El alfabeto de Babel (11 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

BOOK: El alfabeto de Babel
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—Sin duda —asintió Catherine, rozándose ligeramente la sien con la mano—. Podríamos llegar a saberlo si supiéramos en qué lugar está situada «la iglesia del italiano».

En ese momento entró el propietario del bar y se dirigió directamente hacia Grieg. Catherine lo miró de un modo distinto a como lo había hecho hasta entonces.

—¿Has localizado la capilla? —preguntó en voz baja Grieg a su amigo.

—Sí —contestó, hablándole casi al oído—. La capilla es la única que «el arquitecto italiano» proyectó y construyó en Barcelona. Te he marcado el lugar donde está situada —dijo, y le entregó un plano de Barcelona, tras lo cual volvió de nuevo a la trastienda.

Grieg abrió el mapa y lo cotejó con el apunte que había dibujado en el hotel frente al proyector de transparencias, cuando Catherine se lo solicitó.

—¿Qué has averiguado, Gabriel? Yo estoy en blanco.

—Ya sé dónde se encuentra la capilla. No hay error posible —aseguró Grieg, que volvió a guardarse el papel en la cartera.

—Fantástico. ¡Vamos hacia allá! No perdamos ni un minuto…

—Espera, espera… —la interrumpió Grieg, mientras volvía a leer la carta firmada con las iniciales «C.O.».

… la depositaré hoy mismo, junto a su complemento, a las dos en punto de la madrugada, bajo la cornucopia […] Los destellos luminosos de la pólvora me indicarán dónde.

—Si te fijas bien —razonó Grieg—, el abajo firmante quería depositar la mitad de la llave…, y tenía que ser precisamente a las dos en punto de la madrugada.

—¿Qué importancia puede tener la hora?

—Sin duda está relacionado «con los destellos luminosos de la pólvora», y aunque no estoy completamente seguro…, por el lugar donde se encuentra la capilla sospecho de qué debe tratarse.

—Entonces, ¿qué opinas, Gabriel?

—Veamos. Tengo una mala noticia y otra buena.

—Empieza por la menos mala.

—Creo que sé el lugar donde se encuentra la cornucopia.

—¿Cómo puedes saberlo?

—No tiene importancia. Ya te lo diré, pero ese dato resulta completamente inútil, porque está íntimamente ligado con la mala noticia.

—¿Cuál es?

—Pues que ya… —Grieg miró su reloj digital— pasan unos minutos de las dos de la madrugada y…

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Catherine—. Ha pasado un siglo desde que se escribió esa carta… ¿Qué importancia puede tener una hora más o menos?

—Esa «hora» tiene mucha importancia, porque quizá de ella… —Gabriel Grieg miró fijamente a Catherine— dependa mi vida. Si tenemos que esperar hasta mañana perderíamos un día, y eso acarrearía fatales consecuencias. Para saber en qué lugar está la cornucopia, debemos estar en la capilla a las dos en punto de la madrugada. Si vamos una hora más tarde, no llegaremos a saberlo.

—Está bien, Gabriel —declaró Catherine dispuesta a enmendar la situación—. Tú ya sabes el lugar donde se encuentra la capilla y el motivo por el que hay que estar allí a las dos. Muy bien. Yo arreglaré el resto.

—¿Cómo lo vas a hacer? Te recuerdo que ya son las dos.

—No temas por eso. ¿Cuánto tiempo necesitamos para llegar con la moto hasta esa capilla?

—Unos quince minutos, pero, como no inventes una máquina del tiempo, me temo que…

—Dijiste que tu compañero nos prestaría el material que nos hiciese falta ¿no?

—Sí, así es.

—Llámalo y pídeselo.

Gabriel Grieg analizó la determinación que mostraban los ojos azules de Catherine. Algo, desde lo más recóndito de su ser, le aconsejó obedecer en aquel momento a aquella mujer, aunque no supiese cómo iba a solucionar el problema. De inmediato, se levantó y llamó a su amigo.

—Necesito que me prestes una linterna-foco, una linterna pequeña, un martillo y un cortafrío.

El compañero de Grieg asintió con la cabeza, pero sin comprender, ni siquiera remotamente, el extraño comportamiento que mostraba aquella pareja, en especial Gabriel Grieg, al que sin duda le pasaba algo muy serio; no reconocía su habitual carácter extrovertido.

—¿Para qué quieres esas herramientas? —preguntó Catherine, intrigada.

—Esa pregunta tiene una fácil respuesta, pero antes quiero saber cómo vamos a lograr estar en la capilla a las dos… si ya pasan casi quince minutos de esa hora.

Catherine, tras mirar su reloj de pulsera, sonrió levemente.

—Son las dos y doce minutos, pero ésa es la hora oficial. No hemos llegado al último domingo de marzo, por lo tanto, estamos aún en horario de invierno.

—¡Claro! —exclamó Grieg, aliviado al ver que su problema salía de la vía muerta en la que parecía haber entrado.

—En 1909 —prosiguió Catherine— no existían aún ajustes horarios. Nosotros estamos adelantados una hora sobre la hora solar, y cuando nuestros relojes marquen las tres de la madrugada, en realidad, serán las dos.

—Tu razonamiento es correcto, señorita Willy Fox —reconoció Grieg, sonriendo, mientras el hombre del pelo recogido depositaba sobre la mesa las linternas y las herramientas.

—Debes explicarme, inmediatamente, de qué capilla se trata y cómo has llegado a deducirlo —le conminó Catherine.

—Te lo explicaré por el camino, ahora debemos darnos prisa —dijo Grieg, tras solicitarle a su amigo un último favor y coger el martillo y el cortafrío con una sola mano.

—Yo tenía entendido que para matar vampiros… las estacas debían ser de madera y no de acero —exclamó asombrado el propietario de La Montaña del Averno.

—¿Matar vampiros? —preguntó Grieg, mirando fijamente a los ojos de Catherine—. ¡Ojalá se tratara de eso!

12

Un intenso y marino olor a salitre invadió a Grieg y a Catherine cuando llegaron al final de la Via Icaria. Frente a ellos, impidiéndoles el paso, se encontraron con una verja semicircular que clausuraba un cuidado jardín. Dos enigmáticas pirámides egipcias, semiocultas por la espesa niebla, lo presidían incrustadas en la fachada interior.

Gabriel Grieg detuvo la Harley-Davidson junto a la puerta situada en el centro de la verja. Catherine observó aquel extraño jardín envuelto por la niebla, que le recordó el impluvio de una antigua y desmesurada casa colonial. «Qué extraño lugar», pensó, observando la esmerada poda que lucía un ciprés. La luna, en incipiente fase de cuarto creciente, brillaba nebulosamente entre la omnipresente niebla, que parecía haberse instalado definitivamente en Barcelona. No hacía frío, y se podía respirar con intensidad el olor del mar.

«El salitre tiene que ser la clave que resuelva el enigma», pensó Grieg.

Catherine, tras observar una cruz celta y un Sol de la Vida egipcio grabados sobre la fachada principal, leyó unas palabras en latín que estaban situadas entre las dos pirámides. De pronto comprendió la finalidad de aquel misterioso lugar.

—Pero, si esto…, ¡esto es un cementerio! —exclamó, sorprendida, mirando de repente a Grieg.

—No —especificó él, extrayendo unos utensilios del interior del maletero de la moto—. Estamos ante una hermosa plaza. El cementerio se encuentra detrás del frontispicio.

El cuidado jardín, custodiado por las dos pirámides egipcias, pertenecía al Cementerio Viejo de Barcelona, situado a poco más de un centenar de metros del mar. De estilo mediterráneo, está inspirado en el que se construyó en Pisa en el siglo XIII. Su planta es rectangular de tipo claustral. Rodeado en su totalidad por elevados muros perimetrales, es muy similar al cementerio de Viena.

—En el caso de que se halle ahí dentro la losa de la cornucopia, ¿cómo vamos a encontrarla? —preguntó Catherine, que señaló hacia el portalón—. Una losa puede estar en cualquier parte de un cementerio.

—Cotejando los escasos datos de que disponemos —dijo Grieg, empezando a caminar—. La tercera aspa del plano del triángulo indicaba la zona de Barcelona donde nos encontramos.

—¿Cómo puedes estar seguro? —preguntó Catherine, intrigada—. Sólo es una cruz bajo un triángulo, que no está situado en ningún espacio concreto.

—No olvides que el triángulo representa Barcelona. La cruz marcaba la zona de Poblé Nou y la carta que encontramos en la catedral citaba una capilla proyectada por un italiano. —Grieg no dejaba de caminar mientras Catherine lo seguía a escasa distancia.

—¿Y qué tienen que ver entre sí esos dos datos? —Catherine formuló la pregunta con inquietud.

—En Barcelona, en el siglo XIX, únicamente fue proyectada una capilla por un italiano, y precisamente está situada en la zona de Pueblo Nuevo, precisamente ahí dentro —dijo Grieg, que señaló con su dedo índice hacia el interior del cementerio—. No hay margen de error posible.

—¿Y quién era ese italiano?

—Se llamaba Antonio Genesi. La capilla y el diseño del cementerio son suyos. Murió a la edad de treinta y cuatro años y está enterrado dentro de su propia construcción. Quizá pasemos por delante de su tumba.

—La cruz, en el plano, podría indicar otro lugar de Barcelona, no olvides que no logramos descifrar la frase que estaba junto al aspa.

—Demasiada casualidad. —Grieg se detuvo de repente y extrajo un papel de la cartera—. Además, fíjate lo que anoté en el hotel cuando me pediste que tradujera las letras que había junto a las cruces del triángulo.

Catherine tomó el papel y leyó la palabra que figuraba escrita junto al aspa inferior del plano.

CORNUCOPIA

—¡Lograste traducir el texto! —exclamó Catherine mientras dirigía su vista hacia otra palabra que correspondía al segundo lugar fijado en el mapa; pero antes de lograrlo Grieg le quitó educadamente el papel de las manos—. ¿Cómo lo conseguiste?

—No olvides que conocía a la persona que dibujó el plano. Una de sus aficiones era escribir con letra de médico. Me hacía traducir frases inverosímiles a cambio de golosinas. Pero ahora dejemos todo esto, están a punto de dar las dos de la noche, aunque en realidad sean casi las tres.

—¿Qué plan tienes para entrar en el cementerio? —preguntó Catherine, que miraba hacia el vértice de una pirámide.

—Ya se nos ocurrirá algo —indicó Grieg, pensando en el martillo y el cortafrío que portaba en su bolsa.

Catherine continuó caminando sobre la estrecha acera que circunda la verja semicircular, sin dejar de mirar hacia el pórtico de la entrada principal.

—Vamos a tener problemas —dijo Grieg, mirando hacia los elevados muros—. Hacía mucho tiempo que no venía por aquí y ya no recordaba lo amurallado que está el cementerio. He calculado mal. Lo vamos a tener difícil para entrar.

—Dijiste que deberíamos estar en el interior a las dos en punto, prescindiendo del ajuste horario, y para ello faltan escasos minutos. Tenemos muy poco tiempo. —Catherine hablaba mientras seguían bordeando la reja de forma semicircular—. Aunque desconozco qué importancia puede tener entrar diez minutos más o menos tarde, cuando estamos investigando sucesos que ocurrieron hace décadas…

—No puede ser de otra manera —contestó Grieg—. Tengo una ligera idea acerca de las palabras que están anotadas en la carta que encontramos en la catedral.

—Continúa. —Catherine se mostraba más y más inquieta ante la posibilidad de penetrar de noche en un cementerio.

—Cuando en la carta que «encontramos» en el sillar de la catedral —prosiguió Grieg— se hace referencia a las dos de la madrugada y a los destellos luminosos de la pólvora, se nos está dando una información vital. Si no encontramos la losa antes de las dos en punto…

—¿Qué sucederá? —preguntó, inquieta, Catherine.

—Perderemos veinticuatro horas.

—¿Porqué?

Catherine se mostraba confusa.

—Porque el fenómeno no volverá a repetirse hasta mañana.

—¿A qué «fenómeno» te refieres?

—Ahora me interesa mucho más hablar de las veinticuatro horas que del fenómeno —respondió Grieg, mirándola a los ojos—. No olvides que, según tu advertencia, los «Mercedes negros» vendrán por mí dentro de menos de veinte horas.

Cuando dejaron atrás la verja semicircular, Catherine sintió un desasosiego muy similar al estremecimiento. La calle Taulat, tras perder la forma redondeada que bordeaba el elegante jardín, se transformaba en una enorme tapia: un inexpugnable muro sin el más mínimo detalle ornamental, que parecía evaporarse por efecto de la bruma a diez metros de distancia, el límite visual hasta donde la niebla permitía ver.

«¿Qué es eso?», pensó Catherine sin poder reprimir una exclamación de sorpresa y de repulsa, cuando vio la horrenda y desvencijada tapia que se elevaba a su derecha. La humedad había hinchado las sucesivas capas de pintura y yeso. Unos horrendos borbotones surgían de aquel muro entre manchas negras y afloraciones de inquietante origen.

Catherine se detuvo al ver aquel horrible muro.

—¿Hacia dónde te diriges? —preguntó Catherine, suponiendo que Grieg pretendía adentrarse en la calle Taulat.

—Creo recordar que había una puerta auxiliar un poco más adelante.

Catherine aceleró el paso al ver cómo la figura de Gabriel Grieg empezaba a difuminarse en medio de la niebla.

—Por favor, sostén la bolsa —dijo cuando Catherine llegó a su altura.

Extrajo de su interior el martillo y el cortafrío que por su tamaño parecía diseñado para cortar gruesas cadenas de acero.

—No pretenderás… —exclamó Catherine al intuir las intenciones de Grieg—. Si nos descubren forzando la puerta de un cementerio, nos podemos meter en un buen lío.

—Eso no es posible —replicó Grieg, que ya tenía las dos herramientas en su mano derecha.

—¿Por qué no?

—Porque ya estamos metidos en un buen lío. Además, me causan más inquietud esos señores que se mueven en autos de lujo y que, según tú, vendrán a buscarme hoy mismo, que los muertos de este cementerio.

Grieg apretó la empuñadura del martillo y el cortafrío con su potente mano de montañero, dio media vuelta y a grandes zancadas se volvió a difuminar en la niebla. Catherine lo siguió, teniendo la misma desasosegadora impresión que si estuviese caminando sobre la fina cuerda de un funambulista.

Caminaron unos metros hasta que vieron un viejo portalón de hierro.

Estaba cerrado con una cadena y un viejo candado.

Grieg miró hacia ambos lados de la calle Taulat para ver si los faros de algún coche delataban alguna presencia humana. No había nadie más que ellos dos en la solitaria calle, y la niebla parecía ser su aliada, pues los envolvía de una manera protectora y providencial.

—¿Tienes un pañuelo? —preguntó Grieg, mirando hacia el oxidado candado.

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