Por primera vez se sentía turbada. Y aquella turbación no se disipaba en su sueño ni en sus actividades cotidianas.
Cada mañana y cada noche, la cofradía femenina tocaba música para alimentar la savia de la acacia de Osiris, cuyo estado no había evolucionado. A veces, la muchacha tenía dificultades en concentrarse, dado aquel desconocido sentimiento que no conseguía ahogar.
Se dirigió a las obras de la morada de eternidad de Sesostris, donde un cantero acababa de herirse por culpa de una herramienta defectuosa. Incidente menor, era cierto, pero que hacía más pesado aún el clima, pues el artesano era un experto y se sentía humillado.
Desinfectó la herida con la tintura madre de caléndula, aplicó luego un emplaste de miel y lo sujetó con un vendaje de fino lino.
—Los accidentes se multiplican —deploró el maestro de obras—. Cada vez tomo más precauciones, pero sin éxito. El trabajo se retrasa y algunos afirman que las obras están hechizadas.
—¿No podríais intervenir para tranquilizarlos?
—Hablaré hoy mismo con el superior.
Puesto que la muchacha debía entregar una copia de su texto al Calvo, que la clasificaría en los archivos de la Casa de Vida, solicitó su ayuda.
—Las obras me preocupan también a mí —reconoció él—. La mejor solución consiste en repetir el rito de la venda roja que aprisiona las fuerzas nocivas.
—¿Y si no es suficiente?
—Tenemos otras armas en reserva y lucharemos hasta el final. Acompáñame hasta la acacia.
Él llevó la jarra de agua; ella, la jarra de leche. Uno tras otro derramaron lentamente los líquidos al pie del árbol enfermo. La única rama que había reverdecido parecía tener buena salud, pero una profunda tristeza emanaba de aquel lugar donde antaño reinaba la serenidad.
—Intensifiquemos nuestras investigaciones —preconizó el Calvo—. Mañana mismo reúnete conmigo en la biblioteca. Tal vez explorando los antiguos textos descubramos indicaciones útiles.
La sacerdotisa se alegró por una misión que iba a ocuparle el ánimo. Pero al regresar a las viviendas de la cofradía femenina la oprimieron de nuevo las mismas inquietudes.
—La reina desea verte —avisó una de sus hermanas.
La soberana y la joven sacerdotisa caminaban por la avenida flanqueada de capillas y estelas dedicadas a Osiris.
—¿Qué te ocurre?
—No estoy enferma, majestad. Sólo un poco cansada y…
—A mí no puedes ocultarme nada. ¿Qué es lo que te obsesiona?
—Me pregunto si seré lo bastante fuerte para seguir por este camino.
—¿No es tu más caro deseo?
—Es cierto, majestad, pero mis debilidades son tales que podrían convertirse en trabas.
—Estas debilidades forman parte de los obstáculos que deben vencerse, y en ningún caso pueden servirte de coartada.
—¿No constituye un peligro todo lo que me aleja del templo?
—Nuestra Regla no te obliga a vivir como una reclusa. La mayoría de sacerdotes y sacerdotisas están casados, otros eligen el celibato.
—¿No sería un error una boda con alguien alejado del templo?
—No existe una ley rígida. Tú debes elegir lo que alimenta el fuego del conocimiento y evitar lo que lo debilita. Sobre todo, no te hagas trampas a ti misma y no intentes mentirte. De lo contrario, te perderías en un desierto sin fin y la puerta del templo volvería a cerrarse.
Cuando la reina abandonó Abydos, la joven sacerdotisa pensó de nuevo en el muchacho al que tan brevemente había visto y al que, sin duda, nunca volvería a ver. Lejos de resultarle indiferente, había hecho nacer en ella un sentimiento extraño que, lentamente, iba creciendo. No hubiera debido pensar en él, pero no conseguía ya expulsarlo de su espíritu. Tal vez, con el tiempo, el rostro de aquel muchacho se desvaneciese.
Al llegar a Abydos, Gergu advirtió que la vigilancia no se había reducido. Varios soldados subieron a bordo del barco, exigieron la orden en la que figuraba su misión y comprobaron el cargamento con extremo cuidado.
—Ungüentos, piezas de lino, sandalias: todo está destinado al colegio de los sacerdotes permanentes —precisó Gergu—. He aquí una lista detallada que lleva el sello del gran tesorero Senankh.
—Debemos comprobar que los productos corresponden a esta lista —declaró secamente un oficial.
—¿No confiáis en el gran tesorero y en su representante oficial?
—Las consignas son las consignas.
«Pasando por este embarcadero no podría introducir fraudulentamente producto alguno», pensó Gergu. Y había demasiados soldados y policías para poder comprarlos a todos.
Tuvo que aguardar pacientemente a que finalizara la inspección y, como en su primera visita, sufrió un registro personal.
—¿Os marcháis de inmediato? —preguntó el oficial.
—No, debo volver a ver a un sacerdote para mostrarle esta lista, saber si le satisface y anotar el encargo de sus nuevas exigencias.
—Aguardad en el puesto de guardia. Vendrán a buscaros.
Tampoco aquella vez Gergu descubriría Abydos. Vigilado por dos cómitres, con los que ni siquiera intentó entablar conversación, dormitó.
Si no encontraba al mismo sacerdote, aquel viaje habría sido inútil. Puesto que Gergu lo ignoraba todo sobre el funcionamiento de la cofradía, temía que le mandaran a otro responsable muy distinto del primero, en cuyo caso ya solamente podría esperar y la decepción sería amarga.
En plenas divagaciones le asaltó la idea de que, para que un paraje estuviese tan bien guardado, era porque albergaba prodigiosos tesoros. Gergu se reprochó no haber caído antes en ello: ¿no era Abydos, acaso, el centro espiritual de Egipto, el lugar sagrado entre todos donde el faraón obtenía lo esencial de su poder? Sesostris no habría exigido semejante despliegue de fuerzas sin una importante razón. Pasaba allí algo fundamental, y el testaferro de Medes pensaba descubrirlo, siempre que la suerte siguiera de su lado.
—Seguidnos —ordenó otro oficial, acompañado por cuatro arqueros.
Llevaron a Gergu al mismo despacho al que fue a parar en su anterior visita.
Nervioso, fue de un lado a otro. Finalmente, la puerta se abrió.
¡Era el mismo sacerdote!
—Me satisface volver a veros —dijo Gergu sonriendo.
—También a mí.
—He aquí la lista de los productos que me pedisteis. ¿Estáis de acuerdo?
El sacerdote la leyó con atención.
—Sois un hombre preciso con el que puede contarse.
—De acuerdo con las órdenes, Abydos no debe carecer de nada. ¿Qué necesitaréis en las próximas semanas?
—Tengo que daros una nueva lista.
El sacerdote entregó una tablilla a su interlocutor.
En su mirada había aquel brillo que tanto complacía a Gergu.
—¿Podemos hablar tranquilamente en esta estancia? —preguntó en voz baja.
—¿Queréis decir… al abrigo de oídos indiscretos? Creo que sí. ¿A qué viene esta pregunta?
Crispado, Gergu tenía que evitar un paso en falso que hiciera huir a su presa.
—Junto a nuestras relaciones oficiales podría haber otras.
—¿De qué naturaleza?
Primera victoria. El sacerdote parecía interesado.
—Mi cargo de inspector principal de los graneros me permite sobrepasar un poco mis atribuciones legales y completar mi salario. Es preciso ser prudente y discreto, claro está, pero sería una lástima carecer de ambición. Abydos no es sólo un centro espiritual, es también una ciudad pequeña que debe seguir siendo próspera para que las cofradías continúen actuando con total tranquilidad. ¿Por qué excluir de ello la noción de beneficio? ¿Por qué un sacerdote, por devoto que sea del culto de Osiris, no va a tener derecho a enriquecerse?
Un largo silencio acogió aquellas declaraciones y aquellas preguntas. El sacerdote examinó a Gergu con extremada atención.
—Por lo que a los temporales se refiere —declaró por fin— no hay prohibición alguna. La situación de los permanentes, como yo, es distinta puesto que no abandonamos Abydos.
—Yo, en cambio, puedo ir y venir. Si fuéramos amigos, vuestras perspectivas de futuro se modificarían radicalmente.
—¿Qué proponéis con exactitud?
—Estoy convencido de que Abydos alberga tesoros.
—Todos lo saben.
—Es cierto, pero ¿cuáles son? Vos los conocéis.
—Estoy sometido al secreto.
—Un secreto se compra. Y también estoy convencido de que tenéis mucho que vender.
—¿Cómo habéis podido imaginar que voy a traicionar a mi jerarquía?
—¿Quién os habla de traición? Abydos me interesa en grado sumo y vos deseáis enriqueceros. Se trata, pues, de una buena conjunción de intereses. Ayudadme y os ayudaré. ¿Hay algo más sencillo?
—¿Hay algo más complicado y peligroso? En primer lugar, ¿para quién y con quién trabajáis? Dudo de que vuestro verdadero patrón sea el gran tesorero Senankh, uno de los fieles del faraón Sesostris.
—Vuestras dudas están justificadas.
—¿Quién, entonces?
—Es demasiado pronto para revelároslo. Debemos aprender a conocernos, a ponernos a prueba uno y otro, a llegar a una mutua confianza. Volveré a veros oficialmente y proseguiremos el jueguecito de las entregas de género. Pensad en los medios de enriqueceros sin salir de Abydos y veremos si nuestros proyectos son realizables.
Iker estaba limpiando su alcoba cuando tuvo una visión. Ella.
Le hablaba, pero él no oía las palabras que pronunciaba. Luego, desapareció tan bruscamente como había aparecido.
Aquel fulgor dejó al joven pasmado durante largos minutos. ¿Qué significaba, salvo que ella recordaba su existencia y que sus pensamientos eran capaces de reunirse? Sin embargo, sin duda se trataba sólo de un sueño, y la voz autoritaria d.
Heremsaf se encargó de devolver a Iker a la realidad.
—Cuando hayas terminado tus trabajos domésticos ven a verme a mi despacho.
El muchacho terminó escrupulosamente su limpieza. Como no había sufrido reproche alguno desde su llegada, era preciso creer que satisfacía al dueño de la casa.
Iker tomó un inmaculado corredor blanco y llamó a la puerta de madera de sicomoro.
—Entra y cierra la puerta.
La estancia era espaciosa, las ventanas dejaban pasar sólo la luz suficiente para trabajar y en los anaqueles reinaba un orden impecable. El rostro de Heremsaf permanecía tan huraño como de costumbre.
—Prepárate para trasladarte, muchacho.
—¿No… no os parezco lo bastante cuidadoso?
—Muy al contrario, eres una especie de modelo. Tu madurez y tu seriedad no dejan de sorprenderme.
—En ese caso…
—Se trata de un ascenso. El alcalde está especialmente satisfecho de tu trabajo y te concede un lugar en la élite de los escribas. Por eso gozarás de un alojamiento oficial y de un criado. Como contrapartida, tus responsabilidades y tu trabajo van a aumentar.
—¿A qué cargo me destinan?
—De momento, terminarás el inventario que tan brillantemente has comenzado. Luego, tú mismo procederás a la redistribución de los objetos utilizables. Más tarde, te encargarás de la rehabilitación de los locales. Se pondrá un equipo de obreros a tu disposición y organizarás a tu guisa los trabajos. Naturalmente, el alcalde exige resultados rápidos. Sin embargo, te concedo una jornada de descanso.
Iker y
Viento del Norte
pasearon por Kahum para descubrir cada aspecto de aquella ciudad construida de acuerdo con las proporciones divinas. La muralla daba una impresión de seguridad, confirmada más aún por las rondas regulares de la policía municipal. Gracias a los eficaces servicios de limpieza, la arteria principal y las calles estaban ejemplarmente inmaculadas. Desde la más grande de las villas, la del alcalde, hasta la más modesta de las doscientas casas del barrio oeste, Kahum podía presumir de su coquetería: no había fachadas sin revocar, ni contraventanas con la pintura desportillada, ni puerta degradada, los jardines estaban bien cuidados y las canalizaciones en perfecto estado. Nadie carecía de agua y el respeto por las normas de higiene era estricto. La ciudad se enorgullecía de su nombre sagrado, «Sesostris está satisfecho».
La organización del trabajo no era menos notable. El personal de los templos se mostraba puntual en el cumplimiento de sus tareas rituales; los panaderos y los cerveceros recibían la cantidad de cereal necesaria para fabricar pan y cerveza; los carniceros, carne que el veterinario había reconocido como pura; el peluquero ambulante trabajaba al aire libre; los fabricantes de sandalias y de cestos los exponían en el mercado, junto a los vendedores de frutas y verduras. En Kahum, nadie carecía de nada.
Iker se detuvo ante el puesto de un fabricante de juguetes de madera. Muñecas con peluca y miembros articulados, hipopótamos, cocodrilos, monos, cerdos, ¡todos muy bien hechos! Un objeto llamó su atención, un barco de notable calidad.
¡Parecía una maqueta de
El rápido
!
—Vuestros juguetes son soberbios —le dijo al artesano.
—Les gustan tanto a los padres como a los hijos. ¿Eres ya padre de familia?
—Todavía no, pero me gustaría regalar este barco.
—Es el único que no he fabricado yo mismo, y es el más caro también. ¡Una pequeña obra maestra!
—¿Quién es el autor?
—Un carpintero jubilado. El mejor de Kahum, según sus colegas. Lo apodan Cepillo de tanto como se identifica con la herramienta.
—Si todavía vive aquí, me gustaría felicitarlo.
—Es fácil, se aloja en una casita del barrio oeste.
El vendedor dio a Iker las indicaciones necesarias.
—¿Cómo deseas que te pague? En especies o en horas de trabajo. ¡Soy escriba y puedo redactar cualquier tipo de documento!
—Me viene al pelo: precisamente necesito escribir a los miembros de mi familia que viven en el Delta. ¿Te parecen bien diez cartas?
—El barco es tan perfecto que te concedo doce.
Una sierva barría el umbral de la casa con ardor.
—¿Podría ver a Cepillo? —preguntó Iker.
—Cepillo está enfermo.
—Es muy importante para mí.
—¿No querrás causarle problemas?
—Soy escriba y quisiera felicitarlo por su talento como artesano.
La sierva se encogió de hombros.
—Bueno, quítate las sandalias, lávate los pies, sécatelos y no ensucies nada. No voy a hacer la limpieza dos veces al día.
Iker siguió las instrucciones y entró en la vivienda, cuya primera estancia estaba reservada al culto de los antepasados.