día y de noche bien vigilado, su idea consistía en evitar cruzar el río yendo por aquel camino trasero y —confiaban— inesperado. Una vez rescatado Hogg, les bastaría con hacer el trayecto inverso.

Atravesaron las huertas y las ricas alquerías que surtían de verduras y hortalizas a la cercana ciudad. Los ladridos de los perros delataban sus pasos. Poco a poco, atentos por si acaso eran seguidos, se fueron acercando a Triana por su espalda. Este barrio de pescadores y artesanos tenía un inconveniente: sus calles eran más anchas y rectas que las del resto de la población. Así pues, hubieron de atravesarlo en grupos de a dos para no llamar la atención; andando lentamente entre las sombras, embozados, viendo como las negras almenas del castillo se asomaban sobre los tejados de un rojo apagado.

El muelle y todo el margen del Guadalquivir por Triana era un gigantesco almacén de madera, ya cortada o sin desbastar. Todos los años, con la crecida de primavera, docenas de almadieros provenientes de las lejanas sierras de Segura y de Cazorla bajaban por el río miles de troncos cortados de sus bosques, principalmente para construir nuevos barcos y reparar los deteriorados. No era la madera más adecuada para navíos de grandes travesías, de forma que se reservaba para los de cabotaje y para la armazón menor. Por lo tanto, enormes pilas de troncos se alzaban por doquier, en especial al lado de la muralla oeste del castillo, separándola de la población. La muralla, a su vez, estaba en ruinas por determinadas partes, como una huella más del terremoto del año cincuenta y cinco. Uno tras otro, los miembros del grupo se fueron aproximando al muro, al abrigo de la desolación que se acrecentaba en aquel lugar durante la noche, que hasta las mismas ratas evitaban. Ocultos por uno de los cerros de troncos, de piedra en piedra, se introdujeron en el recinto a través de una de sus descuidadas grietas.

Los seis se juntaron en el rincón de una barbacana, jadeando de ansiedad. Desde allí, durante unos momentos, se pusieron a observar el interior del castillo. Tenía diez torres de planta cuadrada, circunscribiendo una serie de patios, jardines y edificios conectados o separados entre sí por muros más pequeños que los exteriores. Las construcciones principales se encontraban en la parte oeste, donde ellos habían ido a dar, y donde se suponía que estaban las salas de audiencias, la capilla de San Jorge, los aposentos de los inquisidores más importantes y las cárceles. En el lado opuesto, del lado del río, se alzaban construcciones más modestas, destinadas a los notarios, a los secretarios y a los siniestros
familiares.
Sabían que por allí el castillo tenía una puerta separada de las aguas por un camino protegido por un muro exterior; aunque la puerta principal estaba más cerca de ellos, abierta a la calle del Altozano. Pero no atinaban a descubrirla, porque todo en su interior era oscuridad y silencio. No distinguían una pared de una puerta, y si había alguien vigilando resultaba imposible verle en su quietud. Al menos albergaban el consuelo de que ellos también podrían pasar desapercibidos.

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