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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (34 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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—Es tan grande el miedo que infunden que no necesitan tener vigías —murmuró Herradura.

—No se fíe... —replicó Twiss—. Señor Artola, coja el mando y guíenos.

Al igual que los otros, Artola nunca antes había estado dentro del castillo de San Jorge; no obstante, aseguraba conocer con cierto fundamento la disposición de su interior. Según había contado, de joven en Lima, había oído relatar a un aventurero cosas horribles de aquel lugar, donde había pasado preso tres años. A pesar de los años transcurridos, todavía permanecía en la memoria de Artola la descripción de sus lúgubres pasajes y de sus retorcidas escaleras. De manera que se creía con la capacidad de poder conducirlos hasta las entrañas más abyectas y recónditas del edificio. La célebre Tinaja, antro del que todo el mundo hablaba con miedo pero al que nadie que permaneciese vivo había visto.

Amparados en la oscuridad más espesa, los seis, uno detrás de otro, atravesaron saledizos, bajaron escaleras y avanzaron pegados a cortinas de cantería. Siempre rodeando el pabellón central de la fortaleza, donde con seguridad debería haber alguien despierto a juzgar por un par de luces que escapaban de sendas ventanas.

Llegando a la intersección de dos patios Artola se paró y detuvo a los demás. Se puso a escudriñar en la negrura del recinto y en la niebla de su memoria. Así estuvo durante unos momentos inacabables, mientras que los demás le observaban pegados a la fría y costrosa piedra. Por fin recordó cuál de aquellos arcos que se vislumbraban difusos al fondo del siguiente patio debían elegir.

—Aquel del centro, señor Twiss —dijo Artola acallando su voz—. Aquel que tiene un escudo encima.

—¿Un escudo? Yo no veo ningún escudo —replicó Herradura.

—Está bien... Convengamos que aquella mancha en su frontispicio es un escudo —sentenció Twiss, evitando que los dos peruanos se enzarzasen allí en una de sus frecuentes disputas—. Señor Artola, antes de traspasar esa puerta convendría que aquí y ahora procurase recordar qué nos espera más allá, porque sin duda nuestra retirada no va a ser tan fácil como la llegada.

El guía se arrugó la frente con una mano y resopló.

—No sé... Aquel hombre no fue muy preciso al respecto, y si lo fue, de eso hace tanto tiempo... Creo recordar que dijo que ese arco conducía a una escalera de caracol que se hundía profundamente en las entrañas de la tierra, y que al fondo se encontraba la horrible Tinaja, donde se llevaban a los prisioneros más importantes para su interrogatorio. Si existen otras cosas, si nos podemos tropezar con desagradables sorpresas, lo ignoro.

—¿Qué más da? —exclamó el teniente Gutiérrez con rabia contenida desde en medio de la fila, delante de los gemelos Rubio—. Hagámonos a la idea de que no podemos estar peor.

En las circunstancias en que se encontraban, Twiss juzgó que tales palabras por parte del teniente, llenas de irracionalidad, eran lo más sensato que podían pensar. Animó a Artola a proseguir. El grupo cruzó el último patio, escurriéndose pegados a los muros de su perímetro. Una vez que alcanzaron la puerta de arco, comprobaron que, en efecto, sobre ella había un escudo labrado en la piedra. Era el escudo del Santo Oficio: una cruz alzada sobre una colina, con una rama de olivo a su derecha y una espada a su izquierda. La rama representaba la misericordia que podía impartir y la espada, la severidad con la que castigaba. Rodeando el escudo había una leyenda de significado inquietante:
Exurge Domine et Judica casuam tuam.

El primero en internarse en el túnel que se abría ante ellos fue el propio Artola, seguido de Herradura y de los gemelos Rubio. Antes de imitarles, Gutiérrez paró a Twiss por un hombro. Su vista estaba fija en los oscuros perfiles de las torres y los pabellones que les rodeaban, recortándose sobre un cielo desabrido y sombrío.

—He visto algo, señor Twiss —comentó Gutiérrez, inquieto—. He visto moverse a alguien por aquel tejado.

Twiss miró también, pero sin llegar a ver nada. Y luego habló con una frialdad desconcertante.

—¿No creerá que Ruiz duerme a esta hora, teniente?

Gutiérrez no tuvo más remedio que sonreír, aunque con aprensión. A continuación la boca de piedra se tragó a ambos.

Gutiérrez no había visto a otro más que a Fermín. El muchacho había penetrado en el castillo media hora antes que el grupo por la misma grieta de la muralla, aguardando la llegada de sus amigos escondido en los tejados. Si había que rescatar a Hogg, deseaba contribuir a la empresa. Para eso había deambulado por Triana desde la tarde. Y ahora había creído llegada su oportunidad, porque desde su atalaya era testigo de algo espantoso.

Desde allí llegaba a distinguir una masa informe de individuos escondidos en otro de los patios, empuñando siete u ocho espadines; y había descubierto a muchos más sicarios ocultándose en las torres y las galerías. Sus amigos se dirigían hacia una trampa, así que debía avisarles. Venciendo sus temores, había hecho señales desde el tejado, procurando no delatarse. Pero como no surtieran efecto, en ese momento había decidido llevarles la voz de alarma allí donde se encontrasen. No importándole que le descubriesen mientras corría en pos de los suyos, saltó del tejado a una almena y desde allí, por su escalerilla, ganó el patio. Lo cruzó veloz y se introdujo también por la puerta de arco.

Poco después Fermín se daba cuenta de que descendía por una escalera circular que no tendría más de dos varas de ancho, y además notaba que veía mucho mejor. Unas antorchas dispuestas de trecho en trecho en el muro circular iluminaban lo que parecía ser un pozo de mampostería, de bastante anchura. Se acercó al borde de la escalera sin pretil y miró al fondo. Solo vio la tenue claridad de las antorchas retorciéndose a la par que la escalera alrededor de una oscuridad insondable. Distinguía que los peldaños eran enormes piedras que sobresalían de la mampostería del pozo, y que de esta, por aquí y por allá, se abrían huecos a modo de pasadizos, aunque no atinaba a imaginarse cómo se podría llegar a ellos, pues no había peldaños que los comunicasen con la escalera.

No había señales de sus amigos, como si la tierra se los hubiese tragado. Entonces recordó las historias que había oído contar cuando pertenecía a la banda de Carahigo. Sobre que desde el castillo de San Jorge se podía alcanzar por ciertos pasajes el centro de la Tierra, no lejos del Infierno. Y que había otros pasajes no tan hondos que cruzaban por debajo del lecho de río hasta internarse por debajo de la ciudad; caminos secretos que los inquisidores usaban para llegar a cualquier calle y raptar a sus enemigos. Para cerciorarse de ello, Fermín tiró una de las piedras que guardaba entre la camisa y el cuerpo, para en caso de que tuviera que defenderse. La piedra cayó sin llegar a tocar fondo, hasta que segundos después un débil eco a agua revuelta rebotó en sus oídos. El muchacho se estremeció y quedó paralizado al borde mismo de tan abismal peligro.

Pero enseguida algo más cercano y perentorio llamó su atención. Una serie de pisadas atropelladas descendía por la escalera. ¡Por detrás de él! Pensó que sin duda pertenecerían a los sicarios que había visto escondidos en el patio, que ahora cerraban su trampa. ¡El estaba dentro de ella y pronto le alcanzarían! Sin pensárselo, se decidió a seguir bajando. Fue descendiendo atropelladamente, a veces de dos en dos escalones, cada vez a más velocidad. Sin embargo, de imprevisto, algo le paró en seco, y hubo de agarrarse con las uñas a las grietas de la pared a fin de evitar caer al abismo. Faltaban tres de los peldaños de la escalera.

No tardó en distinguir entre la penumbra una pasarela de tablas que había sido retirada del camino y que ahora reposaba apoyada en la pared, inalcanzable, ya que estaba al otro lado del corte. Quiso creer que tal cosa la había hecho el grupo del señor Twiss para salvaguardar sus espaldas, y que ni mucho menos se habían precipitado todos al abismo como casi le ocurre a él. Sí, algo así era propio del astuto inglés. Fuese como fuese, él se podía dar ya por atrapado. Las pisadas de las botas y zapatos estaban cada vez más cerca. Una luz de más antorchas les precedía bajando por el curvo sendero, una claridad que se le antojó sacada de las llamas del Averno. Desesperado, comprendió que no le quedaba más remedio que seguir para delante; así que debería saltar por encima de ese hueco abierto en la escalera. Tendría que tomar impulso si quería conseguirlo. Para tal propósito, sin pensárselo dos veces, subió varios peldaños hasta que se tropezó con el grupo de facinerosos que descendía espadines en mano.

Uno de ellos, el que los encabezaba, le llamó poderosamente la atención. Bajo su embozo únicamente se le veían ojos; aunque no parecía tener ojos, sino tan solo negras y vacías cuencas de muerto. El espantoso grito de Fermín de cara a tales oquedales detuvo momentáneamente a aquellos hombres, alguno de los cuales retrocedió un paso, no menos impresionado por tamaño chillido. Fermín aprovechó la circunstancia para lanzarse de nuevo escaleras abajo hacia el vacío, con más ganas de las que le habían animado al principio.

Saltó sobre el tenebroso hueco de tal forma que su coleta al aire rozó el rellano de uno de los pasajes siniestros. Pero no había previsto cómo caer encima de unos peldaños esquinados y resbaladizos, de modo que rodó por la escalera como un insecto que se precipitase hacia el oscuro cubil de su cazador.

Capítulo 14

A La Tinaja se llegaba a través del último pasadizo del pozo, allí donde moría la escalera de caracol abruptamente sin que se adivinase todavía el lecho del agua. El pasadizo daba a un redondel de tierra de anchura parecida al del pozo, también de mampostería, pero con una característica singular: formaba una especie de gigantesco embudo abierto en su cúspide a ras de uno de los patios del castillo. Asimismo, poseía una escalera de menos de una vara de ancha que, desde la base, se elevaba enroscándose como una serpiente por la pared, hasta ir a dar a un portillo que entre la oscuridad apenas se veía desde abajo. Era a partir de ahí, a un tercio de su altura, cuando el pozo comenzaba a estrecharse en forma de bóveda abierta. Ciertamente que se asemejaba a una tinaja enterrada, con su boca cara al cielo estrellado.

El redondel del piso estaba iluminado por algunas antorchas y por las ascuas candentes de un gran brasero del que se elevaba un continuo y espeso humo. Había multitud de argollas y grilletes colgando de la pared cóncava, y un potro de tortura manchado de sangre seca, y un gran barril lleno de agua pútrida, y otros artilugios para dar tormento al lado de inmundas covachas con rejas que apenas se alzaban del suelo.

El grupo de seis se desplegó por el redondel empuñando sus espadas.

—Así que este hoyo mefítico es la renombrada Tinaja... —comentó Herradura.

—Cuántos miserables habrán entregado su vida o su honra aquí... —le secundó Gutiérrez.

—¿Y Hogg? ¿Dónde está Hogg? —preguntó Twiss a los demás y a sí mismo.

Todos se pusieron a buscarlo, pero poco había por donde buscar. Si acaso en la docena de covachas. Estas eran como pequeños túneles, no más altos que la cintura de un hombre pero de profundidad indefinida, cerradas con rejas y candados. Alumbrándose con una de las antorchas, Gutiérrez se sobresaltó al escudriñar en un túnel, al fondo se adivinaba el esqueleto de un infeliz.

—¡Miserables...! —exclamó Artola después de mirar en varias covachas—. Obligaban a los presos, de día y de noche, a ser testigos de los tormentos de sus compañeros.

—¡Esa era la mejor tortura de los inquisidores! —remachó Gutiérrez.

Estaban los seis sin saber qué hacer cuando un débil gemido proveniente de lo alto llegó a ellos. Los gemelos Rubio fueron los primeros en levantar la vista, seguidos por los demás. Descubrieron que la escalera retorcida acababa en un gran peldaño a modo de rellano sobresaliente, a donde iba a dar una puerta, a unas nueve varas del piso. Ese rellano y esa puerta en la primera vez que miraron apenas se podían adivinar, pero ahora dos sujetos con sendas antorchas impregnaban de una luz anaranjada a toda esa altura de La Tinaja. Entre ambos se encontraba otro sujeto muy gordo, con la cabeza afeitada, apenas cubiertas sus vergüenzas con un taparrabos, sujetando un látigo en sus manos. Y a su lado, por delante, hierático y nervudo, se mostraba Gregorio Ruiz con los brazos recogidos bajo las alas de su hábito. Enfrente mismo de ellos, a cuatro pasos en medio del vacío, las antorchas hacían brillar el sudor y la sangre de Hogg, que, en cueros, atado por las muñecas, colgaba de una barra de hierro que atravesaba La Tinaja a otras dos varas más arriba. Hogg mantenía la conciencia. A pesar de sus heridas y de que el humo del brasero le envolvía como una miasma sofocante, que tras caldear su cuerpo se elevaba hacia la boca abierta en el patio y subía hacia la noche estrellada. Y en torno a esa boca habían aparecido las diminutas siluetas de cinco o seis individuos que se asomaban con sus armas empuñadas.

Con la cabeza gacha, Hogg pudo cruzar su mirada con la de Twiss; ambos se sonrieron. Acto seguido Twiss volcó el brasero de una patada y, ayudado por Gutiérrez y Herradura, sofocaron las ascuas y su humo con patadas y puñados de la tierra húmeda. El comisario inquisidor Ruiz rió brevemente observándoles en ese afán. A continuación habló, con una voz ahuecada por el lugar.

—Mucha e inútil es su osadía por socorrer a un esclavo, señor Twiss. Le confieso que, por lo que sabía de usted, esperaba que viniese a rescatar a este desdichado salvaje, y esta noche a más no tardar. Pero lo que me sorprende es que acudiese derecho a este recinto, sin salvaguardia y sin esperanza de salir con bien. Y además trayéndose a varios cómplices del Alcázar para profanar esta casa de nuestra Santa Madre Iglesia. —Se persignó, dejó la mano en su pecho y alzó la mirada hacia la boca de La Tinaja—. ¡Oh, divino Señor, te damos gracias por tu forma de cegar a los esbirros del pecado y propiciar que se haga tu sublime justicia por estos tus servidores...!

—¡No mezcle a Dios en esto, canalla! —le gritó Twiss señalándole—. ¡Y menos a la justicia, palabra que se corrompe en boca de alguien sin piedad!

—Abominable teoría esa de anabaptistas. Todo cuanto dice confirma el peligro que se puede esperar de un espía inglés. Pero, ¡ah!, ya no habrá más intrigas contra Su Majestad, ni crímenes sacrílegos y masónicos en Sevilla. Tenga por seguro que usted y sus compañeros acabarán firmándolo y reconociéndolo en esta lista de los causantes de tanta traición y tanto desmán, encabezada por ese artero deísta de Olavide.

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