El Año del Diluvio (17 page)

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Authors: Margaret Atwood

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Año del Diluvio
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—No llegues tarde —le dijo a su hija.

—¡Te ha hablado! —le dije a Bernice en cuanto cerró la puerta y salió al pasillo.

Estaba tratando de ser amable, pero Bernice me dejó helada.

—Sí, ¿y qué? —dijo—. No es imbécil.

—No había dicho que lo fuera —solté con frialdad.

Bernice me fulminó con la mirada, pero ni siquiera el poder de su mirada era lo mismo desde que había llegado Amanda.

27

Cuando llegamos al solar que había detrás del Scales para nuestra Excursión Didáctica Depredador-Presa, Zeb estaba sentado en un taburete de lona plegable. Había una bolsa de tela a sus pies con algo en ella. Traté de no mirar hacia la bolsa.

—¿Estamos todos? Bien —dijo Zeb—. Empecemos. Relaciones depredador-presa. Cazar y acechar. ¿Cuáles son las reglas?

—Ver sin ser visto —entonamos—. Oír sin ser oído. Oler sin ser olido. ¡Comer sin ser comido!

—Olvidáis una —dijo Zeb.

—Herir sin ser herido —respondió uno de los chicos mayores.

—¡Exacto! Un depredador no puede permitirse una herida grave. Si no puede cazar, morirá de hambre. Debe atacar por sorpresa y matar deprisa. Ha de elegir la presa que esté en desventaja: demasiado joven, demasiado vieja, demasiado lisiada para huir o combatir. ¿Cómo evitamos ser una presa?

—No pareciendo una presa —entonamos.

—No pareciendo la presa de ese depredador —matizó Zeb—. Un surfista parece una foca a un tiburón que lo mira desde abajo. Tratad de imaginar qué parecéis desde el punto de vista del depredador.

—No mostrando temor —dijo Amanda.

—Correcto. No hay que mostrar temor. No hay que parecer enfermo. Hay que intentar parecer lo más grande posible. Eso disuadirá a los animales cazadores mayores. Pero también nosotros estamos entre los animales cazadores mayores, ¿no? ¿Por qué cazamos? —dijo Zeb.

—Para comer —dijo Amanda—. No hay otra buena razón.

Zeb le sonrió como si esto fuera un secreto que sólo conocían ellos dos.

—Exacto —dijo.

Zeb levantó la bolsa de tela, la abrió, y metió la mano en ella. Dejó la mano dentro durante lo que me pareció mucho tiempo. Por fin sacó un conejo verde muerto.

—Lo cacé en Heritage Park con una trampa de conejos —dijo—. Un lazo. También podéis usarla con los mofaches. Ahora vamos a despellejar y destripar la presa.

Todavía me mareo al pensar en esa parte. Los chicos más mayores lo ayudaron: no se estremecieron, aunque hasta Shackie y Croze parecían un poco tensos. Siempre hacían lo que decía Zeb. Lo admiraban. No sólo por su tamaño, sino también porque tenía tradición y era la tradición lo que se respetaba.

—¿Y si el conejo no está muerto? —preguntó Croze—. En la trampa.

—Pues lo matas —dijo Zeb—. Le golpeas con una roca en la cabeza. O lo coges por las patas traseras y lo aplastas en el suelo.

No matarías así a una oveja, añadió, porque las ovejas tenían el cráneo duro: a una oveja le cortarías el cuello. Cada animal tenía su forma más eficiente de que lo mataran.

Zeb continuó despellejando. Amanda ayudó con la parte en que había que dar vuelta a la piel verde y peluda como si fuera un guante. Traté de no mirar las venas. Eran demasiado azules. Ni los tendones brillantes.

Zeb cortaba trocitos de carne muy pequeños para que cualquiera pudiera probarlos, y también porque no quería exigirnos demasiado haciéndonos comer trozos grandes. Cocinamos los trozos sobre un fuego hecho de tablones viejos.

—Esto es lo que tendréis que hacer si las cosas se ponen fatal —dijo Zeb.

Me pasó un trozo. Me lo puse en la boca. Me di cuenta de que podía masticar y tragar si me lo repetía mentalmente.

—En realidad es pasta de alubias, es pasta de alubias...

Conté hasta cien y me lo tragué.

Pero tenía el gusto de conejo en la boca. Me sentía como cuando tragas la sangre que te sale por la nariz.

Esa tarde tocaba Árbol de de Intercambio de Productos Naturales. Lo celebraban en un descampado del extremo norte de Heritage Park, al otro lado de las tiendas de SolarSpace. Había un arenero y un conjunto de columpio y tobogán para los niños pequeños. Y también una cabaña, hecha de arcilla, arena y paja. Tenía seis habitaciones y entradas y ventanas curvadas, pero sin puertas ni cristales. Adán Uno decía que la habían construido antiguos ecologistas, al menos treinta años antes. Los plebiquillos habían dejado sus firmas y mensajes en todas las paredes: «Me gustan los coños (a la barbacoa)»; «¿Eres vegetariana? Cómeme el nabo»; «Muerte a los putos verdes».

El Árbol de no era sólo para los Jardineros. Todos los de la red Natmart vendían allí: el Colectivo de Fernside, el Patio Trasero del Big Box, los Verdes de los Greens. Despreciábamos a todos los demás, porque su ropa era más bonita que la nuestra. Adán Uno decía que los productos con los que comerciaban estaban contaminados moralmente, aunque no irradiaban esa maldad sintética del trabajo esclavo como los llamativos objetos del centro comercial. Los de Fernside vendían cerámica pintada, además de joyas hechas con clips de papelería; los del Patio Trasero vendían animales tejidos; los Verdes de los Greens ofrecían bolsas de mano de artesanía hechas con papel de revistas viejas y coles verdes que cultivaban en los márgenes de su campo de golf. Vaya cosa, decía Bernice, aún regaban la hierba, así que unas pocas coles no les salvarían el alma. Bernice se estaba volviendo cada vez más piadosa. Quizás era un sustituto a no tener amigos reales.

Muchos pijos modernos venían al Árbol de de las comunidades cerradas de SolarSpace, fanfarrones de Fernside, incluso gente de los complejos, que salían a vivir una aventura segura en las plebillas. Afirmaban que preferían nuestra verdura de Jardineros a la del supermercado, e incluso a la de los llamados mercados de granjeros, donde, según Amanda, tipos con pinta de granjero compraban cosas de los almacenes, las metían en cestas «étnicas» y subían el precio, o sea que aunque dijera ecológico no te podías fiar. Sin embargo, el producto Jardinero era de verdad. Apestaba a autenticidad: los Jardineros podían ser fanáticos y estrafalarios, pero al menos tenían ética. Eso era lo que comentaban mientras yo les envolvía sus compras en papel reciclado.

Lo peor de ayudar en el Árbol de era que teníamos que llevar nuestros pañuelos de cuello de Jóvenes Bioneros. Era humillante, porque los modernos muchas veces traían a sus hijos. Esos chicos se ponían gorras de béisbol con palabras escritas en ellas y nos miraban a nosotros, con nuestros pañuelos de cuello y ropa sosa, como si fuéramos friquis. Susurraban entre ellos y riendo. Yo intentaba no hacer caso. Bernice les salía al paso y les decía: «¿Qué estáis mirando?» Los modales de Amanda eran más suaves. Ella les sonreía, pero luego sacaba su trozo de cristal con la cinta aislante, se hacía un corte en el brazo y chupaba la sangre. Después se lamía los labios con la lengua ensangrentada y extendía el brazo, y ellos retrocedían rápido. Amanda decía que si querías que la gente te dejara en paz, lo mejor era hacerse el loco.

A las tres nos pidieron que ayudáramos en el puesto de setas. Normalmente allí estaban Pilar y Toby, pero Pilar no se encontraba bien, así que sólo estaba Toby. Era estricta: tenías que estar bien recta y ser muy educada.

Yo miraba a los ricos que iban de un lado a otro. Algunos llevaban tejanos de tonos pastel y sandalias, pero otros iban sobrecargados con pieles caras: zapatos de caimán, minis de leopardo, bolsos de oryx. Te dedicaban esa mirada a la defensiva: «Yo no lo maté, ¿por qué dejar que se desperdiciara?» Me preguntaba qué se sentiría al llevar esas cosas, al notar la piel de otra criatura junto a la tuya.

Algunos lucían el nuevo cabello de mohair: plata, rosa, azul. Amanda decía que había tiendas de mohair en que atraían niñas, y una vez que estabas en una sala de trasplante de cuero cabelludo te dormían y cuando te despertabas no sólo tenías el pelo distinto sino también diferentes huellas dactilares, y luego te encerraban en una casa de membrana y te obligaban a hacer trabajo guarro, y aunque lograras escapar nunca podrías probar quién eras, porque te habían robado la identidad. Sonaba exagerado. Y Amanda contaba mentiras. Pero habíamos hecho un pacto de no mentirnos nunca entre nosotras, así que pensaba que quizás era cierto.

Después de una hora vendiendo setas con Toby nos dijeron que fuéramos al puesto de Nuala para ayudarla con el vinagre. Para entonces ya estábamos aburridas y estúpidas, y cada vez que Nuala se inclinaba para sacar más vinagre de la caja que había bajo el mostrador, Amanda y yo meneábamos el trasero y nos reíamos por lo bajo. Bernice se estaba poniendo cada vez más colorada porque no la estábamos haciendo partícipe. Sabía que estaba siendo mala, pero no podía parar.

Entonces Amanda tuvo que ir al biodoro violeta portátil y Nuala dijo que necesitaba hablar con Burt, que estaba vendiendo jabón envuelto en hojas en el puesto de al lado. En cuanto Nuala nos dio la espalda, Bernice me agarró del brazo y me lo retorció.

—¡Cuéntamelo! —susurró.

—¡Suéltame! —dije—. ¿Que te cuente qué?

—¡Ya lo sabes! ¿Qué os hace tanta gracia a Amanda y a ti?

—¡Nada! —dije.

Me retorció más el brazo.

—Vale —dije—, pero no va a gustarte.

Entonces le hablé de Nuala y Burt y de lo que habían estado haciendo en el Salón del Vinagre. Supongo que estaba deseando soltarlo, porque todo salió de golpe.

—¡Es una mentira apestosa! —dijo.

—¿Qué es una mentira apestosa? —preguntó Amanda, al volver del biodoro portátil.

—Mi padre no se está tirando a —susurró Bernice.

—No pude evitarlo —dije—. Me estaba retorciendo el brazo.

Bernice tenía los ojos rojos y empañados, y si Amanda no hubiera estado allí me habría atizado.

—Ren se deja llevar —dijo Amanda—. El hecho es que no lo sabemos seguro. Sólo sospechamos que tu padre se tira a Tal vez no lo hace. Pero, con tu madre tanto tiempo en barbecho, has de entenderlo si lo hace. Tiene que estar muy caliente, y por eso siempre coge a las niñas por las axilas.

Amanda le soltó todo eso con voz virtuosa de Eva. Fue cruel.

—No es verdad —dijo Bernice—. No lo hace. —Estaba al borde de las lágrimas.

—Si lo hace —dijo Amanda con voz calmada—, es algo de lo que tendrías que estar al tanto. Vamos, que si yo tuviera un padre no me gustaría que se metiera en el órgano generativo de nadie, salvo en el de mi madre. Es un hábito sucio, muy antihigiénico. Has de cuidarte de que no te toque con manos con gérmenes. Aunque estoy segura de que no...

—No sabes cuánto te odio —dijo Bernice—. Ojalá que te mueras quemada.

—Eso no es muy piadoso, Bernice —dijo Amanda con una voz cargada de reproche.

—Bueno, chicas —dijo Nuala al venir hacia nosotros—. ¿Algunos clientes? Bernice, ¿por qué tienes los ojos tan rojos?

—Soy alérgica a algo —dijo Bernice.

—Sí, lo es —dijo Amanda con solemnidad—. No se siente bien. Quizá debería irse a casa. O quizás ha sido el aire. Tal vez debería ponerse un cono nasal. ¿No te parece, Bernice?

—Amanda, eres una chica muy sensata —dijo Nuala—. Sí, querida Bernice, creo que tendrías que irte ahora. Y miraré de conseguirte un cono nasal para mañana, por las alergias. Te acompañaré un rato, querida. —Puso un brazo en torno a los hombros de Bernice y la apartó.

No podía creer lo que acabábamos de hacer. Tenía esa sensación de desánimo, como cuando se te escapa un objeto pesado y sabes que te va a caer en el pie. Nos habíamos pasado, pero no sabía cómo decirlo sin que Amanda pensara que estaba sermoneando. De todos modos, no había vuelta atrás.

28

Justo entonces un chico al que nunca había visto antes se acercó a nuestro puesto. Era un adolescente, mayor que nosotras. Delgado, alto y de cabello oscuro, y no llevaba la clase de ropa que se ponían los ricos. Iba todo de negro.

—¿Cómo puedo ayudarle, señor? —preguntó Amanda.

En ocasiones imitábamos a los esclavos asalariados del SecretBurgers cuando estábamos trabajando en los puestos.

—He de ver a Pilar —dijo el chico. Sin sonrisa, nada—. Esto no está bien.

Sacó de la mochila un tarro de miel Jardinera. Era extraño, porque ¿qué podía estar malo en la miel? Pilar decía que nunca se estropeaba a no ser que le echaras agua.

—Pilar no se siente bien —dije—. Deberías comentárselo a Toby. Está allí con las setas.

Miró a su alrededor, como si estuviera nervioso. No parecía que lo acompañara nadie, ni amigos ni padres.

—No —dijo—. Ha de ser Pilar.

Zeb se acercó desde el puesto de verduras, donde estaba vendiendo raíces de bardana y huauzontle.

—¿Pasa algo? —preguntó.

—Quiere hablar con Pilar —dijo Amanda—. Por algo de la miel.

Zeb y el chico se miraron el uno al otro, y me pareció que el chico negaba ligeramente con la cabeza.

—¿Te sirvo yo? —preguntó Zeb.

—Creo que debería ser ella —dijo el chico.

—Amanda y Ren te llevarán —dijo Zeb.

—¿Y quién venderá el vinagre? —pregunté—. Nuala ha tenido que irse.

—Yo lo vigilaré —dijo Zeb—. Éste es Glenn. Cuidadlo. No dejes que te coman vivo —le dijo a Glenn.

Atravesamos las calles de la plebilla, dirigiéndonos al Jardín del Edén en el Tejado.

—¿Cómo es que conoces a Zeb? —dijo Amanda.

—Oh, ya lo conocía —dijo el chico.

No era hablador. Ni siquiera quería caminar al lado de nosotras: después de una manzana, se quedó un poco atrás.

Llegamos al edificio de los Jardineros y subimos por la salida de incendios. Philo
el Niebla
y Katuro
el Curvatubos
estaban allí: nunca dejábamos el edificio vacío, por si acaso los plebiquillos trataban de colarse. Katuro estaba arreglando una de las mangueras; Philo sólo estaba sonriendo.

—¿Quién es éste? —preguntó Katuro cuando vio al chico.

—Zeb nos ha dicho que lo trajéramos aquí —dijo Amanda—. Está buscando a Pilar.

Katuro señaló con la cabeza por encima del hombro.

—En del Barbecho.

Pilar estaba tumbada en una hamaca con el tablero de ajedrez a su lado. Todas las piezas estaban colocadas: no había jugado. No tenía buen aspecto: estaba un poco hundida. Estaba con los ojos cerrados, pero los abrió cuando nos oyó llegar.

—Bienvenido, querido Glenn —dijo, como si lo estuviera esperando—. Espero que no hayas tenido ningún problema.

—Ningún problema —dijo el chico. Sacó el tarro—. No está bien —añadió.

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