El alienista (11 page)

Read El alienista Online

Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El alienista
12.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

— Yo te pedí información y recortes de la prensa local. Me complaciste con amabilidad e incluiste en un sobre grande algunas de las declaraciones efectuadas por el joven Forbes Winslow.

Recuperé el recuerdo de la época. Forbes Winslow— con el mismo nombre de su padre, que había sido un eminente alienista británico y uno de los primeros que habían influido en Kreizler— había conseguido, en la década de los ochenta, entrar como inspector en un manicomio aprovechándose de los éxitos de su padre. En mi opinión, el joven Winslow era un estúpido vanidoso, pero cuando empezaron los asesinatos de Jack el Destripador era lo suficientemente conocido como para poder infiltrarse en la investigación; de hecho, aseguraba que su mtervención había logrado que los asesinatos (que todavía no se han resuelto a la hora de escribir esto) se interrumpieran definitivamente.

— No me digas que fue Winslow quien te señaló el camino— dije, asombrado.

— Solo indirectamente. En uno de sus absurdos tratados sobre Jack el Destripador se refería a un determinado sospechoso en el caso, diciendo que si hubiese creado un hombre imaginario— así era como lo escribía él, un hombre imaginario que encajara en los rasgos del asesino, no podría haber ideado uno mejor… En fin, como es lógico, se probo la inocencia del sospechoso que él había elegido. Pero la expresión se me quedó grabada en la mente.— Kreizler se volvió hacia nosotros—. No sabemos nada de la persona que buscamos, y es poco probable que, en el mejor de los casos sepamos algo más, pues a fin de cuentas lleva años practicando, con lo cual habrá tenido tiempo más que sobrado para perfeccionar su técnica. Lo que debemos hacer, la única cosa que podemos hacer… es trazar un retrato imaginario de la persona que podría cometer estos actos Si conseguimos este retrato, la importancia de cualquier pequeña prueba que obtengamos se verá espectacularmente ampliada. Podremos reducir el pajar en donde se esconde la aguja a poco más que… un montón de paja, si…

— Yo no, muchas gracias— repliqué, pues mi nerviosismo iba en aumento. Aquel era precisamente el tipo de conversación que podía disparar la mente de Roosevelt, y Kreizler lo sabía. Acción, planes, una campaña… No era justo pedirle a Theodore que tomara una decisión razonable cuando tenía que enfrentarse a aquella especie de cebo emocional. Me levanté y estiré los brazos. Me tocó en el brazo, me dirigió una de aquellas miradas suyas que resultaban absolutamente irritantes, y me dijo:

— Siéntate un momento, Moore…— A pesar de mi desconcierto, no pude hacer otra cosa que seguir sus instrucciones—. Hay una cosa más que deberíais saber. He dicho que siguiendo las condiciones que he pedido tal vez hubiera alguna posibilidad de éxito… De lo que no hay duda es de que no disponemos de nada más. Los cuerpos metidos en el depósito de agua se descubrieron por pura casualidad. No sabemos nada de él, ni siquiera sabemos si se trata de un hombre… No son tan extraordinarios los casos de mujeres que han matado a sus propios hijos y a los de otras. Casos realmente excepcionales de manía puerperal, o lo que ahora se denomina psicosis posparto. Aunque tenemos una pista importante para ser optimistas.

La mirada de Theodore se iluminó.

— ¿El chico Santorelli?— Aprendía con rapidez.

Kreizler asintió.

— Para ser más exactos, el cadáver de Santorelli. Su localización, y la de los otros dos. El asesino podría haber seguido ocultando a sus víctimas para siempre… Sólo Dios sabe a cuántos habrá matado en estos tres años. Sin embargo, ahora nos ha proporcionado una declaración abierta sobre sus actividades… No muy diferente, Moore, a las cartas que Jack el Destripador escribió a distintos agentes de Londres durante sus asesinatos. Algunos fragmentos de nuestro asesino, enterrados, atrofiados, pero no muertos aún, se están cansando de estas matanzas. Y en estos tres cuerpos podemos leer, con la misma claridad que si fueran palabras, su llamada indirecta para que lo encontremos. Y para que lo hagamos rápidamente… pues sospecho que el calendario de sus asesinatos es muy estricto. Por supuesto, también habrá que aprender a descifrar este calendario.

— ¿Crees que podrás solucionarlo rápidamente, doctor?— preguntó Theodore—. Una investigación como la que describes no puede prolongarse indefinidamente. ¡Necesitamos resultados!

Kreizler se encogió de hombros, al parecer impasible ante el tono de urgencia de Roosevelt.

— Yo he dado mi sincera opinión. Dispondremos de una posibilidad de lucha, nada más… y nada menos.— Kreizler apoyó una mano sobre el escritorio—. ¿Y bien, Roosevelt?

Podría parecer extraño que yo no siguiera protestando, pero lo que ocurrió fue lo siguiente: la explicación de Kreizler de que su actual enfoque de acción había sido inspirado por un documento que yo le había enviado años atrás, y viniendo, como venía, después de compartir nuestros recuerdos en Harvard y el creciente entusiasmo de Theodore por su plan, de pronto me hizo ver claro que lo que estaba ocurriendo en aquel despacho era sólo en parte resultado de la muerte de Georgio Santorelli. Toda la serie de causas parecía extenderse mucho más atrás, a nuestra infancia y a nuestra posterior existencia, tanto individual como compartida. Rara vez había experimentado con tanta intensidad la verdad de la fe de Kreizler en que las respuestas que uno da a las preguntas cruciales de la vida nunca son realmente espontáneas sino la personificación de años de experiencia contextual, de creación de modelos en la vida de cada uno que finalmente crecen hasta dominar nuestra conducta. ¿Poseía Theodore— cuyo credo de respuesta activa a todos los desafíos le había conducido a superar la enfermedad física en su juventud y duras pruebas políticas y personales en su edad adulta— auténtica libertad para rechazar la oferta de Kreizler? Y si la aceptaba, ¿era yo libre entonces para decir que no a aquellos dos amigos, con los cuales había vivido tantas aventuras y que ahora decían que mis actividades y mis conocimientos no relacionados con mi carrera— los cuales a menudo habían sido rechazados por casi todos aquellos a quienes conocía— resultarían vitales para atrapar a un brutal asesino? El profesor James habría dicho que sí, que cualquier ser humano posee la libertad, en cualquier momento, para perseguir o rechazar cualquier cosa, y puede que eso fuera cierto, objetivamente. Pero, como a Kreizler le gustaba decir (y el profesor James finalmente se esforzaba en negar), no se podía objetivar lo subjetivo, no se podía generalizar lo específico. Lo que el hombre, o un hombre determinado, podía haber elegido, era algo discutible. Theodore y yo éramos los hombres que estábamos allí en aquel momento.

De este modo, en aquella deprimente mañana de marzo, Kreizler y yo nos convertimos en detectives, pues los tres sabíamos que no nos quedaba otro remedio. Como ya he dicho, esta certeza se basaba en el absoluto conocimiento del carácter y el pasado de cada uno de nosotros. Sin embargo, en aquel momento inicial había otra persona en Nueva York que intuía correctamente nuestras deliberaciones, y su conclusión sin que nunca nos hubieran presentado siquiera. Sólo mirándolo retrospectivamente puedo ver ahora que aquella persona se había tomado un gran interés por nuestras actividades aquella mañana, y que eligió el momento en que Kreizler y yo abandonamos la Jefatura de Policía para entregar un ambiguo pero inquietante mensaje.

Laszlo y yo regresamos a su casa, apresurándonos en medio de una nueva embestida de la lluvia que nos soltaba un cielo cada vez más amenazador. De inmediato fui consciente de un hedor peculiar, un hedor muy distinto a los habituales olores a estiércol de caballo y a basura que predominaban en la ciudad.

— Kreizler— dije, husmeando mientras él se sentaba a mi lado— ¿acaso alguien ha…?

Interrumpí mi pregunta al ver que los negros ojos de Laszlo se fijaban en un apartado rincón del suelo de la calesa. Siguiendo su mirada descubrí un trapo blanco apelotonado y muy sucio, que removí con mi paraguas.

— Una mezcla de olores muy diversos— murmuró Kreizler—. Sangre y excrementos humanos, si no me equivoco.

Solté un gruñido y me tapé la nariz con la mano izquierda al darme cuenta de que tenía razón.

— Una broma pesada de algún muchacho del barrio— comenté, recogiendo el trapo con la punta del paraguas—. Los carruajes y los sombreros de copa son un blanco perfecto.

Al lanzar el trapo por la ventanilla, de éste cayó una bola de papel impreso, muy manchado, que rodó por el suelo de la calesa. Solté otro gruñido y traté infructuosamente de ensartar el papel con mi paraguas Con mis intentos, el papel empezó a desplegarse y pude atisbar un fragmento del texto.

— Vaya…— dije sorprendido—. Me parece que esto es algo de tu especialidad, Kreizler. La relación de la higiene y la dieta en la formación de las vías neurales en la infancia…

Con sorprendente brusquedad, Kreizler me quito el paraguas de la mano, ensartó con él el trozo de papel, y lanzó ambas cosas por la ventanilla.

— ¡Kreizler! ¡Por todos…!– Salte a la calle, recupere el paraguas, lo separé del repugnante trozo de papel y volví a subir a la calesa—. Este paraguas no es nada barato. ¡Deberías saberlo.

Al mirar a Kreizler, descubrí una sombra de autentica aprensión en su cara, pero de pronto pareció alejarla de sí, y cuando hablo ya lo hizo en un tono decididamente despreocupado.

— Lo siento, Moore, pero resulta que este autor me es bastante conocido. Su estilo es tan pobre como sus reflexiones. Y ahora no es momento para distracciones… Nos queda mucho por hacer.— Se inclino hacia delante y llamó a Cyrus, con lo cual la cabeza del grandullón asomó por debajo de la capota del coche—. Al Instituto, y luego a almorzar— le ordenó Laszlo—. Y procura ir un poco rápido, si te es posible… Necesitamos algo de aire puro aquí dentro.

A estas alturas era obvio que la persona que había dejado el trapo manchado en la calesa no era un chiquillo. A juzgar por el breve fragmento que había leído y la reacción de Kreizler, la monografía de la que habían arrancado la hoja era casi con toda seguridad uno de los ensayos del propio Laszlo. Pensé que el responsable de aquella acción era uno de los muchos críticos de Kreizler— ya fuera en el Departamento de Policía o entre el público en general—, y no le di más vueltas al asunto. Sin embargo, en las semanas que siguieron resultaría terriblemente clara la absoluta importancia del incidente.

7

Estábamos ansiosos por empezar a organizar nuestras fuerzas para la investigación, y los retrasos que experimentábamos, aunque breves, resultaban frustrantes. Cuando Theodore se enteró del interés especulativo que los periodistas y los agentes de policía habían mostrado por la visita de Kreizler a la jefatura, comprendió que había cometido un error concertando allí la entrevista, y nos dijo que necesitaba un par de días para lograr que las aguas volvieran a sus cauces. Kreizler y yo utilizamos el tiempo para resolver algunos asuntos relacionados con nuestras ocupaciones civiles. Yo tuve que convencer a mis editores para que me concedieran una excedencia, objetivo que resultó más fácil gracias a una oportuna llamada telefónica por parte de Roosevelt, que explicó que me necesitaban para una importante labor policial. Sin embargo, sólo se me permitió abandonar las oficinas de la editorial del Times, en la calle Treinta y dos con Broadway, cuando prometí que si de la investigación salía un reportaje adecuado para su publicación, no se lo llevaría a otro diario o revista, independientemente del dinero que me pudieran ofrecer. Con mi mejor expresión de seriedad les aseguré a mis jefes que de todos modos la historia no les interesaría, y seguidamente me alejé por Broadway en una típica mañana de marzo en la ciudad de Nueva York: a cero grados a las once de la mañana, y con vientos de ochenta kilómetros por hora recorriendo las calles. Había quedado en encontrarme con Kreizler en el Instituto y pensé en ir andando pues sentía una enorme sensación de libertad al no tener que dar cuentas a mis editores durante un período de tiempo indefinido. Pero el auténtico frío de Nueva York— el que congelaba la orina de los caballos en los pequeños charcos que se formaban por la calle— vencía finalmente incluso a los mejores espíritus. Ante el Fifth Avenue Hotel decidí coger un coche, deteniéndome tan sólo para ver cómo Boss Platt salía de un carruaje y se desvanecía en el interior del hotel, y sus movimientos envarados y poco naturales no contribuyeron gran cosa a confirmar, a quien mirara, que el político seguía realmente vivo.

Para Kreizler, especulé ya dentro del coche, conseguir la excedencia no seria tan sencillo como lo había sido para mí. Las dos docenas aproximadas de chiquillos que tenía en el Instituto dependían de su presencia y de su consejo, pues habían llegado a él de hogares (o de la calle) en el que se les ignoraba habitualmente, se les castigaba regularmente o se les golpeaba activamente. La verdad es que al principio no comprendía por que se había propuesto dedicarse a otra vocación, aunque sólo fuera temporalmente, si era tan enorme la necesidad que en el Instituto tenían de su mano firme. Pero luego informó que pensaba pasar allí dos mañanas y una noche por semana, y que durante ese tiempo quería dejar la investigación en mis manos. No era el tipo de responsabilidad que había imaginado, y yo mismo me quedé sorprendido al ver que la idea me producía una sensación de impaciencia en lugar de inquietud.

Poco después de que mi coche pasara por Chatham square y girara hacia Broadway, baje ante los números 185— 187: el Instituto Kreizler. Al detenerme en la acera vi que la calesa de Laszlo también estaba allí, y lance mis ojos hacia las ventanas del Instituto para ver si él se asomaba en mí busca, pero no vi rostro alguno.

En 1885 Kreizler había comprado el Instituto con su propio dinero— dos edificios de cuatro plantas, ladrillo rojo y ribetes negros— y luego había remodelado los interiores para formar una sola unidad. Los gastos de mantenimiento se cubrían mediante los honorarios que cobraba a los clientes más ricos, y con los considerables ingresos que obtenía como experto asesor legal. Las habitaciones de los chicos estaban en el piso superior del Instituto, y las aulas y salones de recreo en el tercero. En el segundo había las salas de consulta y de examen, así como el laboratorio psicológico, en donde Kreizler efectuaba pruebas a los niños sobre su capacidad de percepción, reacción, asociación, memoria, y demás funciones psíquicas, que tanto fascinaban a la comunidad de alienistas. La planta baja estaba reservada a su aborrecible teatro de operaciones donde efectuaba las ocasionales disecciones cerebrales.

Other books

Appleby at Allington by Michael Innes
The Last Witness by John Matthews
Vintage by Maxine Linnell
Cougar's Mate by Terry Spear
The Taming by Jude Deveraux
The Treacherous Net by Helene Tursten
Silenced by Kristina Ohlsson
Mister X by John Lutz
Wishing and Hoping by Mia Dolan