El alfabeto de Babel (49 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

BOOK: El alfabeto de Babel
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—Colecciono ediciones príncipe firmadas por sus autores —contestó el director sin apartar la vista del libro—. Creo que sigo soltero porque me gasto más dinero del que me puedo permitir en estas maravillas. Éste, por ejemplo, es de los que me fascinan… Es un ejemplar maravilloso. ¡Qué fascinante y emotiva dedicatoria! —exclamó el director en un tono casi imperceptible mientras acariciaba una de las hojas del libro.

—¿El libro está firmado? —preguntó Grieg, sorprendido.

—De puño y letra del mismísimo R. L. Stevenson. ¿No lo sabía?

Grieg tomó el libro entre sus manos. Miró la página que le indicaba el director y leyó, traduciéndola del inglés, la dedicatoria que figuraba escrita con tinta roja, y que se ajustaba como anillo al dedo a todo lo que últimamente le estaba pasando:

La vida es el más valioso de todos los tesoros.

R. L. Stevenson

—¿Realmente está en un apuro, no es así? —preguntó el director sin querer desprenderse del ejemplar, que retenía entre sus manos.

—Sí.

—No se me había ocurrido antes, pero este libro me ha hecho pensar en una posible solución a su problema. Venga conmigo.

El director del hotel se dirigió junto a Grieg hacia el mostrador de la recepción. Le solicitó a la recepcionista una bolsa de cortesía y firmó un formulario en blanco. Ante lo insólito del hecho, la empleada del hotel intentó formularle una pregunta, pero mediante un disimulado gesto el director le hizo entender discretamente que le aguardara.

—Acompáñeme al aparcamiento, señor Grieg. Esta bolsa contiene la documentación y el seguro a todo riesgo del coche, un pequeño ordenador portátil, películas en formato DVD, cámaras de fotos desechables, artículos de promoción y algo de comida. Ya sabe, cosas para turistas; tal vez, dada su especial situación, le pueden resultar de utilidad.

—Espero corresponder algún día al gran favor que me hace —dijo Grieg ante la puerta del ascensor.

—Hay un modo. —El director miró el libro que sostenía delicadamente entre sus dedos.

—Dígame. —Grieg penetró en el ascensor asiendo las dos bolsas con una sola mano.

—Si es tan peculiar la situación por la que atraviesa, será mejor que yo, como medida de seguridad, le ponga a resguardo el Stevenson hasta que usted… ya no necesite el coche de cortesía.

—Eso no representa ningún problema. Estoy de acuerdo, pero permítame el libro un instante… —Grieg examinó su interior en busca de alguna anotación que se le hubiese podido pasar desapercibida.

Al no encontrar ningún mensaje, se lo entregó decididamente.

Ambos salieron del ascensor y penetraron en el aparcamiento.

—Se me ha ocurrido la solución a su problema cuando he visto el ejemplar —aseguró el director.

—¿Por qué ha relacionado un libro con un automóvil, Llimona?

—Es por la publicidad externa que llevan los coches de cortesía; mediante ella se autofinanzan.

—No comprendo.

—El vehículo al que nos dirigimos lleva impreso un anuncio demasiado extravagante para los criterios de la empresa, que prefiere las discretas promociones de joyas sobre fondo gris o de exclusivos perfumes que se ajustan al estilo del hotel —expuso el director, caminando junto a Grieg—. Así no ofrecen una imagen demasiado ramplona cuando están todos aparcados junto a la entrada principal. Bueno, ya estamos… ¡Aquí lo tiene!

Habían llegado hasta el coche de cortesía.

Gabriel Grieg, al verlo, pensó que más que de una improbable casualidad se trataba de una broma pesada del destino, que parecía jugar enconadamente, desde hacía más de veinticuatro horas, con él.

54

Catherine y un hombre vestido con un traje de color azul marino que portaba en la solapa una insignia de plata con forma de alabarda atravesaron una palaciega sala atiborrada de espejos enmarcados en molduras doradas, contigua al Salón del Trono.

Se encontraban en la segunda planta del Palau de Pedralbes, el espléndido palacio que fue residencia de los reyes de España cuando visitaban Barcelona y donde en la actualidad se celebran todo tipo de recepciones oficiales.

Mientras atravesaban los amplios pasillos decorados con una ecléctica mezcla de estilos decorativos, Catherine, al pasar junto a los ventanales situados junto al Salón de Música, contempló el concurrido recibimiento que tenía lugar frente a la entrada principal del palacio, entre la exuberante vegetación del palaciego jardín que los rodeaba y cuya forma estaba inspirada en el mitológico jardín de las Hespérides, donde tuvo lugar el decimoprimer trabajo de Hércules para apoderarse de las naranjas de oro, tras vencer al dragón Lado.

El Palau de Pedralbes fue construido según un proyecto inicial de Joan Martorell. De líneas muy sobrias, su estilo era originario de las construcciones imperantes a finales del siglo XIX en Santo Domingo y Cuba.

—Ya hemos llegado —dijo el funcionario, con un fuerte acento italiano, al llegar a la sala a la que le habían encomendado acompañar a la mujer. Se despidió educadamente y a continuación se alejó sin demora.

Catherine abrió una puerta blanca con incrustaciones de nácar y cerradura dorada y le sorprendió comprobar que la luz estaba apagada. El salón tenía en su centro una mesa ovalada de grandes proporciones, capaz de albergar a más de cincuenta comensales. Junto a los ventanales que se abocaban al jardín, había varios sillones individuales de terciopelo rojo de estilo modernista, envueltos en la penumbra.

Catherine se percató de que la luz que provenía del jardín iluminaba parcialmente un libro.

Un «libro» que ella había visto con anterioridad.

«No estoy sola», pensó Catherine al acercarse y comprobar que se trataba del códex que habían encontrado en la cripta de Just i Pastor esa madrugada y que Dos Cruces les arrebató de una manera criminal.


C'est magnifique!, n'est-ce pas?
—oyó decir a alguien que le había hablado desde la penumbra.

A Catherine no le sobresaltaron aquellas palabras. Había reconocido, de inmediato, a quién pertenecía aquella voz, que hacía gala con jactancioso engreimiento de la trascendencia del hallazgo del códex.

Una implacable réplica siguió a continuación.


Bien mal acquis ne profite jamáis!
—alegó Catherine, haciendo una críptica referencia a la manera ignominiosa en que se había apoderado, mediante esbirros, del códex.

El hombre que le había hablado desde las sombras tenía el cabello largo y canoso. Se levantó del sillón modernista en el que se encontraba y se dirigió hacia el códex. Lo tomó entre sus manos y lo acarició, y continuó la conversación en francés.

—Este libro me abrirá muchas puertas.

—Ten mucho cuidado, Henry Deuloffeu; puede que te abra, de par en par, las mismísimas puertas del Infierno, y además, muy rápidamente —exclamó Catherine, mirándole con desprecio.

—Vaya, no me esperaba una salida de tono tan… —Deuloffeu volvió a acariciar el códex— airada. Tan poco… profesional.

—Siempre has sido un estúpido engreído, pero nunca llegué a pensar que llegases a mezclar tu insulsa idiotez con la criminalidad.

Deuloffeu elevó ligeramente la barbilla, al tiempo que entornaba los ojos en un gesto característico, muy extrañado de la desairada reacción de Catherine.

—Veo que te ha impresionado la visión del códex, comprendo que estés muy decepcionada de que yo te haya ganado la partida, pero no logro adivinar cuál es el motivo para que Catherine Raynal, la mítica mujer de hielo, se muestre tan pendenciera conmigo.

—Además de engreído no sabes mentir. Lo haces fatal.

—¿Qué te traes entre manos? —preguntó Henry Deuloffeu, pronunciando cantarinamente las sílabas—. Me preocupa saber a qué clase de información has tenido acceso para que el Japonés me haya despojado de la escolta y de los medios, precisamente hoy, que he encontrado esto. —Deuloffeu volvió a mostrar jactanciosamente el códex.

—¿Encontrado? —sonrió cáusticamente Catherine—. Ya me gustaría saber dónde te has encontrado ese libro.

A Deuloffeu le seguía llamando poderosamente la atención el profundo desdén con que ella le dirigía la palabra.

—Te veo muy rara, Raynal. —Deuloffeu sacudió acompasadamente la cabeza.

Catherine, en aquel preciso instante, tuvo una intuición que dio paso a un pensamiento inquietante.

Reflexionando, se dirigió hacia el amplio ventanal y miró en dirección hacia la entrada principal del palacio. Continuaba llevándose a cabo la recepción oficial frente a la estatua de Isabel II con el niño Alfonso XII en brazos, y alrededor de un estanque circular, donde se arremolinaban docenas de ilustres invitados, la mayoría de ellos revestidos con ropajes eclesiásticos. Una orquesta de músicos tocaba en ese momento el movimiento II andante de la sinfonía n.° 94 en sol mayor de Joseph Haydn:
La sorpresa.

«La conjetura que le expuse a Grieg en el hotel Arts —pensó impresionada Catherine— es, como me temía, la acertada: Dos Cruces no le ha dicho nada acerca del brutal modo en que nos arrebató el códex en la cripta de Just i Pastor y le ha hecho creer que lo descubrió en el agujero de la capilla de San Francisco Javier junto a la entrada de la iglesia, y que confirmaba el documento de
Recognoverunt Proceres
que Grieg modificó.»

—¿Conocías su existencia? —interrumpió sus pensamientos Deuloffeu, acercándose hacia el ventanal.

—Sabes que teóricamente todos manejábamos esa posibilidad. Lo que nos diferencia es el modo de que se hiciese realidad.

—Catherine puso un gesto adusto pensando en Grieg, y en lo que podría estar sucediéndole en esos precisos momentos.

—No sé qué tramas, Raynal, pero sabes mucho más de lo que reconoces saber —Deuloffeu continuaba moviendo la cabeza en un signo de clara incertidumbre—, y no me gusta nada. De cualquier manera, pronto saldremos de dudas.

Una docena de potentes focos de automóvil refulgieron en la entrada del Palau de Pedralbes, bajo la gran balaustrada decorada con bustos y estatuas. Una extensa comitiva de coches oficiales había penetrado en el interior del palacio, que estaba rodeado perimetralmente por altos muros.

—Las cosas han ido mucho más lejos de lo que todos estamos dispuestos a admitir —anunció Deuloffeu sin apartar la vista de la comitiva—, pero te diré una cosa: aunque no tengo pruebas, sé que no puedes justificar dónde has estado durante toda la noche y esta mañana. He sentido tu presencia en Just i Pastor, y cuando estuve en la Biblioteca Episcopal, nos dijeron que una pareja había estado allí; no han querido darme datos más concretos, pero acabaré sabiéndolo. No lo pongas en duda.

—¿Acaso buscabas algo más a través del códex? —Catherine formuló la pregunta, sin apartar la vista del grupo de cardenales y obispos, que rendían reverenciada pleitesía al cardenal que acababa de descender de uno de los coches de la comitiva.

—¿Algo más? Naturalmente. Este libro puede llevarme di? rectamente a… —Deuloffeu se detuvo—. He sabido hace apeonas unos minutos que has ido a entrevistar a un tipo al cementerio de Montjuic, y posteriormente habéis estado hablando en el hotel Arts, en la misma habitación donde yo estoy alojado; ¿Cómo has podido convencer al Japonés para que diese la orden expresa, y lógicamente sin mi consentimiento, de que te permitiesen el acceso a la Suite Royal?

—La habitación está registrada a su nombre, y además, como ya sabes, él corre con los gastos. Si pretendes que responda a tus preguntas, es que realmente no tienes ni idea quién soy yo.

—Creo conocerte lo suficiente como para empezar a darme cuenta de ello. Empecé a intuirlo ya desde el primer día que te vi, hace ya bastantes años… Tú eras una joven muy brillante… ¿Recuerdas, Raynal? —Henry Deuloffeu levantó la barbilla y miró de soslayo a Catherine—. Entraste en la biblioteca de Perrenot en Besançon, y mostraste un vivo interés por todo; te movías como pez en el agua entre libros y legajos, hasta que al cabo de los años llegaste a ser la titular del Departamento de Historia de la misma universidad que el cardenal fundó. Una trayectoria meteórica. Bien planeada. ¿A qué intereses ocultos sirves, Catherine Raynal? Creo que te has apoderado de parte de la información que recabé en el Passatge de Permanyer, ignoro cuál, pero lo averiguaré, puedes estar completamente segura de ello.

Catherine, sin pronunciar palabra, continuaba observando los afectados movimientos de dos de los cardenales.

—No sé lo que estás tramando —continuó Deuloffeu—, pero lo averiguaré. Dentro de breves momentos estarás fuera del juego, te lo puedo asegurar. Este libro —Deuloffeu le volvió a mostrar el códex— dará al traste con todos tus planes, en cuanto aclare… —El hombre de cabello largo y canoso se detuvo; no podía contarle el episodio del Palau Robert. Todas las pesquisas apuntaban que allí, de un modo incomprensible, podría estar escondida la Chartham—. Dime, ¿cuáles son tus planes?


Il faut tourner sept fois sa langue dans sa bouche avant de parler
—dijo Catherine: un viejo refrán francés que hacía alusión a que es aconsejable darle «siete vueltas a la lengua antes de hablar». Contempló, desde las alturas, la ceremoniosa recepción de bienvenida que los miembros de la curia romana dispensaban al cardenal secretario de Estado Vaticano frente a la entrada del palacio—. En este juego, levantas el vuelo un instante, pero si tus cálculos son erróneos, el suelo te estará esperando, frío y contundente, y ya no te recuperarás del golpe. Y lo sabremos muy pronto: uno de los dos se quedará fuera de esta historia en breve. Sin largos desenlaces: será una batalla de rápida resolución.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Observa bien «tu» códex. O tú o yo. De una manera fulminante, ha llegado la hora de los descartes, y el que tenga la carta más baja estará fuera del tapete en cuestión de segundos. Sin posibilidad de réplica ni de pataleo. Irremisiblemente, desaparecerá para siempre de esta historia.

—Yo ganaré la partida, puedes estar completamente segura: soy un «tahúr» más avezado que tú —exclamó Deuloffeu, que acarició el códex; sintió el peso de su propio cuerpo hundiéndose levemente en la mullida alfombra situada bajo sus pies.

En aquel preciso momento, la puerta del salón se abrió bruscamente y las luces de tres grandes lámparas de araña, con veinte bombillas y trescientas lágrimas de cristal cada una, se encendieron.

Había entrado un hombre de rasgos orientales, con el pelo castaño perfectamente cortado a navaja, cuidado bigote y pobladas cejas, medio ocultas, tras la sofisticada montura de sus gafas. Lucía un traje oscuro de fieltro y llevaba en sus manos un portafolios negro.

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