El alienista (15 page)

Read El alienista Online

Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El alienista
2.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

— John— murmuró Sara—, ¿crees de veras que intentan atraparnos?— Recuerdo que su voz me sonó condenadamente tranquila, lo cual, dadas las circunstancias, me resultó extremadamente irritante.

— ¡Por supuesto que intentan atraparnos. Mujer!— exclamé, respirando con fuerza—. ¡Tú y tus juegos de detective vais a conseguir que nos maten a palos! ¡Cyrus!— Hice bocina con las manos y grité hacia la puerta de la entrada al ver que los hombres avanzaban lentamente hacia nosotros—. ¡Cyrus!— Desalentado, dejé caer los brazos a los lados—. ¿Dónde diablos se habrá metido ese hombre?

Sin decir palabra, Sara se limitó a coger con fuerza su bolso. Y cuando los dos matones del bombín aparecieron en la entrada del pasillo a nuestras espaldas, dueños al parecer de nuestros destinos, metió la mano en el bolso.

— No te preocupes, John. No dejaré que te ocurra nada— dijo confiadamente al tiempo que sacaba un Colt 45 modelo del ejército, con cañón de once centímetros y empuñadura de nácar. Sara era una auténtica entusiasta de las armas de fuego, pero aun así yo no estaba muy tranquilo.

— ¡Oh, Dios mío!— exclamé, cada vez más asustado—. Sara, no puedes disparar en un pasillo a oscuras. No sabes a quién podrías herir…

— ¿Acaso se te ocurre una idea mejor?— inquirió, mirando a su alrededor, dándose cuenta de que yo tenía razón y sintiéndose alarmada por primera vez.

— Bueno, yo…

Pero ya era demasiado tarde: los hombres de la entrada corrían gritando hacia nosotros. Agarré a Sara y la cubrí con mi cuerpo, confiando en que no me disparase al estómago durante la batalla que se avecinaba.

Nadie puede imaginar mi sorpresa cuando vi que el ataque no se materializaba. Recibimos momentáneamente la embestida de los hombres con los palos, pero sólo fue en el instante en que pasaron por nuestro lado. Sin dejar de chillar, cayeron con insólita ferocidad sobre los dos matones que había a nuestras espaldas. Dada la diferencia entre los bandos, aquello no fue precisamente una contienda: oímos unos segundos de griterío, gruñidos y golpes, y luego el pasillo se llenó de jadeos y unos pocos gemidos. Sara y yo salimos a la corta escalera de la entrada y corrimos hacia la calesa, donde Cyrus nos estaba esperando.

— ¡Cyrus!— exclamé—. ¿No te has dado cuenta de que podían habernos matado ahí dentro?

— No me pareció muy probable, señor Moore— me contestó tranquilamente—, teniendo en cuenta lo que esos hombres decían antes de entrar.

— ¿Y qué es lo que decían, si se puede saber?— inquirí, todavía poco satisfecho con su actitud.

Antes de que pudiera responder, los cuerpos de los dos matones salieron volando por la puerta del bloque de apartamentos, golpeando contra el duro suelo cubierto de nieve. Sus bombines no tardaron en seguirles. Los dos tipos estaban inconscientes y en un estado general que hacía que el señor Santorelli pareciera la imagen misma de la salud. Nuestros amigos aparecieron triunfantes con los palos, aunque unos cuantos habían sufrido algún golpe también. El que antes había hablado conmigo miró hacia nosotros, expulsando enormes nubes de vapor helado al jadear.

— Puede que odie a los macarronis— exclamó sonriendo—, pero que me condene si no odio todavía más a los polis.

— Esto era lo que estaban diciendo— murmuró Cyrus.

Me volví a mirar los matones caídos en el suelo.

— ¿Polis?— le pregunté al hombre de la entrada.

— Ex polis— me contestó, acercándose—. Solían hacer la ronda por este barrio. Deben tener muchas agallas para atreverse a volver a un edificio como éste.— Asentí, mirando los cuerpos inconscientes que tenía ante mí, sobre la acera, y luego hice una señal de agradecimiento al hombre—. Señoría…— dijo, señalándose la boca—, éste es un trabajo que produce mucha sed.

Saqué unas cuantas monedas y se las lancé. No consiguió coger el dinero en el aire, y sus compañeros se tiraron al suelo a recoger las monedas. No tardaron en enzarzarse en una pelea. Sara y yo subimos a la calesa y, en unos pocos minutos, Cyrus ya nos llevaba por Broadway en dirección norte.

Sara estaba exultante ahora que nos hallábamos a salvo, y casi saltaba de un lado a otro del coche, recordando con arrobamiento cada momento peligroso de nuestra expedición. Sonreí, satisfecho de que ella hubiera podido tener un momento de auténtica acción, pero mi mente se hallaba centrada en otra cosa. Estaba repasando lo que la señora Santorelli había dicho, y trataba de analizarlo tal como lo haría Kreizler. Había algo en la historia del joven Georgio que me recordaba lo que Laszlo me había contado de los niños hallados en la torre del agua, algo muy importante, aunque no conseguía captar lo que era… Y de pronto caí en la cuenta: era la conducta. Kreizler había descrito a dos chiquillos problemáticos, una vergüenza para su familia… Y ahora acababa de conocer la existencia de otro joven así. Los tres, según la hipótesis de Kreizler, habían encontrado su final a manos del mismo hombre ¿Sería la aparente similitud de carácter un factor de su muerte, o simple coincidencia? Podía ser esto último, aunque no creía que Kreizler lo considera así…

Perdido en tales pensamientos, apenas oí a Sara formulándome una pregunta bastante sorprendente. Pero cuando me la repitió, lo insólito de la idea resulto claro incluso para mi mente distraída. Sin embargo ese día habíamos pasado ya por bastantes dificultades y no me vi con animo para decepcionarla.

9

Llegué a casa de Kreizler, en el 283 Este de la calle Diecisiete, con unos minutos de adelanto, vestido de etiqueta y con capa corta, y no muy seguro de la conspiración en la que había entrado con Sara: una conspiración que, para bien o para mal, ahora iba a concluir. La nieve había alcanzado varios centímetros de espesor, formando una silenciosa y agradable capa sobre los arbustos y la verja de hierro de la plaza Stuyvesant, frente a la calle donde estaba la casa de Laszlo. Abrí la pequeña verja del también pequeño patio delantero, avancé hacia la puerta de entrada y llamé suavemente con el picaporte de bronce. Las vidrieras del salón, en el piso de arriba, estaban entreabiertas, y pude escuchar a Cyrus al piano interpretando Parisiamo de Rigoletto. Kreizler se estaba calentando ya los oídos para la velada.

La puerta se abrió, dejándome cara a cara con la tímida y uniformada figura de Mary Palmer, doncella y ama de llaves de Laszlo. Mary completaba la lista de ex pacientes que habían entrado al servicio de Kreizler, y los visitantes que conocían su historia se sentían también algo inquietos. La familia de Mary, una mujer de cuerpo espléndido y rostro fascinante, de ojos azules, la había considerado siempre idiota de nacimiento. No podía hablar coherentemente y juntaba palabras y sílabas en una mezcla ininteligible, de modo que nunca se le había enseñado a leer ni a escribir. Su madre y su padre, este último un respetado maestro de escuela en Brooklyn, le habían enseñado a desempeñar labores caseras propias de una criada, y parecían cuidar de ella adecuadamente. Sin embargo, un día de 1884, cuando tenía diecisiete años, había encadenado a su padre a la cama de bronce aprovechando que el resto de la familia estaba fuera, y había prendido fuego a la casa. El padre tuvo una muerte horrible, y dado que no había causas aparentes para la agresión, Mary fue internada, en contra de su voluntad, en el manicomio de Blackwells.

Allí fue donde Kreizler la descubrió, ya que de vez en cuando pasaba consulta en la Isla donde había encontrado su primer empleo. Laszlo se sorprendió ante el hecho de que Mary no evidenciara la mayoría de los síntomas de la demencia precoz— si es que evidenciaba alguno—, la única condición que, en su opinión, constituía auténtica locura. (Actualmente el término ha sido sustituido, con absoluta justicia según Laszlo por el de esquizofrenia, creado por el doctor Eugene Bleuler. Según tengo entendido, la palabra expresa una incapacidad patológica, ya sea para reconocer o para interactuar con la realidad del entorno.) Kreizler intentó comunicarse con la muchacha, y pronto descubrió que ella padecía la clásica afasia motora, complicada con agrafia. Era capaz de comprender las palabras e idear frases con claridad, pero aquellas partes de su mente que controlaban el habla y la escritura estaban gravemente dañadas. Como la gran mayoría de tales desgraciados, Mary era amargamente consciente de su dificultad, pero carecía de la habilidad necesaria para explicar esto (u otras cosas) a los demás. Kreizler consiguió comunicarse con ella formulando preguntas a las que Mary podía contestar con respuestas muy simples— a menudo sólo con un sí o con un no, y le enseñó la escritura rudimentaria que era capaz de aprender. Semanas de trabajo le llevaron a una nueva y asombrosa comprensión de la historia de Mary: al parecer, su padre la había estado violando durante años antes del asesinato, pero ella, como es lógico, había sido incapaz de explicárselo a nadie.

Kreizler había exigido una revisión del caso, y al final Mary quedó en libertad. Después de esto, la muchacha logró hacerle entender a Laszlo que sería una ama de llaves ideal. Consciente de que de lo contrario las posibilidades de que la muchacha tuviera una vida independiente eran muy escasas, Kreizler se hizo cargo de ella y ahora Mary no solo se ocupaba del mantenimiento de la casa sino que la cuidaba celosamente. Su presencia, sumada a las de Cyrus Montrose y Stevie Taggert, contribuía a inquietar mi ánimo cada vez que visitaba la elegante casa de la calle Diecisiete. A pesar de la colección de arte clásico y contemporáneo que llenaba la vivienda, así como del mobiliario de estilo francés y del gran piano en el que Cyrus tocaba continuamente excelente música, al entrar allí nunca podía evitar la impresión de que me hallaba rodeado de ladrones y asesinos, cada uno con una magnífica explicación para sus actos, aunque ninguno de ellos dispuesto al parecer a tolerar a nadie una conducta que pudiera cuestionarse.

— Hola, Mary— la saludé, entregándole mi capa. Ella respondió con una pequeña reverencia sobre una rodilla, mirando al suelo—. Vengo temprano. ¿Está vestido ya el doctor Kreizler?

— No, señor— me contestó, con evidente esfuerzo. Su rostro se cubrió con la mezcla de alivio y frustración que le eran característicos cuando las palabras le salían correctamente: alivio por haberlo conseguido con éxito, y frustración por no ser capaz de decir nada mas. Extendió hacia la escalera un brazo enfundado en fruncido lino azul, y luego se dirigió hacia una percha cercana y colgó mi capa.

— Bueno, pues, entonces tomaré una copa y me deleitaré con el canto excepcional de Cyrus— dije.

Subí los peldaños de dos en dos, sintiéndome algo comprimido dentro de mis ropas de etiqueta, y entré en el salón. Cyrus me saludo con una inclinación de cabeza y siguió cantando, mientras yo cogía ansioso de encima de la repisa de mármol de la caliente chimenea una caja de plata donde se guardaban los cigarrillos. Saqué uno de los aromáticos cigarrillos elaborados con una mezcla de tabaco negro de Virginia y ruso, cogí una cerilla de la cajita de plata más pequeña que había sobre la repisa y lo encendí.

Kreizler bajó trotando las escaleras del piso superior, con un frac de etiqueta impecablemente cortado.

— ¿No hay señales del hombre de Roosevelt?— preguntó justo en el instante en que Mary aparecía con una bandeja de plata. En ella había unos ciento cincuenta gramos de caviar Sevruga, tostadas finísimas, una botella de vodka casi helado y varias copas pequeñas y empañadas, una costumbre admirable que Kreizler había adoptado después de su viaje a San Petersburgo.

— Ninguna— contesté, apagando el cigarrillo y atacando ávidamente la bandeja.

— Bien, de todos los implicados quiero puntualidad— anunció, comprobando la hora—. De modo que si no está aquí…

En ese momento sonó un par de veces el picaporte de la entrada, el ruido de alguien entrando en la casa se filtró hasta arriba.

— Al menos ésta es una buena señal— asintió Kreizler—. Cyrus, algo menos lúgubre, por favor, Di proveriza il mar…

Cyrus siguió sus instrucciones, iniciando suavemente la amable tonada de Verdi. Mientras engullía con avidez mi caviar, Mary volvió a entrar. Su aspecto era algo inseguro, incluso levemente alterado, y trato infructuosamente de anunciar a nuestro invitado. Mientras retrocedía, después de hacer otra pequeña reverencia inclinándose sobre una rodilla, una figura surgió de la oscura escalera y entró en el salón: era Sara.

— Buenas noches, doctor Kreizler— saludó, y los pliegues de su vestido de noche, verde esmeralda con tonos azules pavo real, emitieron pequeños susurros al entrar en la estancia.

Kreizler se sorprendió ligeramente.

— ¡Señorita Howard!— exclamó, sus ojos relucientes de satisfacción, pero su voz algo perpleja—. Es una agradable sorpresa. ¿Nos ha traído a nuestro contacto?— Se produjo un largo silencio, en el que Kreizler miró de Sara a mí, y de nuevo a Sara. Su expresión se mantuvo invariable cuando empezó a asentir—. Oh, ya veo. Usted es nuestro contacto…

Por un instante, Sara pareció insegura de sí misma.

— No me gustaría que pensara que he estado importunando al comisario para que me metiera en esto. Lo hemos discutido a fondo.

— Yo estaba allí también— me apresuré a intervenir, aunque algo inseguro—. Y cuando escuches la historia de lo que nos ha pasado esta tarde, Kreizler, no tendrás la menor duda de que Sara es la persona idónea para el trabajo.

— Aparte de que es lo más práctico, doctor— añadió Sara—. Nadie se va a extrañar de mis actividades cuando esté por Mulberry Street, y mis ausencias tampoco serán motivo de curiosidad. No hay muchas personas en Jefatura que puedan decir lo mismo. Poseo suficientes conocimientos en criminología, y tengo acceso a lugares y personas que tal vez usted y John no… Como hemos visto esta tarde.

— Parece que hoy me he perdido muchas cosas— replicó Kreizler en un tono lleno de ambigüedad.

— Y por último…— prosiguió Sara, titubeando ante la frialdad de Laszlo—, en caso de que surjan problemas…— Rápidamente, del enorme manguito que llevaba en la mano izquierda, sacó un pequeño Colt Derringer Numero Uno y apuntó hacia la chimenea—. Verá que soy mucho mejor tiradora que John.

Retrocedí veloz, apartándome del arma, provocando la risa de Kreizler. Sara debió pensar que se reía de ella pues se molestó un poco.

— Le aseguro que hablo en serio, doctor. Mi padre era un experto tirador. Mi madre, en cambio, era una inválida. Y como no tenía hermanos, me convertí en compañera de mi padre por lo que se refiere a la caza

Other books

Empire Under Siege by Jason K. Lewis
Denali Dreams by Ronie Kendig, Kimberley Woodhouse
Journey by Patricia Maclachlan
Juliet Was a Surprise by Gaston Bill
She's Leaving Home by Edwina Currie
Night Soul and Other Stories by McElroy, Joseph