El alfabeto de Babel (48 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

BOOK: El alfabeto de Babel
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Catherine estaba realmente impresionada.

Contempló, intrigada, en un pedazo de cristal, unos destellos flamígeros en la punta de unas afiladas lanzas y en el filo de unas grandes espadas, que parecían pertenecer a los guerreros de Carlomagno enfrentado a los sarracenos y narrado en
La canción de Rolando.

«¿Por qué están rotos?», volvió a preguntarse Catherine cuando tomó entre sus manos un vidrio de Venecia, donde se distinguía un castillo amurallado, al que únicamente se podía acceder atravesando un estrecho y arriscado talud que transcurría entre las nubes, inspirado en el castillo de Canosa: inexpugnable fortificación de Matilde y donde tuvo lugar un encuentro entre el papa Gregorio VII y el «rebelde» Enrique IV, en el siglo XI.

Catherine sabía perfectamente que no debía alargar demasiado su estancia en aquel lugar, pero se encontraba literalmente fascinada por la belleza de aquellas piezas. De nuevo, tomó una gran porción de cristal y la contempló al trasluz: rayos de luces doradas, amarillas, rojizas… iban a incidir sobre los ropajes, quizás un hábito que portaba un hombre decapitado por el azar de la rotura. Podría ser cualquier persona, cualquier monje, pero a Catherine le recordó el cuadro de
San Francisco recibiendo los estigmas,
de Giotto. Desconcertada, volvió a dirigirse hacia la escalera, pero antes se detuvo en una mesa de trabajo que tenía un único cajón.

Lo abrió.

En su interior había centenares de matrices de papel translúcido para la construcción de los vitrales. En cualquier otro momento, le hubiese fascinado poder analizar todos aquellos dibujos; sin embargo, no era el día adecuado.

Introdujo sus dos manos para ver si hallaba algo más. De pronto, sintió que algo hiriente se le había clavado en el interior de la uña de su dedo corazón.

Al instante, pensó que se había cortado con un trozo de cristal y maldijo su falta de prudencia. Extrajo su mano del interior de las matrices de papel y comprobó que no se trataba de un trozo de cristal, sino del afilado extremo de un alambre en forma espiral. Vio un objeto que le causó sorpresa.

Se trataba de un bloc del mismo tamaño y con el mismo dibujo del caballo rampante que le mostró a Grieg en el hotel y que él tuvo en su niñez. Su pulso se aceleró.

Inquieta, abrió la libreta y fue pasando una a una las hojas. Eran dibujos con el trazo muy preciso. A lápiz. Magistrales. En ellos vio diferentes vistas del Passatge de Permanyer, fragmentos del empedrado y de las palmeras, de los detalles de las rejas y de las esculturas de piedra.

Dibujos muy elaborados y precisos.


Malheur! Ne rien savoir du tout!
—maldijo Catherine cuando se vio dibujada, quizá diez años más joven, en una de las láminas de aquel cuaderno de dibujo.

Un escalofrío intenso le fue erizando, poco a poco, el vello. «Grieg tenía razón: esta casa está relacionada con mi pasado, pero… ¿cómo lo ha sabido?»

La sucesión de diferentes dibujos de su rostro acababa con el más inquietante de todos: el que estaba situado en la última hoja.

Catherine, o alguna persona exactamente igual a ella, estaba dibujada de cuerpo entero y vestida con falda y un jersey de cuello alto, frente a un gran espejo ovalado colgado de una pared, donde se reflejaba ella misma, o quien fuese, vestida de monja.

«No es momento de analizar todo esto», se dijo Catherine.

Introdujo el cuaderno de dibujo en su bolsa de piel y empezó a subir por los escalones del sótano. «¡Debo marcharme inmediatamente de este lugar!» Trató de infundirse ánimos, rodeada de aquella fantasmagórica luz color esmeralda, pero un nuevo pensamiento acentuó su angustia: «Me queda por ver qué hay en el último cuarto».

Sin querer prolongar su incertidumbre, extrajo las llaves, abrió la puerta y atravesó silenciosamente el pequeño patio donde trepaban las hiedras que nacían de unos gruesos tallos.

Sin percatarse de ello, al llegar al final del pasillo, se había introducido en una sala sin puerta que se encontraba casi totalmente a oscuras.

Vio un carcomido perchero de madera del que pendían dos batas de colegial. Encendió la linterna y centró su atención en un pupitre de madera, similar a los que ella usó en su infancia.

Una oleada de recuerdos regresó hasta ella.

Recordó la imagen de una monja frente a un grupo de niñas atemorizadas, hablándoles de su futuro, de la importancia de lo que tendrían que acometer de mayores, de su cometido en la vida.

De la misión.

Catherine rememoró un tiempo en el que nunca había querido pensar demasiado. Recordó el maravilloso perfume que desprendían las flores en el mes de mayo: el mes de María; el zumbido que hacían las moscas al golpearse contra los cristales siempre cerrados del orfanato; el tacto frío de los tinteros y el lento transcurrir de las horas marcadas por las campanadas de la catedral.

«No es momento para recuerdos de infancia», consideró Catherine. No aquella noche. Apagó la linterna y se dirigió de nuevo hacia el pasillo junto al arriate de las hiedras. Sin embargo, aún le faltaba ver una de las cuatro paredes de ladrillo de obra vista de aquella habitación.

La cuarta pared.

Catherine encendió la linterna y la volvió a apagar.

Había quedado horrorizada.

Con el corazón latiéndole con fuerza en las sienes, abandonó aquel desván con la firme intención de no regresar a él nunca más.

¡Jamás!

Ascendió por la escalera externa y, tras depositar las llaves en el recibidor, cerró la puerta principal de la casa y pisó aliviada de nuevo el empedrado del Passatge de Permanyer, tras atravesar a toda velocidad el pequeño jardín.

Al cabo de unos minutos, la puerta de la finca se abrió y Catherine vio que Grieg se despedía de la anciana.

—¿Qué te ocurre, Catherine? —preguntó cuando llegó junto a ella—. Estás muy pálida.

La mujer guardó silencio mientras caminaba en dirección hacia el exterior del pasaje.

—No temas reconocer que estás asustada, yo también lo estoy. ¿Qué has visto ahí dentro?

Ella continuó sin pronunciar palabra.

—Catherine, no puedes estar jugando con todas las barajas. Estoy dispuesto a olvidar que me traicionaste y a empezar de nuevo. Recompongamos la situación. Vayámonos a un lugar seguro y compartamos conocimientos. Trabajemos en equipo y con sinceridad. Si no lo haces así, en esa recepción oficial te devorarán.

—Hazme caso, Gabriel. Entrégame todo lo que tengas y olvídate, para siempre, de este maldito asunto. Te aseguro que no te sucederá nada.

—Ese no es el pacto que hicimos antes de entrar en la casa de la anciana. ¿Qué has encontrado ahí dentro, Catherine?

—Toma, echa un vistazo.

Gabriel Grieg miró el cuaderno de dibujo. Cuando ojeó las hojas finales sus cejas se arquearon.

—¿Este cuaderno estaba en el interior de la casa? —preguntó Grieg.

—¿Acaso no lo sabías? —inquirió maliciosamente Catherine.

—¿Qué pretendes decirme con esa pregunta? Por supuesto que no, pero… estos dibujos confirman parte de mi hipótesis. Empiezo a comprender algunas cosas, pero ahora te corresponde decidir a ti.

—¿Qué se supone que tengo que decidir?

—Si optas por acudir a la recepción oficial de Pedralbes o si prefieres venir conmigo para saber cuáles son tus orígenes.

—¿Y cómo puedes saberlo tú? —preguntó Catherine, inquieta.

—Desde que nos separamos la última vez, he averiguado algo muy importante, pero antes debo hacer algunas comprobaciones.

—Los dos estamos en una encrucijada: tú quieres que vaya contigo y yo que me acompañes, antes de que te retire «la campana protectora» y se abalancen sobre ti. ¡Decide rápido, porque yo me voy!

Grieg detuvo a Catherine tomándola por un brazo. Los dos se quedaron frente a frente, casi abrazados.

—No voy a ir, Catherine.

—¿Porqué?

—Porque yo escojo el camino del mundo y quizá tus intereses te llevan a escoger el camino de Dios.

—No te comprendo.

—Serán los recuerdos de nuestra vida que estén relacionados con la Chartham los que nos darán las claves para salir indemnes de este asunto —dijo Grieg, que apoyó levemente sus dos manos en la espalda de Catherine—. Si te pierdes en pasillos palaciegos y en confesiones inconfesables…, te devorarán.

Sean cuales sean los intereses a los que sirvas. Incluso en la mejor de las hipótesis, una vez que no te necesiten, te olvidarán. ¿Quieres que sea más explícito?

Catherine pareció comprender la gravedad del dilema que le planteaba.

—¿Dónde tienes escondida la Chartham? —preguntó Catherine mirando fijamente a Grieg—. Ningún lugar es seguro… Ocurren cosas imprevistas…

—Eso es algo que, aunque lo supiera, en estos momentos y debido a tu actitud, tampoco te diría.

—¿Acaso me confirmas que la tienes?

—Únicamente confirmo que, en estas circunstancias, es un pormenor que no quiero revelar.

—Mi vida está en peligro. Como tú muy bien sabes, los elementos de la Chartham se han separado y yo no te puedo convencer por las buenas. Por lo tanto… —Catherine dio media vuelta y continuó caminando.

—Ven conmigo y daré, si es necesario, mi vida por ti —aseveró Grieg—, pero eso no significa que firme un cheque en blanco. Yo no me puedo hacer responsable de tus propios errores, Catherine. Quédate conmigo y solucionemos el problema juntos.

—Gabriel, tú también estarás en peligro cuando yo me haya ido y desaparezca la protección de la que disfrutas gracias a mí.

—¿De cuánto tiempo estamos hablando para que eso suceda?

—Quizá veinte minutos. El tiempo de llegar al coche y de trasladarme al Palau de Pedralbes.

—Sé lo que debo hacer hasta entonces.

—¡Escúchame bien! —exclamó Catherine junto al portón del pasaje—. Es muy posible que según y cómo se precipiten los acontecimientos…, si no estoy a las doce menos cuarto en el cruce de la Gran Via con la calle Bailen, es muy probable que ya no volvamos a vernos nunca más.

—¿Por qué ahí? ¿Y por qué a esa hora?

—Si quieres que nos volvamos a ver, haz todo lo posible por estar a esa hora allí —aseguró Catherine, que empezó a dirigirse, en solitario, hacia el antiguo hotel Ritz.

—Pero… ¿qué hay del extraño aviso que me dejaste: «Tienes tiempo hasta las diez de la noche», junto a la carta negra y la pluma con forma de catana?

Grieg, antes de que Catherine contestase a su pregunta, miró su reloj de pulsera y comprobó que faltaba poco menos de una hora para que se cumpliera el plazo.

—Ése es el primer inconveniente al que deberás hacer frente por haber elegido no acompañarme —dijo Catherine, acercándose de nuevo a Grieg mientras le miraba directamente a los ojos—. Y lo siento por ti, porque ése es un asunto insignificante en comparación con lo que vendrá.

—Pero ¿qué significa la catana sobre la carta negra?

—Has elegido quedarte solo y, como ya sabes, como buen aficionado que eres a los libros de piratas, incluso a los bucaneros caídos en desgracia, cuando se les abandonaba en una isla desierta, se les proporcionaba un saquito de pólvora y unas balas de plomo como munición.

53

A toda prisa, Grieg se dirigió hacia el hotel Berna, situado a escasos metros del Passatge de Permanyer. Alzó la vista y contempló la fachada; hacía años había participado en su reconstrucción, bellamente decorada con los ornamentos policromados originales que pintó Beltramini, en el que hoy es el edificio más antiguo del Ensanche de Barcelona.

«Debo ir a recuperar la Chartham sin que nadie se entere.»

A través de su puerta giratoria penetró en el hotel, que a esa hora de la noche mostraba una gran actividad. Grieg buscó entre los clientes al director del hotel. Lo localizó junto al mostrador circular de la recepción.

Con paso decidido se acercó hacia una persona delgada, de mediana altura y de gestos muy comedidos.

—Llimona —reclamó Grieg su atención.

—¡Señor Grieg!, estoy encantado de volver a verle —exclamó, mirándole sorprendido a través de sus gafas de montura dorada.

—Necesito que me haga un favor… —Grieg miró su reloj digital.

—Si puedo ayudarle… —El director torció ligeramente el rostro—. ¿De qué se trata?

—Ha ocurrido una fatalidad y necesito un coche de cortesía, durante unas horas.

—Me temo que eso es imposible, señor Grieg —dijo el director, dirigiéndose hacia el centro de la recepción—. Lo siento, no disponemos de ningún vehículo en estos momentos.

—Acabo de ver aparcado uno frente a la puerta principal…

—Lo sé, pero está reservado, y como comprenderá no puedo darle ningún dato más al respecto.

—No sé cómo hacerle entender que necesito ahora mismo ese coche.

—Existen otras formas de conseguir un vehículo —reafirmó el director, percibiendo que Gabriel Grieg mostraba un extraño comportamiento—. Puedo encargarme de la gestión de un coche de alquiler o de quizás un taxi… ¿Por qué lo necesita tan urgentemente?

—Créame, no puedo hablar de ello. No estoy acostumbrado a pedir favores y lo hago bastante mal.

—Desconozco qué le ocurre, señor Grieg, pero sospecho por el tono de sus palabras que debe de estar inmerso en un problema bastante grave. Me gustaría ayudarle, pero comprenda que todo esto es muy irregular. Lo siento, pero no puedo…

—Necesito ese coche ahora mismo.

Gabriel Grieg dejó su macuto sobre una mesa de cristal y rebuscó en su interior la cartera donde guardaba la documentación y el dinero. Sacó de su interior los dos libros de R. L. Stevenson y los depositó sobre una de las mesas de la recepción.

—Llimona, si es necesario, para no causar ninguna irregularidad, pagaré la habitación durante dos días.

—No se trata de eso. Se lo repito: no tenemos ningún coche disponible —dijo el director mientras miraba el ajado volumen con aversión, pero la expresión de su rostro cambió por completo cuando su vista se posó en el otro ejemplar que estaba encima de la mesa—. Disculpe, ¿me permite examinar este libro?

El director tomó el ejemplar cuidadosamente y lo abrió.

—Pero… es magnífico, este… libro es un admirable ejemplar y en perfecto estado de conservación de
La isla del Tesoro…
La edición príncipe de 1883. —El director había abierto las primeras páginas y sostenía el libro con una delicadeza extrema.

—Sí. Así es —dijo Grieg—. ¿Es usted bibliófilo?

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