Cuando llegamos a la calle Once, en la acera opuesta ya había unas quince sombras que se sentían lo bastante osadas para empezar a arrojar piedras y botellas en nuestro camino. El señor Roosevelt y el teniente Kimball no estaban dispuestos a tolerar semejante comportamiento, y lo dejaron muy claro enseguida. En cuanto aterrizó el primer proyectil, el señor Roosevelt bramó:
— ¡Kimball!
El teniente respondió volviéndose hacia uno de sus oficiales.
— ¡Teniente comandante Simmons! Tome diez hombres y encárguese de esos individuos.
Bueno, yo no quería hacerme notar y enmendarles la plana a aquellos chicos de la Armada, pero me pareció que ése podía ser un movimiento en falso, ya que los Dusters no se esperaban semejante reacción, y su violencia bien podía advertirlos de que no estaban contemplando a un simple pelotón de marineros de permiso en dirección al centro la ciudad para pasar una noche de juego y de putas.
Sin embargo, no fue pequeña la satisfacción de ver al comandante de una de las lanchas torpederas y su destacamento avanzar a paso ligero sobre los adoquines de West Street, con su arma y sus porras reglamentarias en ristre, y arremeter contra los confusos Dusters enloquecidos por la cocaína con tal determinación que lo que siguió no habría podido catalogarse propiamente de una lucha. Uno o dos de los miembros de la banda recibieron sendos golpes en la cabeza, y un par más se llevaron otros en la barriga; pero el resto, alarmados por la visión de la pistola del teniente comandante, echaron a correr. Por desgracia, yo sabía demasiado bien que corrían de vuelta a Hudson Street, en busca de refuerzos y armas y para informar a Goo Goo Knox y a Ding Dong de lo que ocurría.
— Allá vamos— susurré para mí mismo con nerviosismo, al llegar al cruce de West Street y Bethune.
El destacamento que había puesto en fuga al primer grupo de Dusters se reincorporó a la marcha. De repente, la manzana y media que nos separaba de la casa de Libby Hatch me pareció muy larga, y cuando vi a la señorita Howard y a Lucius sacar sus revólveres, decidí situarme detrás de ellos. Mientras tanto, Cyrus deslizó su mano derecha al bolsillo interior de su chaqueta y se calzó sus nudilleras: algo muy feo, ambos lo sabíamos con toda certeza, estaba a punto de ocurrir.
Vimos varias siluetas sombrías más salir precipitadamente de portales y callejones en la acera norte de Bethune Street, y también del solar en obras de las nuevas instalaciones de la Bell Telephone en nuestra acera. Los marineros que nos acompañaban parecieron tomarse todas aquellas carreras como una indicación de que los Dusters ya habían recibido el mensaje y no iban a suponer ningún problema; por desgracia, los civiles estábamos mejor informados. Como la mayoría de las bandas, los Dusters preferían no presentar batalla cuando no contaban con superioridad numérica y de armas, y era perfectamente obvio que sólo se estaban reagrupando, probablemente para plantar cara en Washington Street. Yo estaba convencido de que esta reunión de fuerzas sólo se produciría después de mucho esnifar cocaína, lo que significaba que cuando nos enfrentásemos a la banda ellos estarían tan colocados que se verían capaces de acabar con toda la Armada de Estados Unidos, para qué hablar del puñado de hombres que en ese momento penetraba en su territorio.
Durante varios largos minutos, sin embargo, Bethune Street permaneció silenciosa y desierta ante nosotros, algo que se me antojó muy extraño; y mi nerviosismo empezó a ceder un poco, al permitirme pensar que tal vez estaba siendo algo alarmista.
Pero, naturalmente, no era así.
Justo antes de que llegáramos al cruce de Washington Street, empezaron a desplegarse en una cerrada línea frente a nosotros más Dusters— quizá sesenta o setenta, en total— de los que yo había visto reunidos en un lugar en toda mi vida. Ding Dong había sacado a la mayoría de los chicos de la banda, y aquellos jóvenes camorristas estaban haciendo los mismos movimientos que el día de nuestra primera visita a la casa de Libby Hatch: golpeándose la palma de la mano con palos de madera y sacando brillo a sus nudilleras con toda la pinta de estar conteniéndose a duras penas para no abalanzarse sobre nosotros. Para colmo, los ojos de todos y cada uno de ellos estaban iluminados como los escaparates de los grandes almacenes McCreery un jueves por la noche, una clara prueba de que yo no me había equivocado al suponer que se habían puesto ciegos antes de salir a recibirnos.
A la cabeza, de esta turba de aspecto peligroso iban Goo Goo Knox y Ding Dong, quienes al parecer habían resuelto sus diferencias de unas horas antes, o al menos habían dejado de lado una buena bronca por otra aún mejor. Como siempre, Ding Dong sonreía como un idiota, de aquella manera que, para mi eterno asombro, Kat había encontrado encantadora. Knox, por su parte, aunque la expresión de su cara y el palo que empuñaba decían que estaba dispuesto a luchar, había adoptado una actitud que sugería que tenía una idea mucho más clara de contra quién se enfrentaba. Y no era de extrañar, pues como cabecilla de los Dusters su camino se había cruzado muchas veces con el del señor Roosevelt durante el periodo en que nuestro amigo había sido comisario de policía, y sabía que cuando el fornido personaje con gafas se ponía en pie de guerra no se estaba tirando un farol.
Knox era un tipo menudo de aspecto siniestro, con ojos de loco y fuertes brazos, pero con una piel tan pálida que le hacía parecer un fantasma. Esto se debía en parte a su herencia, pero sobre todo a que casi nunca veía la luz del día. Antes de convertirse en uno de los fundadores de los Dusters, había sido miembro de los Gophers, otro violento e impredecible grupo de irlandeses que controlaba la zona de Hell´s Kitchen y cuya idea de la «vida» era pasarse el día de juerga en las tabernas del barrio. Sólo salían al exterior de noche, para saquear las estaciones del ferrocarril del West Side, pelear con otras bandas o enfrascarse en su deporte al aire libre favorito: dejar inconscientes a golpes a los policías y robarles los uniformes para regalárselos a sus novias como trofeo. El hecho de que tantos Dusters antes hubieran sido Gophers era una de las causas del temor que inspiraban al Departamento de Policía: junto con la práctica de saquear las estaciones del ferrocarril del West Side, los Dusters habían conservado la afición de los Gophers por perseguir a los hombres uniformados. Yo no sabía si incluían el uniforme de la Armada de Estados Unidos, pero la expresión del rostro de Knox aquella noche me aseguró que sí.
— Señor Roosy-velt— gritó Goo Goo, en cuanto nuestro pelotón se detuvo ante la banda—, me habían dicho que estaba en Washington, jugando con barquitos. ¿Qué le trae al territorio de los Dusters?
— La última vez que lo comprobé, Knox— respondió el señor Roosevelt—, el West Side de la ciudad de Nueva York todavía formaba parte de Estados Unidos. Estos hombres pertenecen a la Armada de Estados Unidos, y han venido a ayudar a los sargentos detectives— apuntó con un grueso dedo a los Isaacson— en el cumplimiento de su deber.
— ¿Y cuál es ese deber, si puede saberse?— preguntó Knox, aunque era obvio que conocía la respuesta.
— Eso no es asunto tuyo— respondió el señor Roosevelt—. Tú y tus… seguidores haréis bien en apartaros.
— Me parece que no lo ha entendido— replicó Knox, mirando a sus muchachos con una sonrisa.
Luego se sorbió los mocos y se pasó la lengua por la encía superior, una clara señal de que había estado esnifando cocaína: así administrada, la droga tenía el efecto de dejar insensible la parte superior de la boca y era como si los que la tomaban tuvieran que comprobar cada pocos segundos si todas sus partes seguían allí.
— Como he dicho— prosiguió Knox—, esto es territorio de los Dusters. Las demás bandas no entran aquí, la policía no entra aquí, nadie entra aquí, a menos que quiera recibir una buena zurra.
— ¿De veras?— exclamó el señor Roosevelt.
— Sí— respondió Knox, con un gesto de confianza—. De veras.
— Bueno— declaró el señor Roosevelt, fulminando a Knox con la mirada—, me temo que hay una excepción a esa regla que tal vez te haya pasado por alto.
— ¿Ah sí? ¿Y puede saberse cuál es, pedazo de…?
Mientras decía estas últimas palabras, Knox efectuó un brusco movimiento de torsión y trató de blandir el palo para arrojárselo al señor Roosevelt: un lamentable error. Con una velocidad que siempre resultaba sorprendente, dada su corpulencia, el señor Roosevelt arrebató la porra de manos de Knox, ante las miradas atónitas del resto de los Dusters. Acto seguido, con otro rápido movimiento, el señor Roosevelt asestó un perverso golpe en la cabeza de Goo.
— ¡Para que lo sepas, es el gobierno federal de Estados Unidos! bramó el señor Roosevelt, mientras Knox caía de rodillas, gimiendo como el animal herido que era.
Los demás Dusters dieron un par de pasos al frente, como si fueran a embestir, pero aún estaban demasiado aturdidos para emprender cualquier acción. Yo sabía que aquella situación no duraría mucho, así que tiré de la manga del doctor, señalé con la barbilla en dirección al río y traté de decirle que estaba a punto de desencadenarse un combate sin cuartel y que mientras arreciaba, lo mejor que podíamos hacer era retroceder por West Street y llegar a la casa de Libby Hatch por otro camino. Captó mi mensaje, y mientras los marineros cerraban filas y se disponían a repeler el inminente ataque, todo nuestro grupo empezó a retroceder lentamente… es decir, todos menos Cyrus, cuya mirada se había trabado con la de Ding Dong y no pensaba ir a ninguna parte.
La tensión crecía segundo a segundo, hasta que de repente Knox, que tenía sangre en la frente, recuperó la compostura y gritó a sus muchachos.
— Bueno, ¿qué diablos esperáis?
Y entonces estalló la tormenta. Como un sólido muro aullante, los Dusters se abalanzaron sobre los marineros, que también arremetieron. Los dos bandos se mezclaron tan deprisa que desde el principio resultó casi imposible para ambos utilizar pistolas. Sería un duelo de puños y palos y con toda probabilidad se extendería por toda la manzana en la que nos encontrábamos. Teníamos que alejarnos de allí a toda prisa.
— ¡Corra!— le dije al señor Moore, que asintió y corrió hacia el oeste con los sargentos detectives. Sin embargo, la señorita Howard y el doctor se quedaron atrás, esperando a Cyrus.
— ¡Cyrus! ¡Ven con nosotros, ahora!— le ordenó el doctor, mientras la señorita Howard cubría a nuestro corpulento amigo con su Colt.
Pero Cyrus ya no estaba dispuesto a obedecer ninguna orden: en cuanto la bronca entró en erupción, se había abalanzado sobre Ding Dong para aferrarlo por la camisa, y luego le había levantado literalmente del suelo y lanzado a unos dos metros por detrás de la línea de nuestros marineros, donde no pudiera recibir ninguna ayuda de sus colegas. Al estrellarse violentamente contra el suelo, Ding Dong soltó el palo que llevaba, y Cyrus lo alejó rápidamente de una patada. Después obligó a Ding Dong a ponerse en pie.
— Ni palos ni navajas ni pistolas— dijo—. Y recuerda que no soy una niña de catorce años. Ahora veamos qué tal lo haces.
Dicho lo cual empezó a atizarle al matón, que se las vio y se las deseó para cubrirse y lanzar algunos golpes.
El doctor suspiró y se volvió hacia la señorita Howard.
— Tendremos que dejarlo, Sara. Tienen cuentas que saldar. A él no le pasará nada, pero nosotros debemos irnos.
Asintiendo a su pesar, la señorita Howard giró el cuerpo hacia el oeste pero mantuvo los ojos fijos en Cyrus… y fue una suerte que lo hiciera, porque justo cuando empezábamos a alejarnos, dos Dusters consiguieron salirse del tumulto que se desarrollaba un poco más arriba y corrieron a echarle una mano a Ding Dong. Ambos llevaban barras de metal forradas de arpillera, y Cyrus les daba la espalda: una vez más, parecía que la banda iba a darle una sorpresa.
Sin embargo, la señorita Howard se volvió en redondo levantó su revólver, y sujetándolo firmemente con ambas manos, disparó dos tiros que retumbaron como truenos en los edificios y los adoquines. Cuando el humo de los disparos se despejó, los dos Dusters de las barras de metal estaban tendidos en el suelo, ambos agarrándose una rodilla destrozada. La señorita Howard sonrió y, al ver que Cyrus podía acabar de resolver sus asuntos con Ding Dong por sus propios medios, se volvió para seguirnos a los demás.
— Te lo dije, Stevie— dijo cuando se dio cuenta de que la miraba con cara de asombro—, no hay nada como una bala en la pierna para hacer que un hombre cuide sus modales.— Y me empujó en dirección a West Street.
Los aullidos de furia y dolor de la trifulca resonaban por todo el vecindario, y mientras nosotros seis doblábamos a la carrera la esquina de Bank Street, Bethune Street parecía un auténtico infierno. Hasta los estibadores se mantenían al margen de la pelea, y los residentes del barrio permanecían encerrados a cal y canto en sus casas (al pasar junto a ellas en dirección a Greenwich Street, oímos cómo echaban los cerrojos). Pero el efecto general del combate resultó ser de utilidad, pues al doblar otra vez hacia el norte y aproximarnos a Bethune Street, no divisamos ni a un solo Duster: todos habían ido a «sumarse a la juerga». Gracias a ello tuvimos el camino despejado hasta la casa de Libby Hatch y en pocos segundos más nos plantamos allí.
— Dudo mucho que llamar a la puerta sirva de algo— dijo el doctor, agitado—. ¿Sargentos detectives?
Marcus sacó rápidamente una palanca y la insertó entre las jambas de la puerta, a la derecha del tirador. Lucius y él empuñaron la palanca y se dispusieron a tirar con todas sus fuerzas.
— Cuando tiremos— dijo Marcus, que ya sudaba tanto como su hermano—, vosotros empujad la puerta. Sara, creo que será mejor que prepares tu Colt.
Mientras la señorita Howard retrocedía para cumplir esta orden, el doctor, el señor Moore y yo nos acercamos para empujar la puerta.
¿Preparados?— preguntó Marcus, y todos gruñimos respuestas afirmativas—. De acuerdo, entonces. A la una, a las dos…
Al grito de «¡Tres!», Marcus tiró con fuerza de la palanca al mismo tiempo que Lucius, y los demás empujamos. El marco de la puerta empezó a crujir y astillarse casi inmediatamente, y unos cuantos tirones y empujones más destruyeron por completo la parte derecha de la estructura. De una patada, Marcus reventó la puerta y todos nos precipitamos al interior para que la señorita Howard pudiera apuntar inmediatamente su arma a…
Nada. No había señales de vida en el pequeño vestíbulo de la casa, y la oscuridad absoluta en la escalera de la derecha parecía indicar que allí no había nadie. La señorita Howard encabezó la marcha, sin dejar de apuntar con su Colt a la oscuridad, y los demás la seguimos asustados pero también decepcionados.