—Ese viejo cretino… ¡Temible como una cobra! ¿Y la milicia de Djehuty?
—Lo obedece, como las de las otras provincias afectas ahora al faraón. Lo más importante es que Sesostris ha decidido atacaros.
—¿Atacarme a mí?
—Es la verdad, os lo aseguro.
Khnum-Hotep se levantó, agarró el taburete y lo rompió en varios pedazos. Los soldados se pegaron a las paredes, temiendo servir de chivos expiatorios. Soltando espuma como un toro furioso, el jefe de provincia regresó a pie hasta su palacio, desdeñando la silla de mano.
Al ver que su patrón era presa de un gran acceso de furor, Dama Techat dejó para más tarde la presentación de los expedientes administrativos que deseaba que revisara.
—¡Hacerme eso a mí! ¡Querer invadir mi territorio! Ese rey ha perdido la cabeza y haré que entre en razón.
—A mi entender, Sesostris sigue un plan preciso con una inquebrantable decisión.
Sólo Dama Techat se atrevía a hablar así a Khnum-Hotep, que fingió ignorar aquella observación y se dirigió a una sala de recepción donde había un ambiente agradablemente fresco.
Su copero le sirvió cerveza y desapareció sin hacer ruido. Dama Techat permaneció de pie, en una esquina de la estancia. Arrellanado en un sillón hecho a medida, el jefe de provincia acariciaba a sus dos perras, sentadas en sus rodillas, mientras el macho, tendido a sus pies, estaba expectante.
—Un plan preciso, decís. ¿Y adonde lo lleva eso?
—A reinar sobre todo Egipto, suprimiendo al último rebelde que, hoy día, no tiene ya aliado alguno. Sesostris ha eliminado uno a uno a sus adversarios, sabiendo que serían incapaces de unirse.
—Si cree que voy a prosternarme ante él, se equivoca por completo.
—Sin embargo, tal vez fuera la mejor solución —estimó Dama Techat—. El rey está en una posición de fuerza.
—¡Lo habría estado si hubiera atacado por sorpresa! Estar informado me pone en igualdad de condiciones, y mi combate no está perdido de antemano.
—¿Pensáis en el número de muertos?
—Esta provincia pertenece a mi familia desde hace muchas generaciones, ¡y nunca la cederé a nadie! Basta ya de charla, Dama Techat. Voy a preparar una hermosa recepción al invasor. Habrá muchos muertos, sobre todo por su lado. Y este faraón reaccionará como todos los que intentaron apoderarse de mis bienes: retrocediendo.
Aunque había escuchado con atención los argumentos de Nesmontu, el faraón permanecía inflexible. Despechado, el general seguía entrenando, sin embargo, a su regimiento de asalto. Cuando le llegó la mala noticia la comentó de inmediato con Sesostris.
—El desertor ha sido visto cruzando la frontera de esta provincia para entrar en la del Oryx. La situación está clara: ha avisado a Khnum-Hotep de nuestras intenciones. No podemos contar ya, por lo tanto, con el efecto sorpresa. Cuanto más tardemos en atacar, más reforzará el enemigo sus defensas y más dura e incierta será la batalla. En caso de derrota, vuestro prestigio quedará aniquilado y los jefes de provincia volverían a ser independientes. Perdonad la franqueza, majestad, pero no puedo soportar la idea de un desastre.
—¿Qué tipo de trampa prepara Khnum-Hotep?
—Clásica y retorcida.
—Entonces, general, adáptate y desactiva sus artimañas.
Aquella misión entusiasmó a Nesmontu. En lugar de un ataque brutal sería un enfrentamiento táctico. En tales circunstancias, su experiencia sería decisiva.
Un Senankh agotado hizo su aparición en Khemenu con su escolta. El gran tesorero había adelgazado, pero sólo comería tras haber comunicado al rey los resultados de su periplo. Por su sombrío aspecto, tan extraño en aquel enorme trabajador de apariencia jovial, Sesostris comprendió que eran desastrosos.
—He hecho llegar al Calvo las muestras de oro tomadas de los tesoros de los templos, majestad. Ninguno ha curado la acacia.
Sesostris sabía ya que el oro utilizado en la última y lejana celebración de los misterios de Osiris, en Abydos, también se había revelado ineficaz. Desmagnetizado, vacío de su energía, afectado por el maleficio, ya sólo era un metal inerte.
El ser diabólico que había atacado el corazón espiritual de Egipto iniciaba la más temible de las ofensivas.
El rey tenía la esperanza de que Senankh encontraría el oro salvador, y de que podría anunciar a sus nuevos vasallos la curación de la acacia. A raíz de ello se pondrían de su lado sin dobles intenciones y, ante un ejército tan poderoso, Khnum-Hotep tal vez cedería.
—Añadiré —prosiguió el gran tesorero— que las reservas de oro de nuestros templos están en su nivel más bajo. Algunos ni siquiera tienen ya una onza. A causa de los jefes de provincia, las minas de oro no son explotadas ya. Es posible que alguno de ellos haya acumulado considerables reservas para su uso personal.
—¿Khnum-Hotep?
—El nombre aparece frecuentemente en las acusaciones, pero no tengo prueba alguna.
El faraón reunió a su consejo, al que fueron de nuevo invitados Djehuty y el general Sepi.
Nesmontu aguardaba una declaración de guerra, según el proceso normal, al rebelde Khnum-Hotep.
—Nuestro futuro inmediato descansa en la calidad de tu palabra, Djehuty.
—Sólo tengo una, majestad. Os he reconocido como rey del Alto y del Bajo Egipto, la provincia de la Liebre está ahora bajo vuestra autoridad.
—El enfrentamiento con Khnum-Hotep parece inevitable. Antes de que comience tengo una tarea sagrada que cumplir, y los generales Sepi y Nesmontu deben acompañarme. Por eso te encargo el mando de las tropas acuarteladas en Khemenu.
Nesmontu se contuvo a duras penas. ¿Confiar sus hombres a un antiguo oponente? ¡Era una verdadera locura!
—¿Cuáles son vuestras órdenes? —preguntó Djehuty.
—Mientras esperas mi regreso dispondrás las tropas en la frontera de la provincia para rechazar un eventual ataque, en el que no creo. En caso de agresión limítate a rechazar a Khnum-Hotep.
—Se hará de acuerdo con vuestra voluntad.
La mirada del monarca se posó en los demás miembros del consejo.
—Salimos inmediatamente hacia Abydos.
El Calvo y el faraón se dirigieron hacia la acacia.
—Vuestras instrucciones se han seguido al pie de la letra, majestad.
—¿Qué han propuesto tus colegas?
—Se sienten tan desamparados que se limitan a sus obligaciones. Ya sólo hablamos de trivialidades, todos nos encerramos en el silencio.
Reuniendo en su misterio el cielo, la tierra y el mundo subterráneo, el gran árbol seguía luchando contra el deterioro. En él, Osiris seguía presente, pero ¿durante cuánto tiempo aún podría la acacia hundir sus raíces en el océano primordial para obtener la energía necesaria para su supervivencia?
—¿Has descubierto remedios en los antiguos textos?
—Por desgracia no, majestad. Hoy me ayudan en mi búsqueda y no pierdo la esperanza.
Un viento fresco soplaba en el bosque sagrado. Poco a poco, la puerta del más allá se cerraba.
Acompañado por Sobek el Protector, Sesostris visitó la obra, que, a pesar de numerosos imprevistos, seguía avanzando. Gracias a la intervención de las sacerdotisas de Hator apenas se producían accidentes y las herramientas no se rompían ya. El maestro de obras reconoció que estaba viviendo jornadas difíciles, pero su determinación y la de los artesanos seguían intactas. Eran conscientes de participar en una verdadera guerra contra fuerzas oscuras, y cada piedra colocada les parecía una victoria.
La presencia del faraón fortaleció la energía de su trabajo. Seguros de su indefectible apoyo, los constructores se juraron no ceder ante la adversidad.
—Prepara el «Círculo de oro» de Abydos —le ordenó Sesostris al Calvo.
En una de las salas del templo de Osiris se habían dispuesto cuatro mesas de ofrendas en función de los puntos cardinales. El signo jeroglífico de la mesa de ofrendas rezaba «Hotep», y significaba «paz, plenitud, serenidad», nociones que caracterizaban la misión del «Círculo de oro» de Abydos, cuyos miembros, en aquellos angustiosos tiempos, se preguntaban por su capacidad para cumplirla.
El faraón y la reina se colocaban a oriente. Ante ellos, a occidente, el Calvo y el general Sepi. En el septentrión, el Portador del sello, Sehotep, y el general Nesmontu. A mediodía, el gran tesorero Senankh.
—Dada la tarea que le ha sido confiada, uno de nosotros está ausente —declaró el monarca—. Naturalmente, será informado de nuestras decisiones.
Todos los miembros del «Círculo de oro» habían sido iniciados en los grandes misterios de Osiris. Entre ellos se habían establecido vínculos indestructibles. Mantenidos en absoluto secreto, como sus predecesores, consagraban su vida a la grandeza y a la felicidad de Egipto, que descansaban precisamente en la justa transmisión de la iniciación osiriaca.
Allí, la muerte se afrontaba de frente. Allí, como afirmaba un texto grabado en las pirámides reales del Imperio Antiguo, se hacía morir a la muerte. El «Círculo de oro» de Abydos mantenía la dimensión sobrenatural de las Dos Tierras donde vivía el pueblo del Conocimiento
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—Si la acacia se extingue —recordó Sesostris—, los misterios no se celebrarán ya. La savia que circula por el gran cuerpo de Egipto dejará de manar, el matrimonio entre el cielo y la tierra se romperá. Por eso debemos buscar sin descanso la causa del maleficio, cuyo autor es, probablemente, el jefe de provincia Khnum-Hotep.
—¿Lo dudáis aún, majestad? —preguntó el general Nesmontu—. Puesto que se ha establecido la inocencia de los demás, ¡sólo queda él!
—Quiero oír de su boca los motivos por los que ha cometido esa abominable fechoría. Habrá que librar una batalla y agarrarlo vivo. En este período tan trágico y peligroso, la unidad del país es más necesaria que nunca. Nuestra división nos ha debilitado mucho y es una de las razones que han permitido a una fuerza maléfica alcanzar el árbol de Osiris, cuyo cuerpo cósmico se compone del conjunto de las provincias celestes y terrenales unidas.
—Las palabras de poder pronunciadas en Abydos obtienen aún un eco favorable por parte de las divinidades —afirmó el Calvo— y el colegio de los sacerdotes permanentes asume sus funciones con el indispensable rigor.
—¿Y si uno de esos sacerdotes fuera cómplice? —sugirió Senankh.
—Es una hipótesis que no puede excluirse —deploró el Calvo—, pero ningún indicio lo confirma.
—Perdonad la pregunta, majestad —dijo Sehotep con gravedad—, pero debe hacerse: si morís durante el enfrentamiento con Khnum-Hotep, ¿quién va a sucederos?
—La reina asumirá la regencia, y aquellos de nosotros que sobrevivan designarán un nuevo monarca. Lo esencial es encontrar el medio de curar la acacia. Hasta ahora, la búsqueda del oro ha fracasado. Intensificaremos, pues, nuestras investigaciones.
—Explorar el desierto, llegar a las canteras y traer el metal salvador requerirá mucho tiempo —consideró el general Sepi—. Y no hablo ya de los peligros del viaje.
—Cada uno de nosotros tendrá una tarea inhumana que realizar —advirtió Sesostris—. Sean cuales sean los riesgos, sean cuales sean las dificultades, juremos que no vamos a renunciar.
Todos lo juraron.
—Ha llegado la hora de hacer que nuestra discípula avance por el camino de los misterios —decretó la reina—. Ciertamente, no está dispuesta aún para cruzar la última puerta, y sería tan peligroso como inútil precipitar su formación. Sin embargo, debe intentar superar una nueva etapa hacia el «Círculo de oro».
La joven sacerdotisa se inclinó ante el faraón.
—Sígueme.
En plena noche penetraron en una capilla iluminada por las antorchas. En el centro había un relicario formado por cuatro leones que se daban la espalda y, plantado en el pequeño monumento vacío, un astil con un escondrijo en la parte superior.
—He aquí el venerable pilar que apareció en los orígenes de la vida —reveló el monarca—. En él se levantó Osiris, vencedor de la nada. Él, Verbo y espíritu, fue agredido, asesinado y despedazado. Pero al transmitir la iniciación a algunos seres les permitió reunir las partes dispersas de la realidad y resucitar al ser cósmico de donde cada mañana renace Egipto. No hay ciencia más importante que ésta, y tendrás que dominar sus múltiples aspectos. ¿Serás capaz de ver lo que está oculto?
La sacerdotisa contempló el relicario, sabiendo que no podía permanecer pasiva. Por un instante pensó en sacar el velo para descubrir la parte de arriba del astil; sin embargo, su instinto le impidió llevar a cabo semejante profanación.
Debía dirigirse a los leones, a aquellos cuatro centinelas de mirada ardiente. Se enfrentó con las fieras, una tras otra. Ellas le abrieron las puertas del espacio y del tiempo y la hicieron viajar por parajes inmensos, poblados de capillas, colinas, dorados trigales, canales y frondosos jardines. Aparecieron luego dos caminos, uno de agua y otro de tierra. En su extremo había un círculo de fuego en cuyo centro se veía un jarrón sellado.
Los paisajes se desvanecieron, y la muchacha divisó de nuevo el relicario.
—Has visto el secreto —advirtió el rey—. ¿Deseas seguir por este camino?
—Lo deseo, majestad.
—Si los dioses te permiten algún día alcanzar el jarrón sellado y descubrir su contenido, conocerás un júbilo que no es de este mundo. No obstante, antes te acecharán temibles pruebas. Serán más exigentes y crueles que las impuestas a las iniciadas que te han precedido, pues nunca habíamos conocido un peligro semejante. Estás a tiempo aún, puedes renunciar. Sé muy consciente de tu decisión. A pesar de tu juventud, compórtate con madurez y no presumas de tus fuerzas. El camino de agua aniquila el ser, el camino de tierra lo devora, el círculo de fuego es infranqueable. Si te sumes en esta aventura, estarás sola en los peores momentos, corroída por la angustia y la duda.
—¿No son efímeras las felicidades humanas, majestad? Habéis hablado de un júbilo que no es de este mundo. Eso es lo que busco. Si mis defectos me impiden vivirlo, seré la única responsable de ello.
—He aquí el arma con la que conseguirás desviar algunas etapas de la mala suerte.
Sesostris entregó a la joven sacerdotisa un pequeño cetro de marfil.
—Se llama
heka
, la magia nacida de la luz. En él está inscrito el Verbo que produce la energía. Por sí solo es una palabra fulgurante que deberás emplear con buen tino. Este cetro pertenecía a un faraón de la primera dinastía, el Escorpión. Descansa aquí tras haber vinculado su destino a Osiris. Desde que Egipto es la tierra amada por los dioses, el «Círculo de oro» de Abydos ha demostrado que la muerte no era irreversible. Pero hoy, la acacia se marchita y la puerta del más allá se cierra. Si no conseguimos mantenerla abierta, la propia vida nos abandonará.