— Eso es ridículo…— comenzó Lucius, pero Marcus no estaba dispuesto a dar el brazo a torcer.
— ¿Ridículo? ¡Haces lo mismo desde que tenías ocho años!
— ¡Marcus!— exclamó Lucius haciendo un esfuerzo por controlarse—. Éste no es lugar para…
— ¡Todos los días, cuando volvíamos de la escuela! «Mamá, papá, me sé de memoria todas las lecciones del día. Escuchad, escuchad.»
— No es lugar para sacar a relucir asuntos personales…
— Nunca se te ocurría pensar que mamá y papá estaban demasiado cansados para tragarse todas las lecciones del día. No, tú continuabas…
— ¡Estaban orgullosos de mí!— gritó Lucius, olvidando sus esfuerzos por mantener la dignidad.
— ¿Qué creías?— chilló Marcus mientras yo hacía girar la yegua gris hacia Christopher Street en dirección a la calle Diez para evitar otro posible encuentro con Kat—. ¿Que cuando Hogan vuelva a Mulberry Street dirá: «No cabe duda de que los Isaacson conocen su trabajo; nos han enseñado un par de cosas interesantes.»? Lo único que has conseguido es que demos un paso más hacia nuestro despido.
La «discusión» continuó de esa guisa hasta que doblé por Broadway, en dirección norte, y estacioné el coche frente al hotel St. Denis. No había en el mundo detectives mejores que los Isaacson, tal como quedó demostrado durante el caso Beecham. Además de su formación en criminología, estaban versados en medicina y en leyes, y se mantenían al corriente de los avances que en técnicas y teorías de investigación se produjeran en cualquier rincón del mundo. Por ejemplo, gracias a sus conocimientos en la todavía inaceptada ciencia de la dactiloscopia, habíamos atisbado la primera luz en el caso Beecham. Tenían todo un repertorio de cámaras fotográficas, productos químicos y microscopios que usaban para resolver cualquier problema incomprensible para el detective medio; pero les encantaba discutir, y la mayor parte del tiempo parecían un par de gallinas cluecas.
Cyrus entregó algunas monedas más al cochero, le devolvió el bombín y lo dejó delante del hotel para que se recuperara del susto. Una vez dentro del edificio, los sargentos detectives bajaron el tono de voz, aunque sin restar vehemencia a sus palabras.
— ¡Por el amor de Dios, Marcus!— dijo Lucius, airado—. ¡Ya hablaremos de esto en casa!
— Desde luego— farfulló Marcus. Se arregló la chaqueta y se alisó la espesa mata de pelo—. Así tendrás ocasión de buscar el apoyo de mamá.
— ¿Qué quieres decir con eso?— preguntó un horrorizado Lucius.
— Ella se pondrá de tu parte. Siempre lo hace, porque tiene miedo de herir tus sentimientos. Seguro que te dirá que le encantaba oírte recitar las lecciones, pero la verdad es que se aburría como una ostra. Créeme, siempre lo decía cuando tú no estabas delante.
— ¡Eres…!— comenzó Lucius, pero entonces el ascensor llegó a la sexta planta y frenó con su característica sacudida.
El cartel que Sara había hecho pintar en la puerta pareció devolver a los hermanos a la realidad adulta, y ambos se callaron, dando por zanjada la discusión con la misma rapidez con que la habían iniciado. Cyrus y yo no habíamos podido contener la risa en el ascensor, pero en cuanto entramos en nuestro antiguo cuartel general también nos pusimos serios.
Encontramos al señor Moore, la señorita Howard y su clienta más o menos donde los habíamos dejado, aunque era evidente que la señora Linares había causado una fuerte impresión en el periodista, ya que éste se había sentado a su lado y la escuchaba con atención. El señor Moore era presa fácil para cualquier mujer encantadora, y los encantos de la española resultaban obvios a pesar de las cicatrices, los hematomas y el velo que otra vez le cubría la cara. Entretanto la señorita Howard se paseaba por el despacho y fumaba, escandalizada, según me pareció a mí, no sólo por la violencia ejercida contra aquella mujer en particular sino por la que con tanta frecuencia se ejercía contra otras muchas mujeres indefensas, tanto ricas como pobres.
La señora Linares miró a los hermanos Isaacson con la misma zozobra que le habíamos inspirado los demás, pero el señor Moore se apresuró a tranquilizarla.
— Señora, éstos son los hombres de los que le he hablado. Los mejores detectives del Departamento de Policía de Nueva York. Sin embargo, a pesar de que ocupan puestos oficiales, puede confiar por completo en su discreción. — Alzó la vista y estrechó las manos de Lucius y Marcus con una sonrisa—. Hola, muchachos. Me han dicho que estabais ocupados con un asunto muy feo en los muelles.
— John— respondió Marcus con una sonrisa y una inclinación de cabeza.
— Otro asesinato que el equipo de Hogan da por irresoluble— añadió Lucius—, aunque si quieres saber mi opinión, es un simple caso de…
— Nadie te ha pedido tu opinión, ¿no?— interrumpió Marcus.
Lucius le dirigió una mirada que amenazaba con un arrebato de auténtica furia en caso de que continuara, pero lo dejó correr. Marcus se volvió para dar un abrazo formal aunque sincero a la señorita Howard.
— Hola, Sara. Tienes un aspecto magnífico.
— Eres un embustero consumado, Marcus— respondió ella. Luego saludó a Lucius con un pellizco en la mejilla, sabiendo que él nunca le haría una demostración de afecto en público.
El pellizco cubrió de rubor la cabeza entera del más joven de los Isaacson, que rápidamente sacó un pañuelo para enjugarse la frente.
— Hola, Sara. Es un placer volver a verte.
— Habría preferido que fuera en circunstancias más dichosas— respondió la señorita Howard volviéndose hacia su invitada—. Caballeros, ésta es la señora Isabel Linares.
Los dos detectives Isaacson arquearon las cejas en un gesto de perplejidad.
— ¿La esposa del secretario personal del cónsul Baldasano?— preguntó Marcus en voz baja.
La mujer asintió con un titubeo. El señor Moore se volvió de espaldas, cabeceó y musitó:
— Yo soy periodista, debería estar al corriente de estas cosas…— luego se dirigió a los Isaacson en voz más alta—: ¿Por qué no me acompañáis a la cocina? Os daré una taza de café mientras os pongo al corriente de lo que ocurre.
Los sargentos detectives, confundidos e intrigados, aceptaron en el acto y lo siguieron. Entre los demás se produjo una situación incómoda, pero la señorita Howard, con su natural habilidad para estas cosas, se apresuró a romper el hielo.
— ¿Cyrus? La señora Linares ha quedado prendada de tu interpretación al piano. ¿Conoces alguna pieza de su tierra natal?
— No— respondió la mujer con gratitud pero con firmeza—. No, señor, no estoy de humor para escuchar melodías de mi tierra. Los recuerdos… ¿La pieza que tocó antes era típica de su pueblo?
— Es una pieza popular norteamericana— explicó Cyrus mientras volvía a sentarse al piano—. Y como la mayoría de ellas, no pertenece a ningún pueblo en particular.
— Era conmovedora— respondió la mujer—. ¿Le importaría tocar otra?
Cyrus reflexionó unos instantes y luego comenzó a tocar
Lorena,
una antigua canción popular. La señora Linares se arrellanó en el sillón y durante algunos minutos se limitó a escuchar. Luego tocó el brazo de la señorita Howard.
— Espero que estemos haciendo lo correcto, señorita Howard. Y también espero no estar chiflada.
— No lo está— respondió la señorita Howard con firmeza—. Tengo bastante experiencia con locos.
— El señor Moore no parece tan convencido.
— Es su forma de ser. Él es periodista, y en esa profesión hay dos clases de hombres: los cínicos y los embusteros. Él pertenece al primer grupo.
La señora Linares emitió una risita dolorosa, y en ese momento el señor Moore y los Isaacson regresaron a la habitación. Marcus se detuvo junto a la mesa de billar cubierta con un mantel y dejó su bolsa encima de ella. Luego, mientras se acercaba a nosotros con el señor Moore, Lucius abrió la bolsa y comenzó a sacar cuidadosamente los brillantes instrumentos que contenía.
Marcus se quedó junto a la señorita Howard, mientras el señor Moore se acuclillaba delante de la señora Linares.
— Señora, para ayudarla debemos hacer dos cosas: en primer lugar, examinar las heridas de su cara y su cabeza, y en segundo lugar interrogarla sobre lo ocurrido en Central Park y en la estación. Con su permiso, estos hombres examinarán las lesiones y le harán algunas preguntas. Quizá lo encuentre tedioso, pero le aseguro que es necesario.
La señora Linares dejó escapar otro profundo suspiro, se inclinó hacia delante, levantó el velo y por fin se quitó el sombrero.
— De acuerdo— dijo.
Marcus acercó una lámpara de pie, colocó la pantalla sobre la cabeza de la mujer y habló con suavidad:
— Quizá prefiera cerrar los ojos, señora.
Ella cerró el único párpado que podía mover, y Marcus encendió la lámpara. Al ver las heridas, el rostro del detective se crispó, y eso que venía de examinar un cuerpo decapitado, descuartizado y serrado por la mitad. Aquella mujer estaba verdaderamente desfigurada.
Lucius se acercó a su hermano y le entregó varios instrumentos médicos. Aunque Cyrus estaba pendiente de la escena que se desarrollaba en el círculo luminoso del centro de la habitación, continuó tocando el piano, con el convencimiento de que la música tranquilizaría a la señora Linares. Yo volví a sentarme en el alféizar de la ventana y encendí un cigarrillo, decidido a no perderme detalle de la exploración.
— Sara— dijo Lucius mientras se acercaba a la cabeza de la mujer con algo parecido a unas pinzas metálicas—. ¿Te importaría tomar notas?
— No, claro que no— respondió la señorita Howard tomando lápiz y papel.
— Muy bien; entonces comenzaremos con la lesión de la nuca. ¿Se produjo cuando la atacaron en el parque, señora?
— Sí— respondió ella. En su rostro se reflejó una expresión de dolor, pero no se movió.
— ¿Y exactamente cuándo y dónde la atacaron?
— Él jueves por la tarde. Acabábamos de salir del Metropolitan Museum of Art. Suelo llevar allí a Ana, mi hija. Le gusta mucho la sala de esculturas, no sé por qué. Las esculturas despiertan su entusiasmo; sonríe y pone cara de asombro… Después, casi siempre nos sentamos fuera, junto al obelisco egipcio, y ella se duerme. El obelisco también le fascina, aunque de otra manera.
— ¿Y la golpearon allí? ¿Al aire libre?
— Sí.
— Pero ¿no hubo ningún testigo?
— Creo que no. Había llovido y amenazaba con descargar otro chaparrón. Puede que la gente procurara evitarlo. Sin embargo, cuando desperté había varias personas amables a mi alrededor.
Lucius se dirigió a Marcus.
— ¿Ves el ángulo? Y no hay laceración.
— Exactamente— respondió Marcus con tono igualmente formal—. Es probable que no haya habido conmoción.— Luego a la señora—: ¿Experimentó algún síntoma inusual después del golpe? ¿Zumbidos en los oídos o puntos brillantes en la visión?
— No.
— ¿Mareos? ¿Sensación de presión en el interior del cráneo?
— No. Me revisó un médico— prosiguió la señora Linares, un poco más segura de sí—. Me dijo que…
— Disculpe, señora— interrumpió Marcus—, pero no solemos hacer mucho caso de las opiniones de los médicos. Tenemos experiencia con los médicos de Nueva York y con sus conclusiones en casos como éste.
La señora se calló, como una colegiala que se hubiera atrevido a hablar inoportunamente en clase.
— No ha habido conmoción— murmuró Marcus—. Un buen trabajo.
— Un ángulo perfecto— añadió Lucius—. Parece obra de un experto, a menos que… Señora, ¿ha dicho que no vio a la persona que la golpeó?
— No. Perdí el conocimiento de inmediato, aunque dudo que por mucho tiempo. Pero cuando desperté, él había huido llevándose a Ana.
— Ha dicho «él»— señaló Marcus—. ¿Tiene algún motivo para creer que fue un hombre?
La señora Linares pareció súbitamente confusa.
— Yo… no lo sé. En ningún momento se me cruzó por la cabeza que…
— Tranquila— dijo Marcus—. Era una simple pregunta.
Pero cuando alzó la vista y miró a la señorita Howard, la aprensión que reflejaron las dos caras sugirió que no había sido una «simple pregunta».
Marcus continuó con el interrogatorio:
— ¿Cuánto mide usted?
— Hummm, poco más de un metro sesenta y cinco.
Marcus asintió y murmuró:
— Un golpe limpio. No fue una cachiporra.
— El punto del impacto es demasiado claro; fue un golpe fuerte— convino Lucius—. Supongo que usaron un trozo de tubería. Han empezado las obras en la nueva sección del museo, la que da a la Quinta Avenida. Están instalando las cañerías…
— Y hay muchos caños a mano.— Lucius me miró—. Ven aquí, Stevie.
Algo sorprendido, obedecí y me coloqué entre Marcus y Lucius para mirar el desagradable chichón en la nuca de la señora Linares.
— ¿Te resulta familiar?— preguntó Marcus con una sonrisita.
— ¿Ha leído mi expediente en Mulberry Street?— pregunté.
— Limítate a responder— insistió Marcus sin borrar la sonrisa de su cara.
Eché otro vistazo y asentí.
— Sí. Podría ser. Un buen caño de plomo.
— Bien— respondió Marcus enviándome de vuelta al alféizar con un movimiento de la barbilla.
(Muy bien; todo el mundo sabe cómo me gané mi mote, y aquellos que deseen una explicación más detallada no deben preocuparse, porque también forma parte de esta historia.)
Los Isaacson pasaron a examinar la parte delantera de la cabeza de la señora Linares, que se apresuró a volver a cerrar el ojo derecho. Lucius observó los hematomas y la nariz rota, cabeceando todo el tiempo.
— Esto se lo hizo su marido.
— Típico— añadió Marcus—, y completamente distinto a…
— Eso es— intervino Lucius—. Lo que indica que…
— Exactamente— prosiguió Marcus—. ¿Dice que ni usted ni ninguna otra persona del consulado recibió una nota pidiendo un rescate?
— No. Nadie.
Los hermanos Isaacson cruzaron miradas y gestos de asentimiento, aunque sus rostros comenzaban a reflejar claras señales de excitación.
— De acuerdo— continuó Marcus, arrodillándose sobre una pierna. La señora se sobresaltó ligeramente cuando le tomó la mano. Daba la impresión de que sólo pretendía tranquilizarla, pero entonces noté que le rodeaba la muñeca con los dedos—. Por favor, mantenga los ojos cerrados— dijo mientras sacaba su reloj de bolsillo—. Y cuéntenos todo lo que recuerde sobre la mujer que estaba con su hija en el tren.