Authors: Brian Keene
Frankie apuntó a la puerta con la pistola y esperó.
* * *
—Bueno —preguntó McFarland—, ¿entramos con los vehículos por la entrada principal?
Schow dejó escapar una breve risa.
—¿Qué opina, profesor? —Agarró del pelo a Baker y tiró de él hacia arriba—. ¡Mírame cuando te hable! Y bien, ¿qué sugiere? ¿Hay algo que debamos saber antes de entrar?
—¡No os diré nada!
Baker inhaló profundamente y le escupió.
Schow arqueó las cejas y retiró con calma el escupitajo del águila plateada de su hombro.
—Entonces ya no nos sirve para nada.
Hizo un ademán de sacar la pistola de la funda.
—Coronel Schow, aquí Charlie-dos-siete.
Silva cogió el auricular y miró, confundido, a los oficiales.
McFarland respondió por él.
—Adelante, sargento Michaels.
—Señor, tenemos a los zombis del orfanato acercándose por nuestra retaguardia. Redujimos su número en la última escaramuza, pero sospecho que se les han unido varios de nuestros hombres.
—¿A cuánto están?
—A un par de kilómetros. Se acercan a pie. Señor, hay tantos que quizá sería mejor no tener que combatirlos en campo abierto.
Sin soltar ni su pistola ni a Baker, Schow asintió mirando a McFarland.
—Primero que entre uno de los tanques, pero dígales que no tiren la verja, parece que la necesitaremos. Cuando el tanque haya entrado, envíe una unidad tras él. Si la entrada y las inmediaciones son seguras, iremos entrando los demás.
—Sí, señor —contestó McFarland antes de transmitir las órdenes por la radio.
Schow tiró a Baker del pelo con brusquedad. Aunque el científico intentó no gritar, no pudo evitarlo.
—El gobierno de Estados Unidos agradece su colaboración, profesor.
Baker esbozó una mueca de desprecio.
—Vete al infierno, basura infecta.
Schow levantó la pistola hasta la altura de su cabeza y se detuvo, pensando.
—Capitán, retrase la orden. Mantenga el tanque a la espera.
—¿Señor?
—Vamos a dejar que el profesor Baker entre antes que el tanque.
—¿Qué?
—Ya me ha oído. Comuníquelo.
McFarland transmitió las órdenes entre carcajadas.
Schow abrió la puerta e hizo un gesto a Baker, a quien todavía sujetaba del pelo, para que entrase.
—Es fácil, profesor. Sólo tiene que llamar.
* * *
Los soldados volvieron a cerrar la puerta en cuanto el convoy se detuvo. Martin y el resto se acurrucaron en la oscuridad, oteando a través de los agujeros de bala y escuchando lo que ocurría en el exterior.
Martin ignoró los murmullos de miedo de sus compañeros y pensó en Jim. Sabía que Dios había protegido a su amigo de todo mal, al menos hasta que saltó desde el camión. Cuando le perdió de vista, estaba de pie y caminando.
¿Pero adónde iría su amigo? ¿Cuántos zombis habían participado en el ataque y cuántos de ellos rondarían aún por la zona? ¿Cuántos soldados habían muerto a sus manos y cuántos de ellos habían pasado a engrosar sus filas?
Jim tenía que desplazarse a pie, no llevaba armas y estaba solo, rodeado por los muertos vivientes. Lo único que tenía a su favor era su resolución y el amor que sentía por su hijo.
Martin agachó la cabeza y empezó a rezar con más ahínco que nunca antes en su vida.
* * *
Baker consideró sus opciones. Si se negaba a obedecer a Schow, le dispararía ahí mismo. Por otra parte, si volvía a entrar en Havenbrook, podría cruzar la entrada corriendo y esconderse en uno de los edificios. Sin embargo, si su teoría con respecto a Ob era correcta, el complejo le depararía un destino aún peor... un fin a manos de los muertos vivientes.
Se dirigió hacia la entrada mientras Schow y González le apuntaban con sus armas. Se sentía ligero, como si estuviese encima de una cinta transportadora en vez de caminando. Sus sentidos estaban a flor de piel: notaba el sol en la nuca y el pelo le dolía allí donde Schow había tirado de él. Reinaba el silencio, como si el entorno estuviese conteniendo la respiración. No se oían pájaros o insectos, vivos o muertos. De pronto, oyó una radio encenderse tras él. Alguien dio una señal y escuchó un cargador introduciéndose en un arma.
Se encontró enfrente de la garita. Durante años pasó por delante de aquella entrada dos veces al día, pero cuando huyó de Havenbrook, días atrás, jamás esperó volver a verla. Conocía a los guardias por su nombre, les preguntaba por sus mujeres e hijos y les daba primas por Navidad. ¿Dónde estarían ahora? ¿Dentro, quizá, escondidos entre las sombras? ¿Esperándole?
No, aquella idea era simplemente ridícula. Si hubiesen vuelto a su puesto tras ser reanimados, los habría visto al escapar. Pero claro, entonces, ¿quién había escrito sobre el cartel? La pintura era reciente... muy reciente.
Escuchó el sonido de la electricidad estática y otro crujido de una radio cercana, así como el motor del camión, que le seguía de cerca.
—¡Vamos, profesor! —Gritó Schow—. No tenemos todo el día. ¡Se acercan por la retaguardia, así que en cinco segundos empezaré a disparar! Venga, ¡imagínese que está vendiendo galletas de las Girl Scouts!
Sus palabras fueron recibidas con carcajadas por parte de los soldados.
Baker tomó aliento, lo contuvo y pensó en Gusano.
—Lo siento —repitió una y otra vez, como un mantra. Y así, caminó a través de la entrada.
Como tenía el viento en contra, Jim los escuchó antes de olerlos. Sus gruñidos y maldiciones resonaban por todo el bosque. Las hojas crujían bajo sus pesados pies a medida que avanzaban hacia su ubicación tras haber perseguido al convoy. Un pájaro vivo levantó el vuelo desde su refugio en las ramas altas, asustado. Segundos después, chilló cuando otra ave no muerta lo cazó en el aire.
Jim echó un vistazo alrededor con el corazón latiendo a toda prisa y los sentidos totalmente alerta. Avanzaría más deprisa por la carretera, pero no tendría donde ocultarse y se convertiría en un objetivo a plena vista. El bosque ofrecía protección, pero la espesa vegetación que le ayudaba a ocultarse también lo retrasaba.
Oyó algo dirigiéndose hacia él y se paró en seco, conteniendo la respiración. Pudo oler el hedor rancio del zombi cuando pasó a su lado, tan cerca que podía oír las moscas zumbando bajo su piel.
La criatura pasó de largo, dirigiéndose hacia la carretera. Jim exhaló rápidamente y esperó a dejar de oírla. Cuando creyó que era el momento, salió de su escondrijo y echó a correr.
Inmediatamente después, oyó un grito ronco tras él. Le había visto.
—¡Ven, cerdito, cerdito, cerdito!
Jim se abrió paso a través del follaje, corriendo en paralelo a la carretera. Las ramas le asestaban latigazos en la cara y las raíces nudosas amenazaban con hacerle tropezar a cada paso. Las hojas muertas crujían bajo sus pies, llamando aún más la atención.
Un cadáver surgió de entre los arbustos delante de él y tuvo que girar hacia la derecha, alejándose de la carretera, para esquivarlo. El zombi le persiguió torpemente, arrastrando una pierna inútil; colocó una flecha en un arco compuesto de fibra de vidrio y la lanzó en su dirección. El proyectil silbó sobre su cabeza hasta terminar clavado en un viejo roble.
Otro zombi empezó a perseguirle, y, aunque Jim no lo sabía, aquel cadáver era el de Gusano.
—¡Oy a o' ti!
Se abalanzó hacia él con la lengua revolviéndose en su boca como un pez muerto.
Jim atravesó un amasijo de arbustos de moras y siguió corriendo. La camisa se le quedó enganchada en las espinas y tuvo que quitársela para poder liberarse, por lo que quedó colgada como una bandera.
Trepó por una colina cubierta de maleza, se agachó y agarró una rama caída. Era tan larga como un brazo y sólida al tacto.
Una marmota, cuyas vísceras asomaban por un agujero en su costado, chilló rabiosa y lanzó varios mordiscos al aire cerca de sus talones. Jim blandió la improvisada porra contra la cabeza de la criatura, pero ésta esquivó el golpe dando un paso atrás. El segundo ataque fue aún más potente y la cabeza del animal reventó de tal forma por la fuerza del impacto que uno de sus ojos salió disparado de su órbita.
Gusano estaba pisándole los talones. Jim subió hasta la cima de la colina y se preparó para enfrentarse a él.
El bosque siguió vomitando zombis, que se dirigían hacia su posición. Primero seis, luego una docena. Después, dos docenas. Pudo oír a más seres atravesando la espesura y dirigiéndose en tropel hacia la carretera de la izquierda.
Gusano intentó darle un zarpazo, pero Jim le pegó un empujón que lo hizo caer colina abajo hasta chocar contra otras tres criaturas que se desplomaron sobre el verde suelo.
Volvió a blandir la porra, que impactó contra la mandíbula de otro zombi. Se oyó un chasquido y Jim gritó de alegría... hasta que se dio cuenta de que lo que se había roto no era la mandíbula, sino su arma.
El palo había pasado a ser una lanza, así que Jim lo utilizó como tal, estocando al ojo ictérico de la criatura. Empujó con todo el peso de su cuerpo y oyó cómo el palo penetraba la membrana con un chasquido y se hundía en el tejido blando del cerebro. Jim tiró del palo con fuerza, pero fue incapaz de sacarlo, ya que estaba completamente encajado en el cráneo del zombi. Así que lo soltó, dio media vuelta y siguió corriendo.
Volvió a dirigirse hacia la carretera, buscando desesperadamente un vehículo abandonado o, al menos, un arma que se hubiese quedado sin dueño durante la batalla. Recorrió casi medio kilómetro hasta tropezar con un soldado herido.
El hombre estaba recostado, con la espalda apoyada en un roble. Uno de sus brazos colgaba inútil en uno de sus lados y tenía las piernas rotas y cubiertas de mordiscos. Sorprendentemente, y pese al daño, estaba vivo.
Tras un instante, Jim le reconoció.
—Eh, tío —le rogó el soldado—, échame una mano. Tengo que volver a la unidad y encontrar un médico.
—Eres el soldado Miccelli, ¿verdad?
El hombre entrecerró los ojos con una mezcla de sospecha y sorpresa.
—Sí —jadeó—, ¿y tú quién eres?
—Jim Thurmond. Te recuerdo de esta mañana, deja que te ayude.
Se arrodilló e inspeccionó las piernas de Miccelli. Un pedazo de hueso astillado asomaba a través de su gemelo y Jim lo tocó con la punta del dedo.
Miccelli gritó, hundiendo sus dedos en la tierra y las hojas.
—¡Shhhh! —le advirtió Jim—. Van a enterarse de dónde estás. ¡Están por todas partes!
—Me cago en la hostia, tío, ¡ayúdame! ¿Qué coño te pasa?
Jim apartó el fusil de Miccelli con el pie, fuera del alcance del soldado.
—Llegarán aquí en cosa de un minuto, así que tendré que protegernos a los dos. ¿Cómo se maneja este cacharro?
Gruñendo de dolor, Miccelli explicó cómo funcionaba el arma y cómo cambiar el cargador. Satisfecho, Jim se puso de pie y le apuntó con ella.
—¿Pero qué haces, tío?
—Esta mañana, cuando te llevaste al profesor Baker antes de que subiésemos al camión, me preguntaste una cosa. ¿Recuerdas qué? ¿Eh? —Miccelli negó con la cabeza rápidamente—. Me preguntaste si quería que me pegases un tiro y me dejases tirado, ¿te acuerdas?
—Eh, tío, ¡no jodas! —había abierto los ojos de par en par al comprender quién era. Le enseñó las manos en un gesto de rendición—. ¿Por favor? ¡No me jodas, tío! ¡Si vas a dispararme, dispárame en la puta cabeza! ¡No me dispares en la tripa! ¿Qué ganarías con eso?
—Quería encontrarme con mi hijo y tú te interpusiste en mi camino.
Apretó el gatillo rápida y suavemente y los gritos de Miccelli se perdieron bajo el estruendo.
La sangre empezó a manar de su abdomen y se llevó las manos a los intestinos, tratando de contenerlos. Los tendones de su cuello y cara se tensaron al máximo por el dolor. Empezó a temblar y a castañetear los dientes.
—Hijo de puta —gimió—. Hijo de la gran puta.
—Cuéntame, Miccelli, ¿qué se siente cuando te pegan un tiro y te dejan tirado?
Jim huyó a la carrera mientras los zombis, atraídos por el disparo y los gritos de Miccelli, se dirigían hacia ellos.
Atravesó el follaje hasta llegar a la carretera y miró atrás. Les llevaba bastante ventaja a los zombis, pero aún podía verlos dirigiéndose sin demora hacia Havenbrook.
«Espero no tener que enfrentarme a todos esos.»
Desde el bosque, los gritos de Miccelli empezaron a aumentar de volumen, salpicados por las horribles carcajadas de los zombis. Pero también se oyeron los pasos de otras criaturas que se dirigían hacia su posición, pues sólo unas pocas se habían detenido a devorar al moribundo. El resto seguía avanzando. ¿Por qué? ¿Adónde iban? Después de pensarlo, concluyó que debían de estar siguiendo al convoy. Sólo un puñado de criaturas iban armadas, pero todo parecía indicar que querían seguir luchando.
Como si siguiesen órdenes de alguien...
La idea le aterró. Se colgó el fusil y echó a correr. En el pasado solía reírse de las escenas de las películas de terror en las que la víctima corría por la carretera en vez de esconderse en el bosque, pero se encontró haciendo exactamente lo mismo.
Los gritos de Miccelli le acompañaron. Más tarde se convirtieron en gemidos y, finalmente, se desvanecieron.
* * *
Encontró el tronco vacío de un roble que había sido alcanzado por un rayo hacía mucho tiempo y se escondió en su corteza seca y podrida. Esperó, al filo de la carretera, escondido en el interior del árbol, hasta que el tambaleante y podrido ejército pasó de largo.
Los zombis incluían entre sus filas a todo tipo de gente. La mayoría eran niños y adolescentes del orfanato, pero un grupo de residentes de Hellertown e incluso media docena de los soldados de Schow avanzaban también hacia su destino. Negros, blancos, hispanos y asiáticos... la muerte no hacía distingos. Unos llevaban armas, mientras que otros sólo contaban con su hambre voraz, que casi parecía flotar sobre ellos como una amenazadora nube. Algunos se movían rápidamente en tanto que otros avanzaban despacio, con sus miembros inutilizados o directamente amputados. Uno de ellos estaba en un estado particularmente lamentable, tanto, que un jirón de carne se desprendió de su pierna y quedó tirado en la carretera como una piel de plátano.
Estaban por todas partes, a su alrededor, así que Jim se acurrucó todo lo que pudo en el interior del árbol. Si le encontraban, todo habría sido en vano: su escondrijo no ofrecía ninguna salida.