— Iremos andando.
Los demás lo seguimos. Yo me rezagué adrede, igual que Cyrus y la señorita Howard, mientras el señor Moore alcanzaba al doctor para hablar con él. Ni Cyrus ni yo tuvimos necesidad de preguntar qué pasaba, pues la señorita Howard leyó la pregunta en nuestras caras.
— Ha sido horrible— dijo—. Ha corrido la voz de que están investigando los asuntos del instituto, y hasta los amigos del doctor le han negado el saludo. Era como si no estuviéramos allí. Si no hubiera sido por Charlie, no habríamos podido soportarlo.
Bajamos por Broadway.
Supongo que era una reacción previsible viniendo de personas que se llamaban a sí mismas «de la alta sociedad», y aunque yo sabía que el doctor fingiría que no le importaba, también sabía que en el fondo lo afectaría. Como había dicho la señorita Howard, había pocas personas en ese grupo a las que el doctor contaba entre sus amigos, y ver cómo éstas se comportaban con la misma grosería que las demás… En fin, me alegré de que tuviéramos tiempo para ir andando hasta el 808 de Broadway. Esperaba que en el trayecto el señor Moore consiguiera que el doctor volviera a concentrarse en nuestro objetivo.
Y lo consiguió, por lo menos tanto como razonablemente cabía esperar. Cuando llegamos junto al edificio de ladrillos amarillos, nos encontramos con los hermanos Isaacson, y el doctor se apresuró a hablarles del asunto que nos ocupaba. Mientras subíamos a la sexta planta, discutieron cómo iban a presentar la sesión de dibujo a nuestros invitados. Al parecer, la señorita Howard había advertido a la señora Linares que no contara nada de lo ocurrido, pero nos informó que «nada» no sería una respuesta satisfactoria para la insaciable curiosidad de Elizabeth Cady Stanton. La señorita Howard había contemplado la posibilidad de decirle que la mujer del retrato era una antigua amiga— o, una vez más, un familiar— de la señora, pero eso no explicaría las heridas y magulladuras de esta última, y la señorita Howard estaba convencida de que Elizabeth Cady Stanton preguntaría por ellas, ya que el tema de las mujeres apaleadas por sus maridos era uno de sus caballos de batalla desde hacía décadas. La señorita Howard nos explicó que otras adalides del movimiento feminista criticaban a la señora Cady Stanton porque ésta insistía tanto en desterrar las causas de la violencia doméstica (como el alcoholismo) y en modificar las leyes del divorcio para facilitar las cosas a aquellas que querían librarse de esta situación como en luchar por el voto femenino. Debo decir que yo la entendía: a la mayoría de las mujeres de mi antiguo barrio les importaba un comino quién fuera el presidente, pues estaban demasiado ocupadas tratando de sobrevivir a los arrebatos de sus maridos.
La señorita Howard y el señor Moore seguían barajando posibles mentiras para presentar a Elizabeth Cady Stanton cuando el doctor dijo que debían dejarse de subterfugios y decir la verdad, o más bien parte de la verdad; no había necesidad de informarle de quién era exactamente la señora Linares ni de mencionar a su hija. El plan era explicarle que una mujer la había atacado y robado en Central Park, y si la señora Stanton quería sacar otras conclusiones, que lo hiciera. A la señorita Howard no le gustó mucho la idea y sólo cedió cuando el dispositivo eléctrico conectado al timbre del vestíbulo nos alertó de la llegada de la señora Linares. Nuestra amiga bajó a recibir a la primera invitada, no sin antes dejar claro que no le cabía duda de que Elizabeth Cady Stanton «sacaría otras conclusiones».
Cuando salió del ascensor, la señora Linares estaba muy nerviosa, convencida de que su marido u alguna otra persona la habían seguido. Cyrus bajó a explorar la zona, pero no vio a nadie que pareciera pendiente del 808 de Broadway. Esto apaciguó un poco a la señora, que se concentró en las instrucciones del doctor sobre lo que debía y no debía decir delante de las demás mujeres. La española se puso casi histérica al oír el timbre, pero el señor Moore permaneció a su lado y la tranquilizó mientras la señorita Howard bajaba a encontrarse con la prometedora retratista y la leyenda viviente.
Mientras investigaba para el predecesor de este libro,
El alienista,
descubrí que, en contra de la creencia popular, las mujeres son tan propensas como los hombres a los delitos violentos. Pero sus víctimas son con mayor frecuencia niños— a menudo sus propios hijos— y este hecho perturbador parece desanimar las crónicas sensacionalistas que suelen desatar los hombres violentos, en especial los asesinos en serie masculinos. Discutí este asunto con el doctor David Abrahamsen, que me ayudó mucho en la preparación de
El alienista,
y él me confirmó que las mujeres suelen maltratar o asesinar a personas con las que tienen fuertes vínculos personales (a diferencia de los hombres, que a menudo eligen desconocidos como víctimas de sus tendencias violentas, ya que les resulta más fácil clasificarlos). Una vez más, agradezco al doctor Abrahamsen su asesoramiento y su estímulo, sin los cuales este proyecto se habría descarriado en sus primeras etapas.
Cualquiera que esté familiarizado con el fenómeno de la violencia femenina verá en el caso de Libby Hatch elementos de crímenes, no sólo del siglo pasado, sino también de nuestro propio tiempo. Esta similitud es intencional, y no podría haberse logrado sin el importante trabajo de analistas que han narrado la historia de las más singulares asesinas contemporáneas. De estos escritores debo mencionar a Joyce Eggington por su profundo estudio de Marybeth Tinning, a Ann Rule por su incisiva obra sobre el caso de Diane Downs, a Andrea Peyser por sus informes y análisis de los asesinatos de Susan Smith, y a mi amigo John Costón por su estudio de Ellen Boehm. Todos merecen elogios por su insistencia (parafraseando a Rupert Picton) en tratarlas como individuos violentos primero y como mujeres después.
Las bibliotecas, como siempre, marcan la diferencia entre la fantasía y la reconstrucción de los hechos. Deseo agradecer a la plantilla de la Biblioteca Pública de Nueva York, la Sociedad Histórica de Nueva York, y la Sociedad de Bibliotecas de Nueva York por su inestimable ayuda. También debo dar las gracias al personal del Museo Brookside de Ballston Spa, Biblioteca Pública de Ballston Spa, Biblioteca Pública de Saratoga Springs y Sociedad Histórica del Condado de Saratoga.
Perrin Wright no sólo colaboró en la investigación, sino que también me acompañó en algunos viajes físicos y mentales que, siendo muy perturbadores para mí, lo fueron más para ella en algunos aspectos. Le agradezco que fuera tan perspicaz, amplia de miras y alentadora.
El doctor Laszlo Kreizler nació durante una cena que tuve hace mucho tiempo con John Therese, quien ha seguido ofreciéndome su amistad y su consejo. Ambas cosas son tan valiosas ahora como lo eran entonces.
Mi recorrido por el laberinto del sistema legal de finales del siglo XIX en el estado de Nueva York estuvo iluminado por la siempre perspicaz Julie Glynn, licenciada en Derecho. Por añadidura, ella y su marido, Andy Mattson, un agudo analista de los estudios sobre América, estuvieron siempre dispuestos a comentar ideas y a escuchar diatribas, todo lo cual evitó que la presión llegara a ser explosiva. Huelga decir que cualquier libertad que me haya tomado con los procedimientos legales en beneficio del dramatismo de la novela son responsabilidad mía.
Una vez más, Tim Haldeman aportó inestimables opiniones y sugerencias, además de la amistad necesaria para mantener en marcha un proyecto largo y difícil. Estoy en deuda con él.
Por su suprema paciencia y constante aliento, doy las gracias a mi agente, Suzzane Gluck, y a mi editora, Ann Godoff. Ellas soportaron lo que en más de una ocasión han de haber visto como interminables desvarios de un alma atormentada, y espero que sepan que sin ellas no habría conseguido salir airoso de esta experiencia. Marsinay Smith y Enrica Gadler también me allanaron el camino, y aprecio mucho sus esfuerzos.
Heather Schroeder ha trabajado infatigablemente para supervisar el destino de estas novelas en el extranjero y siempre ha hecho gala de comprensión y paciencia.
Por ayudarme a mantener el rumbo, además de tenderme la mano de la verdadera amistad en la Madre Inglaterra, expreso mi más sincera gratitud a Hilary Hale.
También debo agradecer los esfuerzos de los médicos que se esforzaron por mantenerme en marcha a lo largo de varios años difíciles: Ernestina Saxton, Tirso del Junco, Jr., Rank Petito y Bruce Yaffe mantuvieron la conducta comprometida y responsable que deberían adoptar todos los médicos, aunque por desgracia muchos no se molesten en hacerlo. Gracias a todos ellos. Y gracias en especial a Vicki Hufnagel, una cirujana pionera que me dio esperanza cuando muchos otros no podían o no querían. Por sus esfuerzos por iluminar rincones oscuros de la medicina, la doctora Hufnagel ha sido recompensada sistemáticamente con la hostilidad de la comunidad médica, que sigue protegiendo a sus ciegos y retrógrados miembros con la misma obcecación que hace un siglo.
Mientras este libro estaba en pañales poco faltó para que sufriera el destino de muchas de las víctimas de Libby Hatch debido a mis incursiones en un cenagal artístico en otras costas. Por ayudarme primero a asimilar una idea difícil y luego a volver al oficio de escribir libros quisiera agradecer, por orden de aparición, a Rene García (y Risa Bramón Garcia), Betty Moos, Mike Finnell, Joe Dante, Kathy Lingg, Cynthia Schulte, Helen Mossler, Garry Hart, Bob Eisele, Dan Dugar, Thom Polizzi, Jamie Freitag, Sandy Veneziano, Jason la Padura, Natalie Hart, Deborah Everton, Marshall Harvey, Michael Thau, Kathy Zatarga, Bill Millar, Hal Harrison y el resto del personal de Paramount, junto con— no podría olvidarlos— John Corbett, John Pyper-Ferguson, Rod Taylor, J. Madison Wright, Darryl Theirse, Carolyn McCormick (y Byron Jennings y Cooper), Marjorie Monaghan, Joel Swetow y el resto del reparto del
Chronicles.
El hecho de que este libro vea la luz antes que ese proyecto es prueba, no de deficiencias por su parte, sino de que cierto pueblo fantasma del sur de California no podría rivalizar con Nueva York como potencia cultural y centro de innovación artística.
Quiero manifestar mi más profunda gratitud a Lynn Freer y Jim Turner, junto con mi compañero y castigo matutino, Otto; John y Kathy von Harz; mi hermano Simón y su mujer, Cristina, además de a mis consejeros más fiables, Lydia, Sam, Ben y Gabriella; mi hermano Ethan y su mujer, Sarah; Marta von Hartz y Jay Shapiro; William von Hartz; Debbie Deuble; Ezequiel Vinao; Oren Jacoby; Meghann Haldeman; Ellen Blain, y el siempre responsable Tom Pivinski. También quisiera dar las gracias a Marvin Cochran, y tengo fe en que me oirá, esté donde esté.
La notable sensatez y extraordinaria sensibilidad de Elizabeth Harnois contribuyeron no sólo a la redacción de este libro, sino también a la cordura de su autor.